Si se lo mira desde el sur del país, Fuerte Quemado es, ya en la frontera con Tucumán, el último pueblo de Catamarca. Es bastante difícil verlo en un mapa, tendría que ser uno muy detallado. Los alrededor de trescientos habitantes de Fuerte Quemado viven en un pueblo desconocido para la gran mayoría de los argentinos.
Su calle principal es la ruta 40 que, en esa región, es una calle de tierra por la que casi no pasa ningún vehículo. Apenas se ve un camión con una bomba de agua que, yendo y viniendo, se encarga de regar la ruta durante toda la tarde. Los autos que, bajando por la ruta 40, van desde Salta hacia Catamarca, no pasan por Fuerte Quemado: mediante un rodeo por la 307 pasan por Amaicha del Valle, de Tucumán, y bajan por la 337 hasta Santa María, es un semicírculo que esquiva el pueblo. Esto es, de hecho, lo que me pasó cuando venía desde Salta: la camioneta que me levantó tomó el desvío y, los tucumanos que me llevaban, habitantes de una provincia que limita con este pueblo, ignoraban que existía. Hasta la desolada ruta 40 se encarga de esquivarlo. Si no fuera así, la gente de Fuerte Quemado podría, al menos, distraerse viendo pasar a los coches, pero ni siquiera eso.
Viajo a Fuerte Quemado desde Santa María. Un colectivo de la empresa Parra hace este trayecto de quince kilómetros que separan ambos pueblos. Me subo al colectivo en la calle Vicente Saadi, la que cruza el río. Avanzo por la ruta provincial 39 hacia las Mojarras, un pueblo al pie de los cerros, ideal para treparse por ellos. Luego de media hora empiezo a ver, a ambos lados del camino de tierra, algunas casas de adobe. Un poco más adelante una escuela, la 242, un edificio sólido y lindo, está mucho mejor que cualquier colagio de los que di clases en el conurbano de Buenos Aires. No veo ninguna plaza ni Iglesia, tampoco gente. Esto dura menos de un cuarto de hora hasta que vuelvo a ver campo abierto y llano, entonces el colectivo se detiene para doblar con la intención de volver por donde venía. Le pregunto al chofer si ya estamos en Fuerte Quemado. Me responde que acabamos de pasar por todo el pueblo y que ahora regresa a Santa María.
Bajo en medio de la nada un poco confundido. Mi única compañera es una anciana.
-¿Se perdió, joven?
No, no, vine a visitar este pueblo, ¿usted es de aquí?
-No, vivo en un pueblito que está siete kilómetros más arriba, ay, espero que alguien pase y me lleve…
Me cuenta que fue a Santa María a pedir turno en el médico para su madre, que no me imagino la edad que debe tener. Me angustia que no tenga, en donde vive, ni siquiera un teléfono para solicitarlo. De eso se deduce que tampoco ha de haber uno en Fuerte Quemado.
-Señora, ¿no hay ningún servicio que pueda alcanzarla?
-Solo la empresa Aconquija, que va para las Ruinas Quilmes, pero pasa dentro de dos horas.
-Ay… ¿y no le conviene sentarse en la sombra y esperarlo…? ¡Son siete kilómetros!
No quiero imaginarme cómo ha de hacer, el día del turno, la madre de esta anciana para llegar a Santa María, ese pueblo que para esta gente es sinónimo de ciudad que lo tiene todo.
-Voy a ir yendo despacito, seguro que pasa alguien y me alcanza.
Le cuento que yo también tenía pensado ir más tarde para ese lado porque, aunque no tengo buenas referencias, me gustaría visitar las Ruinas Quilmes.
-Espere que pase el Aconquija, o haga dedo, que aquí la gente es muy buena, y muy sana.
Me despido de esta anciana un tanto angustiado. Es desesperante que, para pedir un turno al médico, tenga que hacer bajo un sol abrasador las mismas travesías que un mochilero de treinta años. Sin embargo, no parece turbada. Acepta la situación con naturalidad, y estoy casi seguro de que no cambiaría la vida que lleva por ninguna otra. Quiero comprobarlo y, antes de despedirme, le digo que soy de Buenos Aires, le comento lo tranquilo que me parece el lugar donde estamos parados.
-Yo también viví en Buenos Aires, trabajé en un taller de Palermo más de veinte años. Esto es otra cosa, aquí es lindo, la gente es muy sana.
Fuerte Quemado fue fundado en el año 1618. En el siglo XVII los jesuitas levantaron aquí un fuerte que, cuando estallaron las grandes resistencias calchaquíes contra el poderío español, los indígenas lograron avanzar sobre este fuerte y lo prendieron fuego, lo cual explica el nombre que le ha quedado desde entonces. Esto es lo poco que había podido averiguar, además de que tiene una iglesia del año 1871, Nuestra Señora del Valle, y un museo llamado Baudilio Vázquez, propiedad del señor Filomeno Pastrana, vecino del pueblo que ha juntado varias piezas arqueológicas de las culturas que habitaron esta región. Nada más.
Camino bajo el sol por el pueblo más tranquilo que, después de Alemanía, visité en toda mi vida. No es lo mismo: Alemanía es un pueblo abandonado, y está habitado por fantasmas. Fuerte Quemado, al contrario, es un pueblo actual habitado por personas, pero son poquísimas y, para colmo, llego un lunes a la hora de la siesta.
A medida que avanzo van apareciendo las casas, casi todas de adobe. Hay, como en todo pueblo, muchos perros, algunos de ellos dormidos al lado de las puertas de sus amos que, primera cosa que anoto, están todas abiertas. Puedo entrar a cualquiera de estas casas y estoy seguro de que sería bien recibido.
Los perros de Fuerte Quemado no son muy amistosos. La mayoría de ellos tienen un aspecto enfermo y me ladran enojados cuando paso. Al lado de un cactus veo un cartel antiguo y oxidado que indica los kilómetros que faltan para llegar a algunos sitios, pero no se entiende nada, el tiempo borró las letras. Cartel que diga Fuerte Quemado no hay por ningún lado, el pueblo no está anunciado ni en los carteles de la ruta en sus inmediaciones.
Oigo de pronto unos gritos histéricos que casi me hacen saltar: una viejecita, que por su edad podría ser la madre de la que todavía debe estar caminando por la ruta, se pelea con los animales de su rancho. Mierda, dice, arrastrando las erres, mieshda.
Pasa un chico en bicicleta con el delantal blanco de la escuela, me dice hola. Poco después pasa una moto, conducida por una mujer, que lleva un niño delante de ella y otro atrás. Algo que no deja de asombrar: pasa un camión de Coca cola que va abasteciendo las despensas. Poco a poco empiezo a ver la vida del pueblo, que no parece ir más allá de esto. El silencio es absoluto, ni siquiera pájaros hay en Fuerte Quemado. No puedo pensar lo que puede ser este pueblo en invierno un día de tormenta.
No había visto la Iglesia porque está detrás de una plaza, oculta tras altos árboles. Está, desde luego, cerrada. Hay un cartel que informa sobre el museo arqueológico, indica que está detrás del cartel en cuestión y, por su dibujo, me doy cuenta que coincide con el de una casa también de adobe, la única que está cerrada. Hago palmas pero nadie responde.
Advierto en algunos jardines una de las originalidades del pueblo: rústicas esculturas hechas nada más que con troncos y ramas que representan animales.
Hay algunas despensas, las de ramos generales, no más de tres o cuatro, pero tienen todo lo necesario. Entro en la primera que encuentro. Es un lugar oscuro, me ladra un minúsculo perro sarnoso con la mitad de la cara deformada. Sentados a ambos lados de una pequeña mesita, dos hombres con sombrero toman vasos de vino Toro.
-Buenos días –me saludan, sin asombrarse de mi presencia.
-Hola, ando visitando el pueblo. ¿Venden algo que pueda almorzar?
Uno de ellos pega un grito y, después de unos diez minutos donde nadie dice nada, aparece una mujer que me pregunta qué necesito. Me dice que puede hacerme un sánguche de salame y queso, gaseosas tiene de todas.
-Mientras la mujer prepara mi almuerzo trato de conversar con los dos hombres y consigo que uno suelte la lengua. El otro parece querer participar de la conversación en todo momento pero no le salen las palabras, se limita a asentir o a señalar a su compañero como diciendo “ahí está, eso es”.
Su compañero, un señor bien gaucho, me cuenta que nació en Fuerte Quemado hace más de ochenta años. Que en sus tiempos había por ahí ruinas arqueológicas de tribus cuyos nombres no recuerda, pero todo está perdido porque no se trató con cuidado. De hecho él mismo, de niño, jugaba con esas cosas. Me dice que pocos kilómetros más adelante hay un lugar llamado la Ventana, con un “socavón”, o algo así, especie de pasadizo subterráneo antiguo, construido por los indios, que estaba interesante para visitar pero seguro que ahora no está más, hará medio siglo que no va a verlo. Le comento que en el museo arqueológico de Santa María hay dos o tres urnas funerarias, del período inca, encontradas en Fuerte Quemado, a las dos les faltan algunos pedazos.
Mientras escucho las cosas tan interesantes que cuenta este hombre veo que la mujer me está haciendo un emparedado de unas dimensiones impresionantes. Es un pan que debe tener más o menos veinte centímetros. Con un rústico cuchillo corta delgadas fetas de salame mejor que cualquier carnicero con una máquina, pero tarda bastante y tiene que hacer mucha fuerza.
Pienso que podría estar, fácil, en el siglo XIX, en una pulpería hablando con un gaucho.
La conversación se termina cuando la mujer me da la bolsa con el descomunal sanguche del que espero comer yo y cuatro o cinco perros, para que se me vayan amigando. El otro hombre ya volvió a su ensimismamiento, y el que me hablaba se sirve otro vaso de vino y da a entender que no tiene más nada que contar.
Vuelvo a la soledad de la ruta de tierra. Hay dos o tres perros dormidos, patios con viejas carretas o escaleras con peldaños de troncos, una anciana tejiendo detrás de una puerta, un hombre durmiendo detrás de una ventana, algunas gallinas, una canilla goteando en medio de un círculo de piedras.
Veo una notable casa de paredes lisas que, además de la puerta y sus dos ventanas, tiene un gran cartel que dice “Centro obrero 1920”, época de grandes matanzas de trabajadores en el sur del país. ¿Cómo averiguar la historia de este sitio? ¿Serían anarquistas, socialistas, anarcosocialistas? ¿Habrá habido aquí algún suceso notable de la lucha obrera poco registrado en los libros?
Llego al cerro El Calvario. Tiene un sendero de piedras con las distintas etapas del Vía Crucis. Entre alborotados saltamontes y lagartijas lo escalo hasta la cima. Una vez arriba tengo la vista panorámica del pueblo. Veo, detrás de unos bosques, el río, y las casas de adobe apenas se distinguen entre los árboles. Si no hubiera andado por abajo no podría saber que lo que hay ahí es un pueblo.
Los cerros del Valle de Yokavil, y los de Tucumán y Salta más lejos, siempre imponentes y silenciosos, rodean esta desolación. De pronto vuelvo a ver para abajo y veo que pasa por la ruta el colectivo de Aconquija. Pensaba tomarlo para ver las Ruinas Quilmes que, no tengo dudas, es la única posibilidad de llegar a ellas, ya que por Fuerte Quemado no pasan autos para hacerles dedo.
El colectivo que va para Santa María pasa dentro de tres horas. Durante todo ese tiempo, yendo y viniendo por la ruta, me dedico a sacar fotos hasta que, agotado por el sol y la caminata, me siento en una de las piedras que hacen de banco en el umbral de una casa de adobe. La casita vecina tiene una puerta de madera pintada de verde, de la que cuelgan nada más que tres deshilachadas tiras de cortina. Las miro fijamente hasta llegar a percibir los leves movimientos capaces de generar los insignificantes soplos de viento en los indulgentes pedazos de sombra bajo esta tarde calurosa.
Veo un par de tetras de vino Toro tirados por ahí. Imagino que es muy común, en este barrio, aligerar el solitario paso del tiempo con consuetudinarios tragos de vino.
En todo este tiempo no pasó en dirección a Salta ningún auto o camión. La señora de la madre enferma todavía debe estar caminando por la ruta.
Me paro del indolente banco de piedra, camino unos pasos, vuelvo otros, me siento en otro umbral de una casa que no tiene puerta.
Aquí me quedo, silencioso, con la mirada perdida, pensando que, si viviera en este pueblo, yo también sería, dentro de algunos años, incapaz de sostener una conversación con otra persona que dure más de cien palabras.
Por esas cosas raras de la cartografía electrónica, me encuentro en el Google con dos Fuertes Quemados (SIC). Uno situado exactamente sobre la 40 en donde esta se cruza con el límite provincial entre Catamarca y Tucumán (una especie de Ciudad del Este del NOA). Sus coordenadas: 26° 37'00.52" S y 66° 03'01.06"O, y Google Earth lo cataloga como Fuerte Quemado, Tucumán, Argentina.
ResponderEliminarEl otro, con puntito rojo de ciudad, pueblo, caserío o no sé qué, y catalogado como Fuerte Quemado, Catamarca, Argentina, que está a los 26° 37' 25.49" S y 66° 03' 09.13" O.
Este, el que ostenta la ciudadanía catamarqueña, está a 306 mt de la 40 y a 825 mt al sur del Fuerte Quemado de ciudadanía tucumana.
Si me baso en tu relato que la 40 es la "calle principal" de FQ, me inclino a pensar que, cartográficamente hablando, el "Ciudad del Este" más norteño, que le pisa la frontera al Jardín de la República, es el verdadero, pero vos decís que estás en Catamarca. No sé, algo no me cierra.
Hola Miguel, Fuerte Quemado hay uno solo y está en la provincia de Catamarca, pertenece al departamente de Santa María y está al limite con Tucumán. https://goo.gl/maps/YZ4mPSWEAus
EliminarSaludos.
Realmente rara esa información que te sale ahí. Fuerte Quemado es Catamarca, pertenece al departamento de Santa María, está en frontera con Tucumán, a 5 km de las ruinas Quilmes, a un toque de Amaicha, en efecto su calle florida es la ruta 40.
ResponderEliminarNo todo lo que muestra la tecnologia es exacto. Esta bien la indicacion del señor que visito el legitimo y unico Fuerte Quemado
ResponderEliminarYo elegí Fuerte Quemado para vivir, tranquila, con sol todo el año. No es tan complicado, el pueblo de Fuerte Quemado se extiende en forma de caserío disperso sobre la ruta nacional 40, el límite Provincial la atraviesa, por lo que hay algunas casas del lado Catamarqueño y otras del Tucumán!.
ResponderEliminar