Con las últimas luces del segundo sábado de marzo llego a Santa María, notable pueblo de los Valles Calchaquíes, el primero que visito de la provincia de Catamarca. Atravieso el arco de bienvenida y estoy frente al monumento a la Pachamama, enorme escultura que representa a una mujer indígena embarazada. Dirige su mirada hacia el cielo y posa los brazos sobre una prominente barriga a punto de parir. Es un ambicioso y logrado monumento realizado el 9 de agosto del 2001por Raúl Guzmán. La presencia sagrada de la Madre Tierra recuerda, porque siempre a alguno le hace falta, que esta región fue habitada por importantes culturas indígenas calchaquíes de las que quedan, entre los cerros y los ríos, yacimientos arqueológicos que visitan los turistas. Sin embargo, no hay mejor rastro de aquellas culturas que los rasgos de los actuales pobladores, casi todos pobres, con sus serenas fisonomías surcadas por la melancolía o el orgullo de unas sólidas raíces hachadas, desde hace siglos, y todavía, por una civilización que no deja de verse a sí misma como símbolo de luz y progreso.
El paisaje de los alrededores está presidido por los cerros entre los que se destaca uno muy célebre y colorido al que llaman Pintado. Algunos cactus están desperdigados por los campos que alternan el verde claro con el oscuro.
Avanzo hacia el centro entre casas muy precarias, la mayoría de ladrillos y también de adobe, muchos ranchos, taperas y casitas a medio construir. Con un formidable sarcasmo que me traigo de Buenos Aires pienso que, por suerte, el gobierno asegura que la explotación minera, en particular la realizada a cielo abierto, traerá el progreso a estos pueblos. Hace tanto tiempo que existe la explotación minera que por aquí debería haber menos ranchos miserables; me pregunto, con más sarcasmo todavía, si este tipo de explotación no servirá, más que nada, para el progreso de las empresas extranjeras, por ejemplo las canadienses, en tanto que los pueblos no sacarán de todo esto mucho más fruto que el de ver cómo se envilece y contamina este valle sagrado, una ofensa a la Pachamama que perdura intacta desde hace siglos, ahora por otros medios, las partículas de cianuropor ejemplo.
Anochece mientras dejo atrás el puente del Río Seco. Camino por la avenida Esquiu con la mochila a cuestas y a paso lento. Algunos vecinos me dicen buenas noches. Paso por un grupo de niños que me preguntan si necesito saber de alguna calle. Me informan que, por la que vengo, salgo directo a la Plaza Principal que se llama Belgrano. Falta muy poco para llegar a ella y está todo muy oscuro; a tres cuadras del centro pareciera estar muy barrio adentro todavía. Pienso que el eterno atractivo de estos pueblos es la humilde y artesanal belleza de sus casas, con los perros perezosos tendidos bajo las ventanitas con mosquitero, los corrales, algún jarrón de artesanía indígena y, algo que me gusta mucho, las placas con el nombre de cada familia.
Estoy muy débil cuando llego a la Plaza Belgrano. Tenía pensado armar la carpa en el camping municipal, pero esta noche necesito una cama. Veo la elevada y fina torre de la Iglesia Nuestra Señora de la Candelaria, una construcción moderna, al estilo del siglo XVIII, sobre la capilla antigua. Me descuelgo la mochila y desfallezco sobre un banco verde. A pocos metros hay unas mesas donde venden todo tipo de dulces, rosquillas y vinos regionales. Frente al puesto, una pequeña oficina de información turística que, para mi bien, está abierta, en tanto que todos los comercios que rodean la plaza se encuentran cerrados con muy pocas excepciones.
Entro en la oficina de información arrastrando los pies y con una cara que no quisiera verme en el espejo. Una muchacha en extremo cordial y simpática me dice que tome asiento y se ríe cuando le respondo que, si hago eso, no podré volver a levantarme.
Sabe a la primera mirada que soy uno de esos mochileros que llegaron a dedo y llevan dos días sin dormir en una cama.
-Usted necesita descansar y en un lugar económico. Vea el mapa; siga por Belgrano, que es la de esta plaza, dobla por Moreno dos cuadritas y verá el hospital. Ahí nomás enfrente pregunte por la familia Cabezas, que le van a ofrecer un cuarto en una casa. También me recomienda, para mañana, visitar el barrio Los sauces hacia el sur y, hacia el norte, el telar de Suriara, una comunidad que, en unos talleres hechos con troncos y ramas, entre el río Santa María y el Seco, fabrica prendas con tejido de lana y oveja, rodeados de estos animales y explicando al visitante todo el proceso.
Cuando llego a la esquina Moreno, a dos o tres cuadras de la plaza, sufriendo cada una de ellas como si fuera un kilómetro, ya no se ven los carteles de la calle, es más, una cuadra más adentro de donde estoy comienzan las espesas tinieblas. Oigo ruidos detrás de una ventana y pregunto por el hospital, que queda una cuadra más abajo. Frente al mismo hay una viejecita sentada en la vereda.
Buenas noches, ¿vive por aquí la familia Cabezas?
La viejecita se levanta con esfuerzo y me hace señas de que la siga. Abre un precario portón corredizo y, para mi desgracia, me hace subir por una estrecha escalera. Llegamos a una terraza muy pobre con varias puertas de madera. Abre una de ellas y me muestra, todavía sin palabras, un cuartucho que es un poco más grande que mi carpa. Las paredes son rosadas y, además de la cama, hay una mesita de madera; ubico la mochila en el piso, al lado de la mesita, y ya no tengo lugar para pararme dentro. Percibo que la viejecita, tan humilde ella, con las manos surcadas por gruesas arrugas de años de trabajo, está un tanto orgullosa de estos cuartitos de la familia Cabezas, construidos para alojar turistas de poco presupuesto y, de ese modo, ganarse la moneda que les falta para llegar a fin de mes. Habla entonces para decir, con un hilito de voz, un “va a abonar ahora ¿sabe? Cincuenta pesos”.
El cuarto, así como se ve, no cuesta más de treinta, pero luegome muestra, en la terraza, un baño que no está nada mal y, en un pasillito estrecho, una heladera y una cocina con sartén y olla. Bueno, esto es otra cosa, ahora sí que no me falta nada.
Son las ocho y media de la noche. Me doy en el baño una ducha y compruebo, sintiéndome millonario, que hay agua caliente, algo de lo que vengo careciendo las últimas noches, incluida la del camping de Cafayate que asegura poseer este servicio.
Tengo ahora otras dos necesidades, una muy urgente y otra menos. La menos, conectarme en internet en un locutorio, y la urgente, cenar algo caliente. Entro en el único locutorio abierto y me dicen que la conexión venía muy lenta y ahora se cortó. Bueno, mejor, vamos entonces a lo urgente. Entro en un restaurante de la plaza con la idea de gastar en una cena lo que economicé llegando a dedo. Ahora mismo pagaría por una de esas cazuelas de chivito que no podía permitirme en Cafayate. No hay nadie, pasa un cuarto de hora hasta que viene una señora con las agujas de tejer en la mano y dice que lo único que puede servirme es un tostado.
Son las nueve y media de la noche y el pueblo duerme. Antes de ir a mi cuarto para desplomarme sobre la cama decido pasar por la iglesia porque veo que está abierta. No puedo con mi asombro cuando veo que, allí dentro, ocupando todos los bancos y los laterales, devotamente apretujado, el entero pueblo de Santa María escucha al sacerdote leer la Biblia. De modo que aquí estaban todos, veo que Santa María es un pueblo que hace honor a su nombre.
Cuando por fin me acuesto en el cuarto que me renta la familia Cabezas, oigo una música folclórica que proviene de la plaza. Parece que, después de la iglesia, había una fiesta más criolla. Tengo tanto sueño que me duermo con el eco de los tambores, mi cuerpo queda abandonado al capricho de dos o tres mosquitos que hacen de mí lo que se les antoja.
Amanece. Es domingo en Santa María. Pregunto a una señora que barre la vereda si hay por ahí un lugar donde lavar la ropa, y me dice lo que esperaba: ella misma me la lava a dos pesos por prenda. Le doy mis deshechos de toda la semana metidos en una bolsa de basura; es el recipiente adecuado para lo que contiene.
Hay dos cosas que me llaman la atención que, como corresponde con un pueblo, tienen que ver con cosas esenciales: ropa y comida. En algunos jardines montan dos o tres parrillas en las que asan al mismo tiempo una cantidad de pollos que debe andar entre los treinta y los cincuenta. Pagando treinta pesos te sirven un abultado plato de pollo con una bebida fresca. La otra cosa son las casas que venden ropa. La primera habitación, en teoría un living, la tienen repleta de pilas y pilas de ropa que venden muy barata que uno ya ve desde la puerta, siempre abierta, o sobresaliendo por las ventanas. También observo algunos carteles, murales y pintadas que denuncian la explotación minera a cielo abierto: “la mina contamina, saquea, desertifica, corrompe, mata”.
Camino hacia el barrio Los Sauces por calles de tierra. En algunas casitas de adobe siempre pegan una hoja escrita a marcador que dice, por ejemplo, “hay humita”. Hago palmas en una de estas y sale la señora. En este caso la inevitable pregunta estúpida es un ¿hay humitas? ¿Cuántos quiere? Uno. Y me trae, bien frío y decorosamente envuelto, una humita riquísima que almuerzo en el camino. El barrio Los Sauces, bien al sur del pueblo, ya cerca de la ruta 40, se parece al Alto de La paz en Bolivia. Es pobrísimo pero uno no ve nada desagradable. A cualquiera que me diga que tenga cuidado lo miraría como si me estuviera haciendo un chiste de mal gusto. Cruzando una avenida que lo limita entro en una posada que es, a la vez, una fábrica de cerveza artesanal. Hago sonar una campana y me atiende un chico. Dice que los dueños están de viaje, no puede mostrarme el proceso de la cerveza que fabrican, pero puedo comprarme una si lo deseo. Salgo con una botella de medio litro, una cerveza riquísima, un poco amarga, con la que bajo mi almuerzo de humita. Barrio adentro empieza un camino de tierra que conduce a los cerros y, para mi asombro, a un espectáculo deportivo de relevancia internacional. Se celebra una carrera de ciclistas profesionales, muchos de ellos eminencias de diferentes países. Veo, muy arriba, ya en los cerros, un conglomerado de autos y camionetas. Los ciclistas deben competir en un circuito que implica atravesar varios cerros de Catamarca, subirlos y bajarlos, todo eso por precarios caminos que a uno le da vértigo seguir a pie. La estructura del evento es formidable. Incluso hay en un cerro una tribuna llena de gente para que tenga una vista panorámica de la carrera. Por altoparlantes anuncian la llegada a la meta de algunos ciclistas, que son recibidos con vivas y aplausos. Hay carpas donde venden, a precios muy accesibles, todo tipo de comidas y bebidas. Veo que en el pueblo hay poca gente porque tiene mucho que hacer en los alrededores. Yo, que pensaba tener un día más descansado, me dedico a subir y bajar por los cerros admirando un paisaje impresionante. Aunque, como es inevitable, hay partes peligrosas, están muy bien trazados los senderos, y uno puede adentrarse varios kilómetros subiendo y bajando cerros, incluso siguiendo el circuito de los ciclistas, solo basta con hacerse a un lado cuando pasan. Voy hasta la cima de uno de los más elevados que está frente al Cerro Pintado, y allí me quedo un rato observando el espléndido paisaje y la muchedumbre del evento.
Cuando bajo a tierra firme, después de caminar dos o tres kilómetros, me pierdo en las callejas de tierra rojiza de un barrio de casas de adobe. Le pregunto al conductor de una camioneta que pasa por dónde puedo volver para el centro. Es un señor mayor que lleva un sombrero negro y a tres niños en el asiento del acompañante. Dice:
-Está muy lejos, suba en la parte de atrás que lo alcanzo.
Hago el camino de regreso en esta camioneta que me deja en la plaza Belgrano. Le agradezco el favor al hombre y, dándome la mano, responde “pero por favor, no es nada, que tenga un buen día, disfrute de su visita”.
Descanso un poco en la plaza y aprovecho para visitar el centro cultural Yokavil, donde fabrican y venden todo tipo de artesanías locales, que además incluye el museo arqueológico Eric Boman, hoy domingo cerrado, de modo que me pierdo una colección arqueológica que atesora objetos de cultura indígena desde la era anterior a la cerámica, es decir, pueblos cazadores y recolectores que vivieron en estas tierras hace más de diez mil años.
Ya repuesto de la caminata por los cerros me dirijo hacia el oeste para ver el río Santa María.
Aquí me sucede algo que da cuenta de lo que es la gente de este pueblo.
Me cruzo con un hombre muy pobre. Viste unos trapos grises que parece haberse hecho a su medida; lleva un sombrero blanco y una enorme bolsa del mismo color. Por un momento me recuerda a algunos peregrinos que vi en los pueblos de Marruecos.
-Señor, un tamal –y saca uno de su bolsa para dármelo. Es una buena forma de vender, darle algo al que pasa como si ya lo hubiera aceptado. Sin embargo, el hombre me lo está regalando.
-¿Cuánto pide por este manjar?
-Señor, nada, es un tamal nomás, de Santa María, para que aproveche.
Insisto en pagarle algo, pero se niega, levanta las cejas asombrándose, le cuesta entender que quiera darle dinero.
Esta es la manera en la que me recibe el pueblo de Santa María, los pobres me paran en las calles de tierra para regalarme comida.
A cuatro o cinco cuadras del centro llego al río. Tiene una rústica ribera detrás de un cerquito de piedras. Pasan dos niños de unos doce años montando a caballo.
-Buenas tardes! –dicen a la par, uno de ellos levantando el sombrero.
Aquí me quedo, vista al río y a los cerros, cenando uno de los tamales más ricos que probé en mi vida hasta que anochece.
Muy bueno. Que antojo de tamales que me cogió (diría si fuera español! ja ja)
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