lunes, 19 de marzo de 2012

Belén, Londres, Shincal y la mirada del cóndor.

Poso la mano izquierda en mi recalentada frente de la que chorrean gotas de sudor, es un derrotero que llega hasta el cuello. Respiro agitado, con honda exhalación, tengo la remera pegada al pecho. En la ciudad de Belén, la cabeza de su departamento de esta entrañable Catamarca, me repongo de una subida sinuosa, sin descanso, hacia la cima del Cerro Oeste, y ya vengo caminando desde el sur, desde muy abajo por la ruta 40; son más de diez kilómetros, contando los dos que hice en subida por este cerro. Durante unos segundos sufro un pequeño mareo. Cierro los ojos sin quitarme todavía la mano de la frente. Cuando vuelvo a ver estoy al pie del gigantesco monumento a Nuestra Señora de Belén, blanca virgen que lleva al niño en una mano y el pan en la otra.

Hidelberg Ferrino, el marplatense que construyó esta obra en 1982, trabajó tres infatigables años bajo los embistes de los rayos del sol y los copos de nieve. Los vecinos de Belén dicen que, gracias a esta virgen, ya no habrá noche sin luna ni enfermo sin remedio.

Estoy solo en la cima del cerro, no hay ninguna vela encendida, no son tiempos de populosas peregrinaciones. Rodeado del imponente paisaje serrano, en el mejor mirador del pueblo, mi cabeza está apenas a la altura de las plantas de los pies de este monumento de veinte metros, es la dama blanca, la del buen reposo y de la buena leche, la misma que ayer, desde todos los puntos de Belén, pude ver lejana y pequeña, casi perdida entre las nubes del cielo.

Extensos y coloridos cordones montañosos cobijando cultivos de uvas y de nueces, silenciosos entreveros de las humildes casas y despensas, llamas y vicuñas, ríos y quebradas.

Alrededor del caserío distingo la encendida torre de la iglesia frente a los árboles de la Plaza Olmos y Aguilera. A mi derecha puedo seguir el cause del río Belén, hasta me parece distinguir los rancheríos de adobe por los que caminé ayer, consternado por la pobreza de las familias en contraste con la realeza de su territorio; me parece ver la esquina en la que visité una prominente carpa de artesanos donde, rodeado de ponchos y sombreros, probé las deliciosas nueces confitadas; adivino el tránsito de la que ha de ser la avenida Calchaquí, tramo urbano de la ruta 40, y la San Martín hasta Circunvalación, donde compré en una despensa la botella de agua, ya caliente, que acabo de acabar de un trago largo con urgencia.

Falta poco para que arda el sol del mediodía. Pierdo la mirada en las lejanías de este paisaje del que ya me angustia tener que despedirme.

En Catamarca, además de sus humildes pueblos de buena gente, hay cerros, selvas, valles, lagunas, grandes salares como el del Hombre Muerto. Quienes han perdido la mirada en los horizontes de estos variados paisajes, dejaron sus huellas desde una antigüedad que supera los diez mil años. Cuando, a mediados del siglo XVI, los españoles llegaron a estas tierras, impusieron el nombre de diaguitas para referirse a un variado conjunto de culturas que tenían, cada una de ellas, diferentes maneras de vivir y diferentes nombres.

Diez mil años antes de Cristo, los habitantes de la actual Catamarca todavía no conocían la cerámica. Cazaban vicuñas y guanacos, recogían chañar y algarroba, fabricaban instrumentos de caza o de cocina con piedras y huesos, eran nómadas que debieron caminar por estos valles durante varios milenios hasta conformar la cultura Ciénaga, Candelaria o Alamito, ya capaces de cultivar la papa y el zapallo, el maíz y la calabaza, con el reciente hallazgo de la alfarería y la orfebrería que, un milenio después de Cristo, la cultura La Aguada recogería para enriquecer su arte también hacia las representaciones rupestres, muchas veces inspirados por naturales sustancias alucinógenas con las que celebraban ceremonias mágicas.

Europa estaba en la Edad Media cuando las culturas de Belén, Santa María y Hualfín, ya avecinadas en poblados más grandes, más complejos, aprendían a almacenar productos agrícolas mediante la construcción de represas, acequias y obras de regadío.

En el siglo XV llegaron los señores que adoraban al sol. Los incas, primeros conquistadores poderosos, presuntamente atraídos por la riqueza minera de estos valles, hasta Mendoza extendieron el Kollasuyu dejando, en tierra catamarqueña, tambos y fortalezas en las regiones de Andalgalá, Tinogasta, Londres.

Después de los Incas llegaron los europeos. Trajeron la Biblia y el idioma con el que escribo esta crónica. En este encuentro y desencuentro cultural donde otro mundo, proveniente del otro lado del Atlántico, plantó la raíz occidental y la cruz cristiana en las entrañas mismas de la Pachamama, los sistemas de producción occidentales atentaron contra las maneras de vivir de los pueblos originarios; las mujeres pasaron a ser esclavas de la producción textil mientras que algunos hombres, destronados reyes de estos valles pomposos, no tardaron en organizar grandes rebeliones, la última de ellas encabezada nada más ni nada menos que por un andaluz, el mítico Pedro Bohórquez que, creyéndose descendiente del último Inca, hermanó a los caciques para luchar contra el imperio hasta morir capturado por la raza de la que había renegado. Muy poco faltaba para que los últimos bastiones, tal el caso de los Quilmes, fueran derrotados definitivamente por los ejércitos de la península.

Esta larga, rica, apasionante historia, que ya venía rumeando entre las vasijas, cuencos, pipas y urnas funerarias del museo Condor Huasi, puedo sentirla con mayor intensidad desde la cima del Cerro Oeste, contemplando los mismos paisajes que habrán visto todas esas gentes. De los autóctonos quedan, además de los melancólicos y orgullosos rasgos fisionómicos de los pobladores, las ruinas, los museos, los yacimientos arqueológicos, pequeñas pero significativas perlas de un inmenso tesoro cultural, todavía esparcido entre los cerros y los ríos, esperando ser descubiertas. A veinte kilómetros de Belén, en las cercanías del pueblo de Londres, voy a visitar las ruinas de Shincal de Quimivil, capital de una provincia incaica entre 1470 y 1536.

Londres es el pueblo más antiguo de Catamarca, y el segundo del país. El capitán español Juan Pérez de Surita lo fundó en el año 1558 a orillas del río Quimivil. Su nombre es un homenaje a la entonces reina de Inglaterra María Tudor, que en 1555 contrajo matrimonio con el infante Felipe II, devenido rey de España.

En este pueblo ardieron con particular intensidad las guerras calchaquíes que duraron medio siglo; Juan Calchaquí pudo comandarlas durante tres décadas y, las dos siguientes, una cada cacique, el legendario Chelemín y luego Pedro Bohórquez, el inca andaluz.

Londres tiene alrededor de tres mil habitantes. Al igual que pueblos como Fuerte Quemado o Hualfín, la ruta 40 es su avenida principal. Cruzado por el río Quimivil y rodeado del valle del mismo nombre, el pueblo está dividido en dos partes, cada una con su plaza y su iglesia: arriba del río, la Inmaculada Concepción; río abajo, la de San Juan Bautista. Al costado de la ruta las casas de adobe alternan con antiguas y sólidas casas de un acriollado estilo colonial, muchas de ellas de una gran belleza. El pequeño hospital, la escuela, las despensas, los perros y los talleres artesanales configuran el territorio urbano de un pueblo que se hace llamar ciudad. Hay en los alrededores paisajes tan diferentes que a uno le cuesta creer que confluyan en el mismo territorio. Hay aguas termales y regiones ideales para cabalgatas o caminatas: la Piedra Larga, Las Vallas, La cañada.

Camino por la ruta 40 saludando a estos londinenses criollos. Las motos, popular medio de transporte, van y vienen por la ruta; una señora me pide que le pedalee la suya porque no tiene fuerzas para arrancarla. Recuerdo que una pareja de mochileros de Pergamino me había comentado que, nada más poner un pie en Belén, a una señora a la que preguntaron una calle le pareció que se iban a cansar mucho a pie, por lo tanto les dejó la moto para que usen durante todo el día.

Cuando llego a la plaza de arriba me encuentro con un hospedaje llamado Las Cañas. Aplaudo pero no sale nadie. La puerta está abierta y entro para ver si doy con los propietarios. Salgo a un patio hermoso, es un amplio jardín de una casona estilo colonial. Hay parrillas y un viejo pozo de agua, jarrones, artesanía campestre, reposeras, grandes y pequeñas mesas distribuidas entre los árboles. Rojas puertas de madera conducen a lo que han de ser las habitaciones. Aprovecho la sombra de este jardín para descansar un poco hasta que voy a una despensa cercana para preguntar si vendrá alguien; el dueño estaba hablando con la encargada del hospedaje. Le digo que me interesa pasar la noche y, abriendo todas las puertas con la misma llave, me muestra las instalaciones. Detrás de una de estas rojas puertas de madera hay una habitación de cuatro camas; tiene un ante techo de caña de bambú y muebles antiguos de sólida madera. Me muestra una campestre cocina con heladera y parrilla a leña, repleta de utensilios ubicados en decorosos muebles. El baño también es muy amplio y tiene ducha con agua caliente. Me ofrece todo, la casona entera, nada más que por cincuenta pesos. Me entrega la llave y se despide pidiéndome que mañana se la deje en una maceta. Apenas puedo creer que por lo que cuesta un almuerzo en Buenos Aires vaya a pasar la noche en una casona antigua para mí solo.

Otra vez liberado de mi mochila, salgo hacia la carretera de tierra que conduce hacia las ruinas de Shincal. El sol está pegando fuerte y es un camino campestre de cinco kilómetros. Voy casi a la par de un tractor; a veces me pasa a mí y a veces lo paso a él. Cuando el calor de la tarde empieza a insolarme oigo el ruido salvador de un camión que se acerca lentamente. Le hago dedo y me hace señas de que suba. El camionero es un hombre mayor, vive en Londres, va a ver a unos amigos que viven cerca de las ruinas. Toma un camino alternativo que pasa por una pequeña escuela y la capilla San José; dos kilómetros más adelante llega a su destino y me deja en un sendero que retoma la ruta por la que venía, ya muy cerca de las ruinas, me señala un grupo de álamos al pie de la mismas para que no me desoriente.

Cuando llego a las ruinas de Shinkal tengo la sensación de haber vuelto al Cusco. La vieja ciudad inca está en una meseta que es un gran bosque rodeado de verdes cerros idénticos a los peruanos. Los incas que habitaron esta fortaleza han de haberse sentido en casa desde el primer momento, se podría decir que los cactus son los únicos mojones que indican la particularidad del noroeste argentino. Como en tantas ruinas del Incario que tuve la suerte de conocer, me pregunto si es la naturaleza la que hizo estas ciudades, o si las ciudades mismas, con las manos de sus hijos predilectos, fueron capaces de parir, desde la naturaleza, todavía más naturaleza, tal como lo hace la lluvia con las hierbas y las flores.

Las ruinas dan una perfecta idea de la plaza de armas, las terrazas, la residencia del jefe. Subiendo la empedrada escalera de una terraza, me paro en medio de un montículo ceremonial que me hace volar bien lejos por el tiempo; retrocedo cinco siglos e imagino a los pobladores de este valle, vislumbro la figura de un guerrero de espesos cabellos, fuma en una gran pipa de piedra cerca de una mujer que recoge con sus manos algún cuenco.

¿Cómo habrá sido el primer momento en el que los españoles llegaron a esta fortaleza? ¿Qué palabras o gestos, qué alianzas y negocios habrán improvisado estos pueblos antes de que ardan las batallas?

Yo no soy de los que piensan, con la binaria simpleza del blanco y negro, que los buenos y justos pueblos originarios, modelos de vida y sabiduría, se cruzaron con salvajes y crueles conquistadores que eran la expresión misma del demonio. No creo en la historia oficial de la civilización contra la barbarie, pero tampoco en aquella inversión políticamente correcta que atribuye el papel de buenos a los perdedores. Pienso que tanto los incas como los españoles eran pueblos guerreros, cada uno de ellos con sus buenas y malas gentes, con sus culturas cuyas nociones morales y creencias religiosas les justificaban o alentaban sus acciones. Tanto incas como españoles habían sido conquistadores de otros pueblos y, como nos diría Nietzsche: más allá de ser más malos o más buenos, los que vencen son, simplemente, los más fuertes, los que corren a la guerra con las armas y las tácticas mejores.

Me despido de las ruinas de Shincal y camino hasta una rotonda donde el colectivo Condor, que pasa dentro de dos horas, me aliviará el camino de regreso, si no es que pasa antes un camión.

En este momento advierto la presencia de un rancho de adobe que, en cuanto uno se acerca, descubre que se trata de una vivienda que es a la vez la obra de un artesano del barro. Está llena de irregulares ventanas de forma ovalada o rectangular que parecen los agujeros de un queso, solamente dos tienen forma de ventana pero están inclinadas hacia la izquierda, parecen significar la visión de un borracho o, más bien, la de alguien que empieza a alucinar luego de haber consumido el cebil o el San Pedro. Frente a la puerta, cubierta por un toallon tendido, un cartel escrito con diferentes colores ofrece diferentes servicios: comidas naturales, nueces, miel, pasas, arrope, panes, yuyos, artesanías y caminatas.

Nada más acercarme a esta casa soy recibido por una verdadera jauría de perros; los más grandes me trepan sus patas en el hombro y la espalda, mientras que media docena de cachorros se entretienen con mis sandalias. Entonces aparece, con su franca sonrisa entre medio de sus rastas, Marcelo.

Yo sé quién es este Marcelo que me está invitando a su artístico rancho. Ya en Buenos Aires me habían hablado de él unos amigos que pasaron por aquí hace unos años. Era imposible no dar con él en este viaje.

Marcelo es, ante todo, un idealista. Nació en Buenos Aires y la primera vez que voló bien lejos fue a los dieciocho años: con un amigo apenas un lustro mayor que él se fue a la India, no por hacer turismo sino porque quería encontrar a un verdadero gurú. El viaje fue un fracaso: en lugar de un gurú se dio de narices con un miserable y malicioso entrevero de cazadores de turistas y a su compañero le dio un exótico ataque de nervios que le obligó a regresar antes de dos semanas. Pocos años después, antes de cumplir 23 años, Marcelo descubrió, en un viaje al norte, que la verdadera maestra espiritual es la madre tierra, y sus sacerdotes los pueblos originarios. Después de todo, no había que ir tan lejos para encontrar al gurú. Decidió dejar la ciudad para siempre y, hace más de quince años, se estableció aquí, a orillas de las ruinas del Shincal, para vivir en armonía con la naturaleza.

Vive en una finca donde edificó su casa con barro. Tiene una huerta orgánica donde cultiva de todo. Ahora mismo, su mayor orgullo, entre los tomates y los zapallos, son altas plantas de maíz. Además de esta jauría de perros vive con dos burros a los que considera una bendición.

Nos sentamos en sala de estar de su vivienda rodeados de un sinfín de artesanías, libros, manojos de hierbas silvestres, canastas con algarroba, herramientas, panes integrales. Mastico algarroba y ojeo algunos títulos muy interesantes de su bilblioteca. Con una negra y pesada pava ceba el primer mate y me cuenta su proyecto. Se llama Campos Compartidos y consiste en dar con personas que se dispongan a, entre todos, adquirir algunas hectáreas para conformar una comunidad cuyo modelo de vida, sano y natural por filosofía, se base en los ideales más comunitarios de las culturas autóctonas que habitaron estas regiones.

No importa que Marcelo esté viviendo solo, en medio de un paisaje cuyo horizonte es apenas habitado por el vuelo del cóndor, sin recibir más compañía que la de algunos mochileros que pasan a visitar las ruinas para irse pronto. Uno lo oye y parece estar ya viendo esta comunidad de gente unida por su amor a la naturaleza, construyendo viviendas de barro, consumiendo los frutos de la huerta alrededor del fogón, aprendiendo mediante talleres de música africana, cerámica, telar, herboristería. Además de la casa de sus habitantes, quiere que sirva como un lugar donde las personas puedan venir a pasar un tiempo para curarse mediante una medicina natural que incluye en la dieta hondas cucharadas de paz y de amor por la naturaleza.

Marcelo ya vive en y según la filosofía de esta comunidad. Atravesando los pastizales de su finca me lleva a conocer la huerta, me presenta a sus dos burros, entrañables animales que casi corren a recibirnos. Marcelo les habla y los acaricia, vive entre sus animales como en medio de un templo, conoce de cada uno su peculiar lenguaje, sus expresiones, sus necesidades.

-Son muy expresivos –me cuenta de los burros-. Con ellos puedo hacer grandes excursiones de varios días por la región, les monto comida y abrigo.

Está prohibido irme de Shincal sin hacer alguna caminata con Marcelo, que es un recomendado baqueano de la zona. Pienso que es una pena no haber venido directamente a Shincal, para armar mi carpa en el terreno de su finca, siempre a disposición de los que quieran quedarse. Viajar es así: hoy duermo solo en una casona colonial de Londres, mañana será en un rancho de adobe en Shincal, de modo que quedo en volver al otro día para hacer con Marcelo alguna excursión por los alrededores.

Vuelvo a Londres al anochecer. Antes de entrar a dormir en la casona donde pasaré la noche doy una vuelta por el pueblo. Entre las dos plazas, una cuadra de tierra hacia adentro al costado de la ruta, observo una multitud de personas agrupadas. Debido a la oscuridad apenas distingo la forma de este grupo desde la ruta, la única luz de un poste municipal es la antorcha que me guía hacia esta ceremonia que ha de contener a todos los vecinos de la zona.

Cuando llego a ellos oigo que, todos a la par y en muy bajo tono, cantan canciones religiosas cuyas letras evocan las palabras de Cristo: perdonar para ser perdonados y amarse los unos a los otros.

En esta oscuridad no debieron haber percibido la llegada de un forastero. Mientras observo esta ceremonia religiosa que, en esta esquina de barro, rodeado de casas de adobe, me da la sensación de ocurrir en un momento eterno, abstraído del tiempo, experimento una confusión de sentimientos que juzgo concomitante a la confusión de culturas contrapuestas, algo propio de toda la humanidad pero que, con particular intensidad, se manifiesta en los pueblos de la América Latina. Le había preguntado a Marcelo, cuyo dios es el de los pueblos originarios, cómo llevan este pasado los verdaderos descendientes de las culturas autóctonas. Me cuenta que, entre ellos, el catolicismo ha hecho estragos tan profundos, predicando tantos siglos en contra de sus culturas originarias, considerándolas bárbaras y salvajes, que hoy día los paisanos de Londres, con sus rasgos indígenas, utilizan vocativos como “coya” o “indio” para insultarse entre ellos, en tanto que la devoción cristiana, con algún inevitable sincretismo, es la principal creencia de estos pobladores.

¿Qué pensar ante un grupo de herederos de las culturas indígenas cuando, en una profunda y conmovedora devoción, entonan canciones propias de una religión que devastó los pueblos de sus antepasados, y se trata de versos que hablan de perdonar y amarse los unos a los otros?

En principio, pienso que tanto el mensaje como la figura de Cristo encierran una profunda y extraordinaria filosofía que, con sensatez y justicia, hay que saber abstraer de las conquistas perpetradas por la institución religiosa que oficializó su nombre. Sin embargo voy más allá de eso y pienso de estos sentimientos confusos que no son más que un síntoma de quien observa la humanidad, este entreverado devenir de pueblos encontrándose y desencontrándose de manera feliz o desgraciada, este viaje ancestral que va dejando sobre la Tierra las huellas de un derrotero confuso, haciendo del trance entre la naturaleza y la cultura una historia que, sin saber de dónde viene ni hacia dónde va, apenas coincide en el valor de la vida misma con la fuerza imperativa de vivirla.

Amanezco con las primeras luces de este hermoso día de domingo. Ni siquiera desayuno, casi corro hasta Shincal para llegar a la casa de Marcelo. Desayuno algunos trozos de pan integral que hace todos los días. Para los alimentos que prepara ni siquiera utiliza azúcar refinada, se sirve de edulcurantes naturales y me cuenta que no consume nada que sea artificioso.

Recogemos de la huerta algunos tomates para el camino. Marcelo recoge una pequeña fruta llamada pocote para que la pruebe. Antes de llegar al río, atravesamos espinosos pastizales hasta dar con un antiquísimo mortero de la era agro-alfarera, entre siete mil y ocho mil años han de tener esta piedra en donde han hecho unos perfectos hoyos para moler. Marcelo me señala tres de ellos y comenta que es posible que representen la constelación de las Tres Marías, quizá todo el conjunto esté en armonía con el cosmos, tal como lo estaban aquellas pretéritas culturas.

-¿Siguen apareciendo restos arqueológicos? –le pregunto.

-Por acá hacés un par de pozos y sacás una vasija. Sin siquiera cavar, yo encuentro pedacitos de cerámica por todos lados. Una vez encontré, cavando, una ofrenda de ollas.

Cuando me cuenta esto los ojos se le iluminan.

-Es impresionante el decoro, el cuidado, el amor con la que estaban depositadas. Para esta gente cada partícula del universo era materia sagrada.

-Cuando pienso en estas culturas considero que, para ellos, Dios es la naturaleza, la tierra misma, para ellos cada una de las estrellas era una iglesia y cada cerro un templo.

Los museos arqueológicos que visité en esta región no están muy bien provistos de objetos. Así como en París y en Turín hay más material del antiguo Egipto que en El Cairo, el museo de La Plata, capital de Buenos Aires, tiene más restos de estas culturas que toda Catamarca.

Luego de ver uno de lo morteros, porque me asegura que hay muchos, empezamos una larga caminata. Seis de sus perros, muy contentos de la excursión, nos siguen por complicados senderos de piedra. Todavía se divisa uno de los cerros más llamativos de los que preceden las ruinas incas, un hermano menor del Huayna Picchu en las lejanías del Tahuantinsuyu.

-Ese cerro tiene una energía especial –me comenta Marcelo señalándolo-. Cuando vienen los cóndores lo eligen para sobrevolarlo en círculos.

Es una de las últimas palabras que se pronuncian. Cruzamos al otro lado del río Quimivil, con el agua casi hasta la cintura, y empezamos a seguir su orilla adentrándonos en las serranías.

Los perros nos siguen durante un sendero alrededor de un paisaje paradisíaco. Marcelo va recogiendo hiervas: la cola de caballo, la poleo, la muña muña.

A veces voy por las piedras y a veces por el río. Veo una tarántula, a veces me quema el sol y a veces me refresco en la sombra, pocas veces me siento en alguna piedra para descansar un minuto. Los perros se trepan por todos lados con mucha agilidad, a veces alguno de ellos caza una pequeña laucha. En más de un tramo en donde el río crece Marcelo aprovecha para sumergirse, los perros nadan entre los peces.

La sorpresa del paseo es una quebrada cerrada por los cerros de la que cae una cascada desde quince metros de altura. Es una perla de la región, de difícil acceso, ni siquiera tiene nombre y pocos son los turistas que hayan podido disfrutarla. Caminamos tres horas hasta llegar a ella. Al pie de la misma hay una piedra que sirve de asiento para darse la ducha más refrescante que uno pueda imaginarse. Ahí nos quedamos, sin palabras, rodeados de los perros, comiendo algunos tomates y bebiendo agua fresca de la vertiente. No hace falta nada más, ni siquiera las palabras. Uno podría quedarse aquí toda la tarde, pasar la noche, quedarse otro día, pasar una semana.

Durante dos horas la única palabra necesaria la pronuncia Marcelo:

-Mirá –me dice, señalando hacia un punto del paisaje. Es para que vea un cóndor.

5 comentarios:

  1. Gracias a tu relato, excelente por cierto, conocí la existencia de Don Pedro Bohórquez (Chamijo de nacimiento, pero Bohórquez por adopción para evitar la persecución de sus compatriotas). No tenía idea que hubiera existido semejante personaje en aquellas difíciles épocas. Voy a tratar de conseguir El Falso Inca, de R. Payrós para interiorizarme más de sus andanzas por estas latitudes.
    Según la fuente que consulté (no sé si confiable 100%, Wikipedia), ahí en Londres (en ese entonces llamada Pomán) tuvo una reunión con el Gobernador del Tucumán, Alonso Mercado y Villacorta, a la que llegó en litera de oro y vistiendo el Llantu, vestimenta reservada al Inca. Que loco, que poder de persuasión, haber convencido a esos pueblos de su condición de heredero Inca, sin siquiera saber hablar ninguna de las lenguas de sus súbditos.
    Saludos, Miguel

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  2. El tal Don Pedro Bohórquez, (a) El Inca Andaluz, vaya personaje. Según el relato de Payrós en su novela histórica (ó historia novelada?), nacido para embaucar. A indios, españoles, amigos, enemigos, solo fiel a si mismo y a su codicia.
    Claro que a los que supuestamente embaucaba, también los cegaba la codicia (caso de Mercado y Villacorta, al principio de la relación), o el interés de encontrar un líder (aunque supieran que no era ni descendiente del Inca, ni sincero con su verdadero objetivo) que aglutinara todas esas gentes de distintas naciones originarias, calchaquies, diaguitas, quilmes y no sé que más.
    Traicionó, con tal de salvar el pellejo, tanto a sus súbditos indios, como a sus compatriotas españoles. La única que lo siguió fielmente hasta sus últimos minutos fue Carmen, una gran mujer, mestiza y sabia en los consejos que le daba. Su fin fue triplemente trágico (garrote, horca y decapitamiento con exhibición de su cabeza en una pica). Que tiempos aquellos, mamita!!
    Un abrazo, Miguel

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  3. Ah mirá, bastante canallín, con la información que sacas en viaje no se profundiza mucho, ya le haré retoques a las crónicas...

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  4. Lo mejor ...catamarca y su gente...la desccripcion maravillosa...

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  5. Hola Alejandro. ..me hiciste volver al Shincal y con ganas de quedarme unos dias en su finca.Lo conocí en 2015 antes de ir a las ruinas y cuando salí a la tarde iba a pasar por su casa. Pero golpie varias veces las manos y no salió nadie...Se m hizo de noche y m volví a Belén,asiq está experiencia esta pendiente por ahora! Gracias

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