domingo, 11 de marzo de 2012

La Quebrada de las Conchas y el placer de quedarse varado

El verdadero peligro de viajar a dedo es que, si no pasan muchos autos, uno se puede quedar varado. Ahora bien, en la Quebrada de las Conchas, la de Cafayate sobre la ruta 68, ya no hay peligro alguno, porque quedarse varado es una bendición. Ha de haber pocos caminos de ruta con un paisaje tan impresionante.

La quebrada es un valle de formaciones rocosas de las eras mesozoicas y paleozoicas, pero lo notable de ellas es que la erosión ha sido el mejor de los escultores: un sapo, un fraile, un monje, un obelisco, ventanas, castillos y hasta un anfiteatro. Estas obras de arte de la naturaleza, si se me permite la personificación, son una verdadera maravilla. Desde la visita a Cusco que no disfrutaba de un paisaje tan cautivante.

Nada más salir de Alemanía me planto sobre la tierra rojiza al lado del cartel que anuncia los 83 kilómetros que me separan de Cafayate. Luego de dos autos que pasan de largo se detiene un gold rojo conducido por dos ingleses. Pese a tener el asiento trasero cargado de equipaje, hacen un esfuerzo por hacernos lugar a mi mochila y a mí. Ella es profesora y, como le digo que yo también, me pregunta por qué están de paro los docentes. Por el salario mínimo, le informo; si no fuera así podríamos dejar de hacer dedo. Es un chiste, se comprende, ya que estoy haciendo dedo por el mero gusto de hacerlo, ¿cómo puede compararse esta alegría de ir conociendo gente, subiendo y bajando donde uno quiere sin gastar dinero, con el servicio de la empresa Flecha Bus que pasa cada tres horas?

Bajo en la eminente Garganta del Diablo y, a partir de ahí, me dedico a ir de escultura en escultura, a veces caminando, haciendo dedo nuevamente cuando la distancia es muy larga. Desde el Anfiteatro hasta el Sapo me lleva una camioneta; me acomodo entre unas cajas de fruta, las clásicas de madera, y disfruto el paisaje como un duque, con el único inconveniente de clavarme un par de astillas en un codo.

En el sapo, que es realmente un enorme sapo que podría saltar en cualquier momento hacia el río para refrescarse, me quedo varado más de una hora. Empiezo a caminar pensando que, con ese paisaje, no tendría problema en ir a pie, aunque tarde todo el día, los treinta kilómetros que me quedan. Desde las ventanas de algunas camionetas que llevan turistas de excursión se me clavan algunas miradas asombradas, ¿qué hace ese delirante, caminando con todo su equipaje, por esta ruta de cornisa, a cuarenta kilómetros el pueblo más cercano? ¿Qué hago? Pasármela bien, desde luego.

Casi me pongo triste cuando se detiene un jujeño de la puna en una camioneta de trabajo; hace veinte años que trabaja en la señalización y otro tipo de asistencias en la ruta 68, ¡veinte años!

-Imagino que todavía no se cansa de este paisaje.

-Nunca –se apura a responder-, nunca, y no me voy a cansar ni en otros veinte años.

Cuando llego a Cafayate es de noche. Las luces de la imponente Iglesia Catedral Nuestra señora del Rosario están encendidas. Tan cansado estoy de la jornada que, sin fuerzas ni para armar la carpa, paso la noche en un hostel llamado El almacén. Duermo en la cama de arriba de una habitación compartida con un par de parejas francesas y un hombre hermético que no habla y nadie sabe de dónde es.

No puedo pasar de largo por Cafayate, al otro día armo carpa en un camping llamado luz y fuerza, al costado de la ruta 40. Visito las cascadas del Río Colorado, subo hasta la primera con un guía muy singular. Se llama Pedro, tiene doce años, y podría dar cátedra en cualquier universidad, sobre todo en la asignatura de la Vida. Con el agua por la rodilla, subiendo complicadas cuestas de piedra, me va contando de los yuyos que le lleva a su abuela, de las plantas venenosas, de los pumas que frecuentan la región, de la historia de los originarios diaguitas y de las grandes luchas que su comunidad tiene que librar, a veces enfrentándose contra la policía, para que los intereses privados, tanto nacionales como extranjeros, no conviertan el paisaje mismo en un casino de la banca internacional.

Bajo caminado los cinco kilómetros de tierra que, entre prolijos viñedos, me dejan, otra vez, en ese centro urbano atiborrado de ferias artesanales, locales turísticos y restaurantes. El dinero que me ahorré de taxi lo destino, para consolarme del estado deplorable en el que me hallo, en cenar un buen locro con quesadilla y miel de postre.

Cafayate tiene mucho que hacer, pero después de la quebrada ya no preciso más nada para despedirme de Salta. Mañana por la mañana visitaré alguna bodega, pero al mediodía, con destino a Catamarca, tengo mi primera cita con la ruta 40.

1 comentario:

  1. En Cafayate existe una de las pocas, si no la única, heladería que tiene entre sus gustos, el de Vino. Cuando estuve por allí, le saqué una foto al cartelito porque no podía creerlo. Despues de todo la uva es una fruta más...

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