Argentina es un extenso y variado país en el que nunca se terminan las cosas que hay que ver. El mar, los cerros, las llanuras, los bosques, los salares, los glaciares, la gran ciudad, los pequeños pueblos, las cascadas, el desierto. Mientras algunos nos insolamos en el norte, a cinco mil kilómetros de distancia otros ven caer a pedazos el glaciar del sur. Lo difícil es avanzar, porque los lugares te retienen, siempre hay algo más que ver allí donde uno está, no se puede seguir de largo en ningún lado porque es un pecado. Tuve esta conversación con varios mochileros. Todos tenían para contar que, si bien pensaban llegar la semana pasada a tal provincia, les resultó imposible esquivar los atractivos de tal otra; iba para allá, pero tuve que quedarme acá, o pensaba quedarme acá pero debo irme para allá. Un rosarino con el que me crucé en Cafayate me dijo que, estando en La rioja, quiso ver un poco de San Juan y ese poco se convirtió en dos semanas, porque San Juan es alucinante. En mi caso, hace una semana que trato de llegar a Catamarca, pero Salta no me deja. Ya no quiero hablar de lo que podría ver, prefiero no enterarme porque, a este paso, no voy a pasar la frontera con Tucumán.
Tucumán, qué peligro.
Entre Salta y Catamarca, apenas tengo que atravesar unos pocos kilómetros de tierra tucumana, pero qué peligro, debo ir con los ojos cerrados y hacer oídos sordos para no detenerme.
Guardo la carpa en Cafayate, ya sobre la ruta 40, y camino ruta adentro en dirección a Tolombon, feliz de no tener que ir para el lado del centro en donde alguien me diría que no puedo irme sin ver media docena de cosas. Che, me dice un mochilero del camping Luz y fuerza del que me despido, ¿no viste el molino jusuítico del siglo XVII que está acá a seis kilómetros? Pese a la fatigante mochila casi salgo corriendo para la ruta.
Algo a tener en cuenta cuando se hace dedo es ubicarse en un sitio donde los autos puedan detenerse con facilidad. Otra cosa que me parece efectiva es la de dar un poco de lástima: cuanto más desolado sea el aspecto del sitio donde uno espera, más posibilidades de que alguien se apiade del mochilero. De modo que camino por la ruta más o menos dos kilómetros, con la mala suerte de estar en el día más caluroso de este viaje. El peso de la mochila y la intensidad del calor me hacen sufrir de manera horrible, además de que ya vengo bastante quemado de la bajada desde el río cuyo nombre hace honor a mi cuerpo, el Colorado. Para colmo voy en una curva, doble línea amarilla, lugar en donde pocos autos se arriesgarían a detenerse. Luego de dos bodegas y varios caballos por fin aparece un árbol en un pequeño tramo recto. Es muy lindo el paisaje, pero no se puede comparar a la quebrada, acá no tiene nada de agradable quedarse varado y, como se puede adivinar, padezco la peor espera de la travesía. Hago puntería tirando piedras al árbol que me cobija, me convierto en un experto. Dos horas, dos horas clavado (esta metáfora me gusta mucho) en la ruta, y cada media hora aspiro el polvo de los pocos autos que pasan de largo como si yo fuera otro árbol al lado del que me da sombra. Casi pierdo las esperanzas cuando se detiene una camioneta blanca conducida por una pareja de tucumanos. Ahora sí, ¡a Catamarca! Se acabaron las demoras. Qué ingenuo hay que ser para pensar que es uno, y no la ruta, la que decide el camino. Más aún cuando, pasado Colalao del Valle, hay una bifurcación de la ruta 307, peligroso cruce de caminos en el que corro el riesgo de desviarme de Catamarca.
Los tucumanos que me llevan en la caja de la camioneta no van para Catamarca. Antes de cruzar la frontera se detienen y me hacen un lugar con ellos adelante, dicen que es mejor así porque podrían tener problemas con la gendarmería. Bueno, en verdad querían charlar un poco con el pasajero. No, no iban para Catamarca, van para Amaicha del Valle. Antes del desvío pueden dejarme a unos diez kilómetros de Fuerte Quemado, un pueblo que quiero ver, el primero de Catamarca. Ahora estoy en una encrucijada: o me arriesgo, ya quemado como el fuerte de ese pueblo, a otra espera de dos o tres horas bajo el sol ardiente, o me arriesgo a ser capturado por Tucumán. Estoy tan agotado y hace tanto calor que elijo lo primero: los tucumanos me llevan hasta Amaicha del Valle y, en lo que dura el camino, me dan excelentes, irrefutables, extraordinarios argumentos para que, ya en Amaicha, siga cincuenta kilómetros más arriba hasta Tafi del Valle, un lugar precioso, impresionante, hay que ser un verdadero idiota para no verlo estando tan cerca.
A pocas cuadras de la plaza principal, me dejan en la entrada del Museo de la Pachamama. Está frente a una rotonda y una de sus salidas es la ruta hacia Tafi del Valle, es como si me lo hubieran hecho a propósito.
Estoy un poco desesperado. Acampar en Amaicha, hacer dedo hacia Tafi, retomar la ruta hacia Catamarca, todo da vueltas sobre mi frente enrojecida. Como quien tira una moneda a cara o seca, decido darle a Tucumán un ultimátum. Voy a pararme en la ruta hacia Tafi a hacer dedo. Esperaré tres autos. Si ninguno de estos me lleva, la ruta me dice que debo seguir camino a Catamarca, y la visita a Tucumán será en otro viaje.
Luego de sufrir otra hora de espera, el tiempo que tardaron en pasar los tres autos que no me llevaron, regreso a la rotonda para visitar el museo de la Pachamama.
Cuando me cobran los veinte pesos de la entrada me siento un poco dolorido y, cuando salgo de la visita, un poco estafado. El museo mismo, su construcción que representa los pilares fundamentales de la cultura indígena, en su interesante sincretismo entre los pueblos nativos y la conquista incaica, es lo mejor que hay para ver, y bien que puede verse más o menos desde afuera. Adentro no hay más que réplicas que hizo el artista Cruz, todo tipo de imitaciones del arte indígena, pero ni una sola pieza original. Quizá estoy mal predispuesto, pero me parece otro signo de que tengo que seguir de largo.
Buen intento, Tucumán, apenas si puse un pie en un pueblo que casi consigues capturarme, has estado muy cerca pero, lamentándolo mucho, el destino es una palabra sagrada y la que acaba de pronunciarme es, ya no tengo dudas, Catamarca.
callecita de Amaicha
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