viernes, 23 de marzo de 2012

Villa Unión y Lino Díaz: campos de fútbol y de viñedos.

Uno de los grandes encantos de los pequeños pueblos es sentarse en una plaza o vereda y conocer a ese personaje o vecino ilustre del lugar. En Villa Unión, este pueblo riojano al que los turistas acceden para visitar los prominentes atractivos de sus alrededores, el inefable parque Talampaya, la Laguna Brava, el Cráter del Inca o el Valle de la Luna, yo estuve desde la tarde hasta el anochecer, en la plaza principal, conversando con don Lino Díaz.

Ahí estaba, mirando pasar el día en uno de los bancos frente a la avenida Dávila cuando advierto que, lentamente, se me empieza a acercar un viejito auxiliando sus sufridos pasos con un rústico bastón de madera. Viene desde el centro de la plaza, un encantador monumento que, dejando descansar a San Martín o Belgrano, representa la figura de un humilde hombre de pueblo cargando un cajón de uvas; tarda un buen rato hasta llegar donde estoy y entonces me dice:

-¿Me permite hacerle una pregunta? ¿De dónde viene usted?

-Vengo de Catamarca, yo soy de Buenos Aires.

-¡Ah, Buenos Aires! Yo conozco muy bien Buenos Aires. Si me permite sentarme conversamos.

-Siéntese nomás.

A partir de acá empieza una larga conversación en la que tengo el gusto de conocer a Lino Díaz, un hombre que está pisando los ochenta y que, en sus buenos tiempos, fue un notable jugador de fútbol de incontables equipos de barrio en muchas provincias del país.

-En Buenos Aires anduve mucho con Ramón Díaz, con el que tengo parentesco, y mire cómo estoy ahora, quedé así de tanto jugar –cuenta, afligido, mostrando una pierna lisiada.

Mientras conversamos observo que algunas de las personas que pasan pronuncian su nombre; muchos le sonríen y lo saludan.

Don Lino Díaz es un anciano que vive con una pensión que no llega a los cuatrocientos pesos mensuales. Le gusta conversar de temas muy variados y, entre uno y otro, repite la siguiente frase:

-Yo no fui a la escuela, pero tengo mucha experiencia.

Así como sus piernas están dobladas por el campo de fútbol, sus manos se encuentran surcadas por el cincel de años de trabajo rudo en los campos del país.

Su filosofía moral se condensa en la siguiente frase: en la vida no hay nada peor que robar y mentir.

Hablando de los pecados, me confiesa el suyo: le gusta mucho el vino. A buen entendedor no le hacen falta más palabras; Lino Díaz mira hacia la despensa y empieza a escarbar en su bolsillo buscando monedas que no tiene. Le digo que se me acaba de ocurrir que podría invitarlo con un vinito y, en un cuarto de hora, ya tiene lo que necesita para que se le suelte más la lengua. Me cuenta que durante toda su vida, además de jugar al fútbol, se mantuvo haciendo todo tipo de trabajos, la mayoría de ellos rurales; en Buenos Aires trabajó en el matadero de Liniers y, en las provincias, conoció la labor de los cultivos de la vid, cuyo precioso fruto empieza a embriagarlo, entreverando sus temas y recuerdos pero sin jamás hacerle perder la cordialidad con la que dice todo lo que piensa.

Lino Díaz quiere que su interlocutor tenga un buen momento. Antes de conversar sobre cualquier tema se cuida mucho de hacer una pregunta preventiva, dice por ejemplo "¿a usted le molestaría decirme cuál es su tendencia política?", para luego evitar, si es que podría ser el caso, decir nada que pudiera incomodar la situación debido a una mínima discrepancia.

-¿Para usted qué es el cristianismo? –pregunta de repente como poniéndome a prueba, acompañando siempre lo que dice con una sonrisa amistosa.

-Cristo.

Le gusta mucho la lacónica contundencia de esta respuesta, es como si le hubiera guiñado un ojo a un jugador de truco con el que estoy en sintonía, de modo que me extiende la mano y concluye, listo para pasar a otra cosa:

-Cristo, sí señor, y nada más, no hace falta ningún Papa.

Otra idea de don Lino es que no debe haber cárceles urbanas para los presos, en donde se encuentren hacinados, convirtiéndose en peores personas, mientras el Estado gasta dinero en alimentarlos. Don Lino opina que hay que mandar a los presos a los campos para obligarlos a cultivar su alimento. También me cuenta que conoció a muchos boxeadores ilustres tales como Monzón o Bonavena, y además figuras políticas como Illia, el presidente radical, y Evita, la estrella peronista.

¿Qué más podría contar de todo lo que dijo? Sus recuerdos, siempre alternando los deportes con los trabajos rurales, se le entreveran hasta que de pronto es él, no yo, el que se da cuenta que se hace de noche y se disculpa por haberme quitado tanto tiempo con sus cosas, porque si bien él no fue a la escuela, tiene muchas experiencias, y me da una mano temblorosa para decirme que es un gusto haberme conocido y que puedo ir a verlo cuando quiera, vive en una casa de adobe enfrente del hospital del pueblo.

Lino Díaz, que se apoya en su bastón y en sus recuerdos, emprende el lento camino hacia su casa mientras Villa Unión entra en la silenciosa y estrellada noche de los pueblos de provincia.

En el complejo texto colectivo de la semiología urbana, más justicia habría si, en lugar de tanto prócer de caballo y espada, empezáramos a levantar monumentos a las figuras del pueblo, la verdadera pero discreta materia de la historia: los verduleros con sus cajones de manzanas, el barrendero con su escoba, monumento al panadero, al mecánico, hasta al perro perezoso que dormita bajo una ventana con mosquitero. Cuando vuelvo a pasar por el monumento principal, este hombre que carga un cajón de uvas, pienso que, en algún otro lugar de la plaza, quizá al lado de algún banco, podría haber una estatua que, con una pelota bajo el pie y un racimo de uvas colgando de su mano, represente la figura de Lino Díaz: no concibo contra esto ningún argumento que sea bueno.

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