lunes, 5 de marzo de 2012

Aquél verano al norte partí

Es notable que, apenas saliendo de Buenos Aires, ya se empieza a respirar aire sano. Me refiero más al clima humano y cultural que al de la naturaleza. Rumbo al norte, con el comienzo de la llanura, a pocos kilómetros de los últimos edificios, ya se puede tener una conversación agradable que, además de interesante, tiene la gran virtud de no estar infectada de histeria, violencia y sarcasmo. Aquí nadie podría escribir El ruido y la furia.

-Querés un mate pa? –ofrece mi compañero de asiento, en el micro que va desde la terminal de Liniers hasta la de Salta. Vamos en la planta alta, adelante, las dos primeras plazas de la izquierda, la mejor vista de la ruta. Aunque vive en Buenos Aires, Iván tiene el corazón en el norte, sobre todo por sus raíces familiares. Tiene del norte hasta el acento y regresa cada vez que puede. Me pasa un mate recién cebado avisándome que es amargo.

Le cuento que escribo sobre los viajes que hago, que voy a anotar dos de las frases que, mate va, mate viene, pronunció en las conversaciones que tuvimos. Un poco antes de parar en Pinto, provincia de Santiago del Estero, dice refiriéndose al viaje que hizo el Che Guevara en moto con Alberto Granado, a quien tuvo el gusto de conocer:

-Ese viaje debería hacerlo todo presidente latinoamericano.

La otra frase elegida: “En la ciudad hay muy poca verdad”.

Hay que saber leer los signos de la vida que marcan el destino. Eso se puede hacer solamente cuando se tiene paz. En ese momento revelador el espíritu hace unión con el razonamiento. El contexto de esta aseveración es aquél viaje del Che cuando, observando la miseria de los pueblos, habrá visto el signo de su futuro revolucionario. Leer los signos de la vida.

-Pero en Buenos Aires nos la pasamos leyendo Clarín y Página 12…

En el campo hay muy poco ganado. Dice una señora que es todo cultivo, que ya no hay ganado porque los animales mueren de sed, mientras que el cultivo puede esperar las lluvias y recuperarse aunque pase tiempo.

Me siento bien, ya estoy en la ruta, rodeado de verde, con gente del interior. En el par de asientos de la izquierda no paran de hablar dos señoras salteñas. Naturalmente nos unimos todos en la conversación. Nos ofrecen sánguches. Una de ellas, María Eugenia Mansilla, merece mi más sentido homenaje. Puede tener ochenta años fácil, pero todo en ella irradia fuego y pasión. Su mirada penetrante, con el ceño derecho siempre fruncido, revela su voluntad de hierro. Le pregunto, por su apellido, si tiene algo que ver con el autor de Una excursión a los indios Ranqueles; responde que perdió el rastro de ese apellido, pero que desciende, eso seguro, del caudillo Guemes. También del norte, vive en el sur de Buenos Aires, Monte Grande. Parece que todos los del norte que andan por Buenos Aires se fueron por problemas económicos; pasan veinte o cincuenta años, pero conservan el acento y un amor por su tierra a prueba de todo.

Lo peor que le pudo pasar a la municipalidad de Monte Grande es la llegada de Eugenia. Su mayor hazaña fue montar, ya en el año 86, una plaza de homenaje a los combatientes de Malvinas, como lo fue su marido. No iba a esperar que las autoridades lo hagan, lo hizo ella. Juntó el dinero, salteña tenía que ser, cocinando empanadas. Vendía quinientas por semana, y esto se debe a que eran las mejores empanadas del sur del conurbano. También se encargó de conseguir el terreno, ¿o acaso vamos a esperar que muevan el culo los estúpidos que nos gobiernan? No tenía que ser en un lugar central, más bien barrio adentro, para que los correntinos y tucumanos que cayeron en Malvinas estén más cerca del pueblo. Más de una vez tuvo que agarrar de los pelos al intendente para el asunto y llegó a hablar en tono alto con el presidente Alfonsín, hasta que lo logró: en Monte Grande se puede visitar la plaza Combatientes de Malvinas, que hizo Eugenia Mansilla con voluntad y empanadas. Más tarde apuraría a los funcionarios para que le asfalten la cuadra. Le digo a Iván:

-Es un ejemplo de lo que hablábamos, esa es la verdadera forma de hacer política.

Antes le había hablado de los militantes de la Universidad de Buenos Aires, porteños intelectuales que se sacrifican leyendo literatura marxista sin salir de la biblioteca.

-Nene -interrumpe Eugenia, señalando un cultivo-, ese es el maíz que preparan para Semana Santa.

Un poco más adelante señala un cultivo de arándano a lo largo de varias hectáreas que adquirieron accionistas japoneses para extraer tres rentables cultivos cada año. Pagan 4000 pesos por mes a los peones. Del arándano sacan el principal componente del viagra, además de mermeladas. Luego de algunos comentarios sobre la desgracia que es para la tierra el cultivo de soja, sin respirar entre tema y tema, empieza a hablar de cocina. Como me ve anotando cosas en mi libreta, me dicta los ingredientes para un postre tan rico como sencillo: un litro de leche, tres cucharadas de harina, seis de azúcar, ir revolviendo mientras hierve. Se le echa encima otro poco de azúcar quemada y a la heladera. Más adelante, hablando de frutas, me recomienda la chirimolla y el mato. De pronto se define a sí misma como una persona que, habiendo hecho hasta el sexto grado de la primaria, sabe más que mucha gente que egresó de carreras universitarias. No hay en ella nada de soberbia. Explica:

-A los doce años, solita, me vine del norte a Buenos Aires, yo he vivido la vida en la calle.

Se jacta, además, de cocinar la sopa paraguaya (harina de maíz, cebolla, queso) mejor que cualquier paraguayo. Recuerda cuando, treinta años atrás, llegó a su barrio un joven paraguayo que ocupó un terreno baldío para construirse una chocita. Hubo tormenta y, sin dudarlo ni un segundo, lo fue a buscar y lo metió en su casa para convidarle, además de un techo, con mate amargo y torta frita. El muchacho se puso a llorar de la emoción, le explicó que ni siquiera su familia, viéndolo pasar hambre, le dio jamás una mano, y ella que no lo conocía lo mete en su casa y le da de comer.

Eugenia sabe que la vida nos devuelve todo lo que hacemos, tanto lo bueno como lo malo. Antes de bajarse en Metán, me da un consejo que considera de primer orden:

-Siempre hay que cumplir las promesas que se hacen a los santos.

Mientras cruzamos un río seco llamado La india muerta, Iván me comenta que el asado más rico es el que se hace de noche, porque uno lo aprecia más con el clima fresco.

Al fondo de la ruta 9 empieza a vislumbrarse el contorno de los cerros.


2 comentarios:

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  2. Loco, muy lindo tu artículo. Me vi a mí mismo en viajes semejantes que realicé (Potosí incluido) cuando hablabas de la poca verdad de la ciudad y la claridad con que se oyen las voces interiores cuando se está afuera.
    Un abrazo.

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