A partir de Santa María, más allá de los poblados de San José y Casa de Piedra, la ruta 40 se extiende hacia el sur atravesando una llanura desolada. Los cerros se ven, lejanos, en el horizonte, aparece un árbol cada cuarto de hora, hay muchos tramos de tierra y, además, algunos de los pocos ríos que no están del todo secos cruzan la ruta con sus crecidas, forman un pequeño lago rojizo en medio del camino y un cartel indica que, en caso de creciente, se transita bajo propio riesgo. No he visto, en tramos de cuarenta kilómetros, ni una estación de servicio, tampoco un teléfono. Sí veo, a la altura del Desmonte, una camioneta con una rueda completamente hundida en uno de estos cruces pantanosos; cuatro o cinco personas empujan mientras un chico saca tierra mojada con una pala alrededor de la rueda. Desde la ruta a Uyuni, en Bolivia, que no veía esta escena tan típica de caminos por los que se transita bajo propio riesgo, lo cual es lógico, pues no será el intendente el que se embarre hasta la rodilla.
En Punta de Balastro hay que detenerse hasta que a un caballo, muy orondo en medio del camino, se le da la gana hacerse a un lado para que pasemos.
En medio de estas regiones desoladas, el pueblo de Hualfín emerge ante los ojos del viajero como un verdoso oasis rodeado de llamativos cerros y viñedos.
Hay un dilema que me atormentó en otros pueblos, pero que en Hualfín se manifiesta con unas dimensiones considerables.
Uno llega a un pueblo postergado, esquivado por el turismo, casi ignorado por las guías de viaje y, una vez que lo conoce, descubre que tiene todo lo necesario para convertirse en un punto de visita clásico e inevitable, si se movieran los engranajes necesarios para que esto suceda. Entonces vienen las preguntas: ¿esto es una suerte o una desgracia? ¿Es una torpeza de las autoridades o una decisión de los pobladores? ¿Será que el pueblo, para visitarlo, tiene más encanto así como está, y si se desarrollase su potencial turístico terminaría echándose a perder? ¿Qué le conviene más a los pobladores para su nivel de vida? En pocas palabras, ¿es mejor que sea así, o es peor?
Soy el único que baja en este pueblo de paso. Vengo en el micro de la empresa Parra, único servicio desde Santa María a Belén, que sale una sola vez al día: esta vez no tuve la paciencia suficiente para hacer dedo en una región sin sombra por la que pasa un vehículo cada hora. Cuando pido bajar en Hualfín el chofer hace a su acompañante unos gestos que traduzco así: “este tarado va a bajar en este pueblo pensando que es turístico”. A mi vez, la didascalia en modo pensamiento que emerge de mi cabeza en esta historieta provinciana tiene el siguiente texto: “este tarado piensa que ignoro que este pueblo no es turístico, y es tan tarado como para ser incapaz de sospechar que bajo justamente por eso”.
La plaza principal de Hualfín tiene la elementalidad de todas las ideas geniales: es un pequeño cerro mirador. Hay dos o tres bancos en base, pero la verdadera plaza está arriba, subiendo por un muy bien montado sendero de escalones que rodea el cerrillo. En la cima, que es una sólida terraza blanca, se eleva un monumento a la Virgen del Valle, que se verá desde todos los puntos del pueblo que, a la vez, se ven desde este mirador. Desventaja: no creo que a la viejecita placera le haga gracia subir escalones.
Dejo la mochila abajo, por supuesto, sin pensar en la posibilidad de que alguien se la lleve, y subo a este mirador, a este cerro convertido en plaza, para admirar el magnífico paisaje de Hualfín, rodeado de imponentes cerros coloridos, muy típicos de Catamarca, pero que aquí se complementan por terrenos muy fértiles, bosques de altos árboles frutales, cultivos de la vid y de pimiento. Distingo pocas casas, todas muy dispersas; no hay, por modesto que sea, ningún tipo de aglomerado urbano que no sería raro en un pueblo que, según los últimos datos, cuenta con más de mil habitantes.
Aledaño a este cerro se posa, majestuosamente, la única celebridad de Hualfín: la Iglesia Nuestra Señora del Rosario. Doña María Medina de Montalvo, poderosa propietaria de una estancia en la que se formó la población de Hualfín, hizo traer desde Chile adobe y madera de algarrobo para construir esta iglesia en el año 1770. Es la segunda más antigua de Catamarca, sin duda una de las más bellas. Ahora mismo no cumple ningún servicio religioso, es un museo para que visiten los que están de paso hacia Belén o Santa María y, movidos por la curiosidad, se les ocurra bajar un cuarto de hora de sus autos. Esto me cuenta la primera pobladora con la que hablo, una chica que prendió la luz de la Iglesia para que pueda verla. Al lado de la Iglesia está el museo José Saravia, con piezas arqueológicas de las culturas que habitaron esta región: Condorhuasi, Ciénaga, Aguada y el asentamiento de Belén. También sirve de información turística. En el umbral de esta pequeña sala hay dos chicas dormitando. Tengo que aplaudir para que despierten y noten, con asombro, la llegada de un visitante, para colmo en marzo.
-Hola, disculpen que las haya despertado… ¿No vienen muchos turistas en marzo, no? –hago esta pregunta estúpida justamente porque ya noté que el centro urbano está completamente muerto.
-Nadie –responde-. Usted es el único.
-Leí por internet que hay un camping municipal, ¿queda lejos?
-No hay ningún camping, solo algunas aguas termales donde se puede acampar, por ejemplo las Termas de la Quebrada o Los nacimientos, a unos diez quilómetros.
Sabía que existían estas aguas termales en las inmediaciones, lo leí en una guía que advierte el difícil acceso a las mismas y la casi nula infraestructura.
-Ah… No sé dónde podría pasar la noche, porque también leí por internet que este pueblo no tiene ningún tipo de hospedaje.
Se asombran de que tenga la idea de pasar la noche. Daban por hecho que seguiría camino haciendo dedo o de alguna otra manera.
-Hay dos lugares donde alojarse, la Hostería Municipal Juan Chelemín, o una económica que está a un kilómetro, la Alta Huasi.
Me gusta oír el nombre Chelemín. Se trata del gran cacique que, en 1630, organizó un célebre alzamiento calchaquí integrando tribus desde Salta hasta San Juan. Lo descuartizaron dos años después en Shincal, pero la llama de su rebelión siguió ardiendo entre las tribus durante varias décadas. Nunca deja de ser notable que las municipalidades rindan homenaje a los personajes que, cuando vivían, se encargaban de descuartizarlos. Los indios y los gauchos, primero perseguidos y luego ensalzados en postales, siempre han sido carne de cañón para la construcción de esta patria, y sobre todo los esclavos africanos, a los que todavía no les toca este merecido reconocimiento.
Pasaría la noche en la Posada Chelemín, pero no está a la altura de mi bolsillo, y el mismo Chelemín quisiera prenderla fuego si la viera.
De las dos chicas con las que hablo, una decide volver a recostarse para seguir durmiendo. La otra me repite que hay, un kilómetro más abajo en la ruta 40, una hostería que funciona hace cinco años. De parador para los buses se convirtió en el hospedaje Alta Huasi, y además de la posada Chelemín es el único servicio de alojamiento que hay en Hualfín. Le comento que, en internet, incluso la guía turística oficial de la Nación desconoce de Hualfin hasta los datos más elementales. No tienen ni idea de lo que pasa en este pueblo, ya que hace cinco años que tiene una hostelería Alta Huasi y todavía no se enteraron, además de que aseguran la existencia de un camping.
-¿Qué puedo ver por acá, además de pasear por el pueblo?
-La Bodega Hualfín, que se la recomiendo, y nuestro Pucará. Hay tres yacimientos arqueológicos entre los cerros que nos rodean.
Vuelvo a cargarme la mochila y camino por la ruta 40 hacia Alta Huasi. Paso por la posada Chelemín, que no tiene signos de vida. Toco el timbre y, con cara de siesta interrumpida, me atiende un hombre que me recomienda parar en Alta Huasi, porque es más barato. Pienso que la posada está cerrada, que este hombre, un cuidador, es el único que hay en ella, y sería molesto activar los servicios, quiero decir el mero hecho de prender la luz, llamar a una mucama o habilitar la cocina para un solo huésped.
Sigo camino por una curva de la ruta. Veo dos o tres casas de adobe, en una de ellas hay un niño muy contento bañándose adentro de un barril. Me cruzo con otro habitante de Hualfín al que le pregunto si falta mucho para el hospedaje Alta Huasi y, de paso, por donde anda el Pucará. El tipo se pone nervioso, empieza a tartamudear un poco, se nota que quiere cumplir a la perfección su papel de paisano amable, útil, servicial, que satisface todas las necesidades del forastero, pero la aparición del tal es tan repentina e inesperada, lo toma tan por asalto, que queriendo decirme todo termina con nada. Voy más a lo concreto con un comentario:
-¿Acá cerca queda la famosa mina Bajo La Alumbrera no?
Este tema lo estabiliza.
-Sí, a pocos kilómetros, y también la Farallón Negro…
En los últimos meses el clásico conflicto minero estalló con mucha intensidad en Catamarca. Particularmente en esta zona de la ruta 40 hubo varios cortes para impedir que los camiones de Bajo la Alumbrera puedan pasar con los suministros. Hubo mucha represión, muchos heridos, un tema de portada. Se me ocurre una pregunta grandiosamente estúpida:
-¿Se puede visitar esa mina?
-No, es privado todo eso, y ahora no creo que dejen que…
-…que alguien vaya, con la excusa de visitarlos, para ponerles una bomba y que en lugar de los cerros vuelen ellos…
El hombre se ríe, ahora habla tranquilo. Le comento que me parece una lástima que en una zona de tanto potencial turístico las autoridades, con el argumento de un supuesto desarrollo, solamente activen la minería a cielo abierto, a cargo de empresas extranjeras que, recaudando millones de dólares cada año, dejen el saldo de un medio ambiente contaminado y unos pueblos que, me atrevo a pronosticar, quedarían, luego de un siglo de minería, igual de pobres que antes, pero con la salud más deteriorada.
No hay nadie alojado en el Hospedaje Alta Huasi. Me atiende una señora muy amable con las manos manchadas de harina. Cuando le digo que quiero pasar la noche empieza a prender luces y correr sillas que bloquean el paso. Hay un complejo de habitaciones, tanto privadas como compartidas, en medio de una sala de estar. Esta todo muy limpio y confortable. Todo esto es para mí, puedo dormir en la habitación que se me de la gana, el hospedaje entero es mío al precio de sesenta pesos.
Intento sacar información sobre el pueblo hablando con esta señora. Le pregunto sobre la casona que había sido habitada por Felipe Leguizamón y doña Gualberta del Llano, poderosos propietarios del siglo pasado, estancia en la que se había alojado Lavalle en 1841. Me dice que todo esto está desaparecido.
Al fin liberado de mi carga vuelvo hacia la plaza principal de la iglesia. Hay algunas casas muy bonitas pintadas de distintos colores. Una de ellas, muy pequeña, chalecito de ladrillos rojos con una puerta y una ventana es, como indica un cartel, el “mini-hospital de Hualfín”. Hay una camioneta convertida en ambulancia, con una pequeña caja en la que a cualquier herido se le terminarían de romper los huesos. También está la despensa Rosita, una biblioteca y una desapercibida municipalidad.
Un cartel de la sí promocionada ruta del vino indica la Bodega Hualfín a un kilómetro. Voy en esa dirección y, luego de pasar por una escultura hecha con muy buen gusto que representa una gran copa de vino llena de uvas, me encuentro con que la calle desaparece; fuera ya de zona urbana, estoy en un gran terreno por el que tengo que cruzar un río de agua embarrada que me llega hasta la rodilla. No hay más remedio que descalzarse y arriesgarse a que la corriente no sea lo suficientemente intensa como para provocar un resbalo fatal. Observan mi hazaña un grupo caballos.
Pasado el río empieza un barrio en donde algunos ancianos, con su infaltable sombrero, ven morir el día en la vereda. Algunos adolescentes van y vienen conduciendo motos, el medio de transporte típico de la región, además de las camionetas. Paso por una despensa que vende latas de conserva, jabones y zapatillas. Luego de pasar por una encantadora iglesia de piedra llego a la Plaza del Encuentro. Es una enorme plaza, muy hermosa, que tiene en el centro un monumento en honor a las culturas originarias; hay tres figuras indígenas entre dos grandes jarrones rojos. Una placa informa que fue construida en noviembre del año pasado por el intendente Alfredo Felipe Romero, con el fin de “que sirva de esparcimiento y descanso para toda la comunidad”.
No me encuentro con nadie en esta Plaza del Encuentro, el silencio y la soledad de este pueblo son absolutos, es un encuentro conmigo mismo. Alrededor de la plaza veo que, entre los viñedos, hay algunos bosques que tienen senderos trazados para recorrerlos. Doy con la bodega de casualidad, yendo y viniendo por las callecitas de tierra de un barrio de adobe, con algunos niños jugando a la pelota y abuelitas sentadas detrás de las puertas. Anuncia la Bodega Hualfín un cartel imponente, pero parece estar cerrada, no veo signos de vida por ningún lado. Leo en el folleto que me dieron en el museo de la iglesia que se trata de un emprendimiento municipal; cuenta con una superficie de cien hectáreas de vid, está equipada con tecnología de punta en acero inoxidable, y su maquinaria de molienda permite elaborar 250.00 kgm. de uvas Malbec y Torrontés, albergando en la cava de crianza 200 barricas. No está nada mal para un pueblo que tiene un hospital más modesto que la despensa Rosita donde, ya de vuelta hacia mi hospedaje, compro una lata de sardinas y otra de choclo cremoso, porque no veo en el pueblo ningún sitio donde pueda sentarme a comer, ni siquiera en el hospedaje que, poco antes del anochecer, encuentro completamente vacío, sin la señora que lo cuida o administra, con la puerta abierta para mí solo y un silencio tan absoluto que, de una sola tirada, duermo desde las diez de la noche hasta que me despierta un gallo a las siete.
Amanezco en Hualfín el catorce de marzo de este año 2012. Sigo siendo el único del hospedaje. Si no les hubiera pagado ayer, tendría que dejarles el dinero sobre la mesa. Pienso visitar el Pucará, uno de los tres yacimientos arqueológicos, antes de hacer dedo hacia Belén.
El acceso al Pucará Pozo Verde es sobre la ruta 40, entre el hospedaje Alta Huasi y la Hostería Chelemín, detrás de un abandonado estadio de fútbol con las tribunas a medio construir. Es un paseo formidable, y su escasa infraestructura turística lo hace más encantador todavía. Sobre un terreno rojizo lleno de cactus, hay algunas chozas indígenas de piedra. La cantidad y variedad de piedras que hay es lo primero que llama la atención. Se ven, por ejemplo, algunas piedras bola, que los hualfines utilizaban para atacar a sus enemigos. Granitos gruesos y medianos, rocas sedimentarias de edad terciaria, areniscas, arcillitas rojas. Es un sitio de una relevancia histórica y cultural impresionante, pero la falta de apoyo e inversión para las investigaciones dejaron todo en un romántico estado de abandono, a veces indefenso ante los saqueos de los ocasionales visitantes. El Pucará me lleva a la escalada de un cerro que alterna el naranja y el rojo, hay un camino que debo transitar con un cause de agua colorada que me llega a las rodillas. Es una vista tan hermosa que uno piensa quedarse en este sitio hasta que se haga de noche. A medida que avanzo hay pequeñas cascadas y el terreno se vuelve cada vez más rústico e inhóspito.
Este sitio me está gustando tanto o más que las cascadas del Río Colorado de Cafayate, con la diferencia, en este caso el encanto, de estar del todo desprovisto de infraestructura turística. La única desventaja, ante la inexistencia de guías o folletos, es la cantidad de información que uno se pierde sobre las características del sitio. Hay por aquí y por allá unos cuantos carteles de chapa con información, pero son tan antiguos que el óxido los ha corroído al punto de que es imposible leer más de dos palabras seguidas.
Cuando salgo de este sitio impresionante, una de las joyas más discretas de nuestro tesoro nacional, el cansancio no me impide ir en busca de otro de los yacimientos arqueológicos. La señora del hospedaje, que tenía una colección de piedras que se había traído del Pozo Verde para su jardín, me dijo que el otro sitio estaba muy cerca de este. Tengo que esperar media hora hasta que pase alguien para preguntar. Finalmente pasa un hombre que lleva un par de machetes y una pala. Le pregunto sobre el otro Pucará y, sin palabras, me señala con el dedo un cerro.
El segundo sitio que visito carece de todo cartel indicativo. Se trata de la cima de uno de los cerros de la región, no hubiera sabido cuál si no me lo señalaba un paisano. Para acceder al sendero que lo escala tuve que pasar por el patio de un rancho, casi invadiendo la intimidad familiar de un hombre que, rodeado de sus hijos, encendía el fuego en un horno de barro.
La escalada de este cerro me hostiga con plantas espinosas que obstaculizan un paso más rústico que el que suelen tener los cerros trabajados para ser visitados. Más de una vez estoy a punto de caerme. Una vez en la cima, rodeado de restos indígenas cuya historia no puedo conocer, disfruto la grandiosidad del paisaje y el dilema vuelve a dar vueltas por mi cabeza: ¿es mejor o peor que un sitio como este carezca de infraestructura turística? Esta pregunta, desde luego, la planteo siempre de una manera objetiva, considerando si esto conviene o no a los pobladores, a la inversión en las investigaciones, al desarrollo general de la región. Si fuera por mi parte, el dilema no existiría: estar aquí arriba, solo, rodeado de verdaderas ruinas, disfrutando el bellísimo paisaje de un pueblo poco conocido, me siento el viajero más afortunado del noroeste argentino, y el único problema de todo esto es pensar en que debo seguir camino.
Estoy convencido que es muchísimo mejor así como está, con ausencia de infraestructura turística, que si la invaden las Traffics, camionetas, ponjas armados hasta los dientes de cámaras fotográficas y filmadoras de todo tipo y toda una horda de señores y señoras que, de todas maneras, apreciarían muy poco de toda esa belleza. Ni que hablar que toda esa movida no les mejoraría un ápice su calidad de vida a los habitantes autóctonos de cada uno de esos lugares y, por el contrario, podría hasta contaminarlos con todas las mañas, bajezas y miserabilidades a las que somos tan afectos nosotros, la gente de "ciudad". Es mi humilde opinión.
ResponderEliminarMuy buen post! Disfruté leyendolo, muchas gracias!
ResponderEliminarHace mucho que escribiste tu reseña viajera, si vos encontraste ese Hualfin en el 2012, te imaginas como era en el 2000, mi tesis para recibirme de Tecnica en Turismo la hice alli, con una amiga pata de perro como yo cruzamos esos cerros mochila al hombro,relevamos las Termas de la Quebrada de Hualfin, la de Los Nacimientos,las Aguas de la Colpa, la Quebrada de Pozo Verde,creo que fuimos de las primeras que,acompañadas por el Lic.Dario Iturriza y la Lic.Maria Eugenia Turus recorrimos el sitio de Pozo Verde. Y tuvimos el "lujo" de que nos invitaran un asado en la casona de los Saravia-Leguizamon. Tengo en mi mente la postal que era el antiguo ingreso a Hualfin, su larga calle de tierra bordeada de viñas. Gracias por compartir tu experiencia turistica. Saludos cordiales
ResponderEliminarHace mucho que escribiste tu reseña viajera, si vos encontraste ese Hualfin en el 2012, te imaginas como era en el 2000, mi tesis para recibirme de Tecnica en Turismo la hice alli, con una amiga pata de perro como yo cruzamos esos cerros mochila al hombro,relevamos las Termas de la Quebrada de Hualfin, la de Los Nacimientos,las Aguas de la Colpa, la Quebrada de Pozo Verde,creo que fuimos de las primeras que,acompañadas por el Lic.Dario Iturriza y la Lic.Maria Eugenia Turus recorrimos el sitio de Pozo Verde. Y tuvimos el "lujo" de que nos invitaran un asado en la casona de los Saravia-Leguizamon. Tengo en mi mente la postal que era el antiguo ingreso a Hualfin, su larga calle de tierra bordeada de viñas. Gracias por compartir tu experiencia turistica. Saludos cordiales
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