miércoles, 7 de marzo de 2012

Embalse del Corral de las Cabras

-¿Estuviste en Rusia loco, posta que estuviste en Rusia? –me dice un mochilero bastante pesado, de Buenos Aires capital, que se me pegó en la Plaza 9 de julio, frente a la estatua de Arenales, y no me lo puedo sacar de encima. Quiere saber a toda costa dónde conseguir porro, piensa que yo soy el tipo ideal para ayudarlo, pero no me interesa, como tampoco me interesan los mochileros que no pueden salir de Buenos Aires ni aunque los pongas en medio de un desierto libio. Tiene rastas y va para Bolivia, quiere conocer Copacabana aunque su sueño, que considera irrealizable, es conocer Moscú. Le digo que es más linda San Petersburgo, que para que se dé una idea París podría ser un suburbio de San Petersburgo. También le digo que no considere su sueño ruso tan irrealizable puesto que yo, tan pobre como él, pude hacerle una visita a Lenin en la Plaza Roja luego de un encadenamiento de hechos que derivaron en ese vuelo, un viaje que yo también hubiera considerado inverosímil poco antes de llevarme tan lejos.

Salta la linda tiene bien ganado su apodo, es una hermosa ciudad y disfruté hacer un poco del flâneur por la peatonal y cenar media docena de gloriosas empanadas. Sin embargo es una ciudad, hay mucha gente, y yo me voy porque no forma parte de mi plan.

Paso la noche en el primer hostel con que topo, uno de esos bien hippies, típicos, no le faltaba ni el canadiense mirando tele en la sala de estar atiborrada de artesanía indígena e imágenes políticamente correctas o populares, desde el Che hasta Maradona. La dueña, que está loca furiosa, me dice que me reconoce de la última vez que pasé por Salta, hará tres años. Puede ser que haya pasado a preguntar tarifa, pero es difícil que yo sea la misma persona que recuerda. Mirá que este no soy yo, le digo; estoy pelado y mi verdadero rostro siempre está tapado por la barba. Ella dice, segurísima, que lo que reconoció es mi voz y me deja estupefacto, ya que si bien siempre envidié a los que tienen memoria visual, es la primera vez que doy con un caso tan bizarro de memoria auditiva.

Duermo profundamente hasta las nueve de la mañana y me voy para la base del teleférico porque es ahí donde para un colectivo, el 5, que va para Coronel Moldes, en la ruta 68, ya camino a Cafayate. Sale diez pesos, y mi mochila ocupa dos lugares y molesta mucho a todos. Soy el único forastero, todos los que suben son salteños que van para algún pueblo del trayecto, como Cerritos o El carril, y se va llenando de a poco.

Lo que quiero visitar es el Embalse Cabra Corral, llamada así por los gringos que, al construir el dique, decían Cabra Corral porque era la mejor manera en la que les salía Corral de Cabras. Este embalse es enorme, tiene 17.000 hectáreas con forma de Y; se formó con la confluencia del río Guachipas, que trae agua de los Valles Calchaquíes, está en medio de cerros y genera energía y sistemas de riego para las provincias del noroeste.

Bajo del colectivo en el kilómetro 5 de la ruta 47 para ir a un camping municipal que se llama El préstamo.

Está a la entrada del dique y es donde quiero pasar la noche. Hay muy poca gente, solo veo una carpa grande en la zona de las parrillas. Armo mi flamante carpa celeste para una persona en la orilla; nadie me ve ni me dice nada, y enseguida doy un paso en el que topo con un cerdo, tres caballos y unos cuantos perros vagabundos. Almuerzo los sanguches que me dieron en el viaje desde Buenos Aires a Salta mientras observo unos amenazadores relámpagos en el cielo. No parece ser el mejor día para acampar, pero la suerte está echada. Voy a ver los baños, que son horribles, parecen los de una fábrica abandonada. Las duchas están todas ocupadas por perros grandes y negros que las tomaron de cuchas. No veo por qué tendría más derecho que ellos, hasta digo uy, perdón. No hay agua caliente ni pidiéndosela a la Pachamama.

Dejo la carpa armada con la mochila adentro y voy para la ruta que rodea el embalse, al costado del cerro. La tierra es rojiza y el paisaje hermoso. Camino más de tres kilómetros por una quebrada hasta que empieza a llover, primero unas pocas pero pesadas gotas que de repente se transforman en tormenta. Me refugio debajo de un árbol pensando que ese sitio hubiera sido ideal para acampar y entonces, mientras empieza a soplar un viento bastante fuerte, recuerdo que mi pobre carpa quedó abandonada tres kilómetros abajo y está de estreno: cuando pueda volver veré si resulta tan sólida como conviene. La tormenta se convierte otra vez en llovizna y, resignado a mojarme, sigo caminado por una ruta llena de curvas y el paisaje es cada vez más hermoso.

Llego a la meta del paseo, un viejo puente desde el que ofrecen a los turistas todo tipo de actividades, navegación, pesca, deportes acuáticos de toda índole, ahora mismo cerrado por la temporada baja. No hay absolutamente nadie y empieza, de nuevo, una tormenta bastante fuerte. Me refugio en un parador donde funciona un restaurante, es una gran cabaña de madera. Dos o tres empleados, apurados por la tormenta, meten adentro las sillas y las mesas. Cuando terminan cierran el negocio y se quedan esperando algo que supongo será el colectivo con el que viajé hasta la entrada del camping, que también seguía hasta este puente. Le pregunto a muchacho cuánto supone que va a tardar el colectivo y se encoge de hombros. Qué mala suerte esta tormenta, ¿no? No responde nada. Son bastante antipáticos estos tipos. Pasa un cuarto de hora y no hay ni rastros del colectivo. Como la tormenta cesa y solo queda una llovizna, emprendo el camino de regreso, que serían otros cinco kilómetros, más que nada para no compartir un refugio tan estrecho con gente tan antipática. Cuando llevo dos kilómetros empiezo a tener conciencia de la enorme distancia que llevo caminando por subidas y bajadas, completamente absorto por el paisaje, y el agotamiento me doblega cobrándome, en este momento de conciencia, todas las facturas. La tormenta amenaza con su retorno y empiezo a ponerme nervioso, ya que mi paraguas me salió menos de veinte pesos y apenas puede contra una llovizna. Me ubico debajo de un árbol, con cara de estar pasando un mal día, lo cual no es cierto, y espero que pase algún auto para hacer dedo. Pasa uno que está lleno, es una familia de turistas y le hago un gesto de que entiendo que no tienen espacio. Después me subo, casi sobre la marcha, a una camioneta que transporta materiales para construcción, con una caja bastante alta que traen medio vacía excepto por tres bolsas de cemento. Claro, no tengo techo, y los tres tripulantes que me habían gritado “dale colgate” parecen divertirse con mi mala suerte, pero no puedo quejarme porque me están haciendo el favor. Cuando les grito que me dejen en el camping se escucha la carcajada del acompañante. Deben pensar: “qué jodido está el porteño, lindo día se vino al dique con la carpa”. Bajo en el camping, que está completamente vacío, abandonado, ya que las pocas personas que había antes estaban nada más que de paso para una merienda. Todavía llueve, y por suerte mi carpa está ahí plantada, indiferente a la lluvia, sólida, y no hay adentro ni una gota de agua.

Me acomodo dentro de la carpa y, con la música que hace la lluvia al caer contra la tela, me pongo a escribir esta crónica y preparo, para después, el libro de Pavese, que leeré hasta que empiece a faltarme la luz.


Tengo una botella de dos litros de agua, que convertí en jugo de manzana y una lata de lentejas. Es lo que hay, lentejas frías y jugo de manzana, así es la vida del mochilero pero, además de esta comida precaria y toda la ropa mojada, la vida del mochilero es despertarse al amanecer, entre tormenta y tormenta, para ver el embalse lleno de patos y de pájaros en una matutina tertulia. Salgo de la carpa, luego de haber dormido bien pero poco, y tres perros vagabundos vienen a saludarme. Antes de una nueva tormenta me ocupo de limpiar la carpa lo mejor que puedo para guardarla, armar la mochila y bajar a Coronel Moldes para conocer el pueblo.



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