Alemanía es un pueblo abandonado, un pueblo fantasma, un sitio mágico. Esto son los adjetivos que lo califican cuando uno pregunta por él. Yo diría que es un lugar especial.
Llegué al pueblo ayer al mediodía. Venía viajando a dedo desde Coronel Moldes y, cuando le dije a un salteño hacia dónde me dirigía, me dijo en tono de burla:
-Llevá escopeta para matar caranchos, que ahí no hay nada de nada.
¿Nada de nada? No se me ocurre un lugar de la república Argentina en el que se pueda encontrar tanto de tanto para el que domina el complejo arte de saber mirar.
Qué ironía más autóctona que su nombre, en honor a los obreros alemanes que trabajaron en los carriles, sea el de una potencia europea, cuando ni siquiera figura en el mapa de Sudamérica.
Un pueblo olvidado, un pueblo perdido, un pueblo fantasma. ¿Qué clase de fantasmas habitan Alemanía? Entre los rieles de una vía abandonada, apenas visibles por los pastizales, han crecido algunos árboles. ¿Qué espectros son los que nos dan la sensación de que, aquí donde no hay nada, en verdad se esconde tanto? Me perturba el ruido de un motor que desentona completamente con la atmósfera. Un auto moderno, conducido por una pareja de turistas extranjeros, se aventura a ingresar al pueblo. Venían por la ruta, quizá hacia Salta o Cafayate, les habrá llamado la atención el cartel discreto y el hallazgo del viejo puente. Nada más cruzar el puente el auto se detiene. El hombre baja, mira sin ver nada, le comenta algo en inglés a su acompañante y vuelve a meterse al vehículo, como huyendo, para girar en u y volver a la ruta. Como los cientos de turistas que pasan por aquí, no supieron ver los fantasmas, solamente entendieron que estaban ante un lugar desolado donde nadie podría ofrecerles alguna excursión o comida típica. Sin embargo, ¿qué hubiera pasado con estos dos extranjeros en caso de haber llegado al pueblo un siglo atrás?
En las dos primeras décadas del siglo XX Alemanía fue la sede de un proyecto grandioso: epicentro de la construcción de los ramales de un ferrocarril que uniese la ciudad de Salta con el Valle de Lerma, atravesando la quebrada hasta llegar a Cafayate. Este desarrollo conllevaría un gran progreso para todos los pueblos agrícolas y ganaderos de la región. Alemanía sería el centro neurálgico de estos rieles, versión argentina de esa Lucitania de Adriano que hoy podemos visitar en Extremadura. El pueblo prometía convertirse en un sitio tan próspero que en pocos años se llenó de gente procedente de diversos sitios. La expansión del ferrocarril, y su riqueza vinícola, trajeron ambiciosos y emprendedores de toda ralea, contratistas que se hacían ricos cada vez que firmaban un contrato para extender las vías. El pueblo se hizo famoso por la celebración de largas y optimistas fiestas en las que se disparaban tiros al aire y corría más vino que agua por los ríos. Muchos buscadores de oro y plata de Bolivia y del Alto Perú decidieron cambiar estos minerales por los rieles, así como todo tipo de peones se acercaban para conseguir conchabo en la construcción; también más de una familia distinguida, inglesa o alemana, se habrá instalado cerca de este puente para participar, desde el principio, de lo que sería una nueva Roma.
La primera guerra mundial, antes de destruir la Alemania europea, se ocupó de la Alemanía criolla. Todos los contratos fueron anulados y todos los inversores empezaron a buscar nuevos rumbos. De un día para el otro Alemanía quedó en el abandono; los grandiosos cerros que la rodean habrán visto, desde las alturas, la absurda construcción y destrucción de hormiguero que no dejó más que sus ruinas.
Camino hasta la estación abandonada, subo los escalones, veo, al costado de lo que habrá sido su puerta principal, un soneto enmarcado que pertenece a Marcelo Sutti:
Mientras espera la estación vacía
el tren que nunca llega con su carga,
un algarrobo siente que se alarga
su raíz en los hierros de la vía.
Sombra de Guayacán, algarabía,
luz que aparece y de nostalgia embarga
la puerta de una casa que se encarga
de guardar bajo llave su alegría.
Cerros de la quebrada frente a frente,
unidos por las vértebras del puente
elevan entre nubes su homenaje.
Río de adobe y sal, Alemanía,
por antojo de Dios o fantasía
encierra el paraíso tu paisaje.
Absorto ante la acertada belleza del soneto, me regresa a la realidad (¿a la realidad?) el ruido de una tos. Contra un recodo de la estación, sentado en una piedra, un hombre de edad indefinida, vestido todo de blanco, mastica alguna cosa de manera intermitente. Podría, tranquilamente, tratarse de un ciego. No puedo saber si me ha visto habiéndole pasado por al lado. Lo acompaña un perro anciano que está dormido.
-Buenas –le digo, con naturalidad.
Un silencio de un minuto hasta que me hace un gesto que quisiera ser un asentimiento o una sonrisa. Otro silencio de cinco minutos hasta que le hago la obligada pregunta estúpida:
-¿Usted vive aquí?
Noto que el hombre tiene problemas de dicción, le cuesta articular palabras. También pienso que la soledad, la costumbre de pasarse días, quizá semanas sin diálogo alguno, le atrofian a uno los músculos del habla y los conceptos requeridos. Hace un gesto afirmativo. Silencio de dos minutos.
-¿Usted y cuantos más…?
Responde algo pero no comprendo. Acerco mi oreja a su cara y el hombre repite:
-No llegamos a diez.
Le pregunto su nombre, pero no lo comprendo, y me parece que molestaría tener que preguntar todo dos veces. Luego de otro silencio prolongado, en el que me entretengo con una grupo de cerditos que pasan corriendo a pocos metros, sucede el milagro de que uno de los habitantes de Alemanía me informa que, si quiero acampar, me conviene hacerlo del lado del río, porque ya no se puede en ese sitio, y que él está para avisar esto a alguno de los que quieran pasar la noche. Creo entender que ese es su trabajo, que algún municipio lo puso ahí para que se quede todo el año y se encargue de eso. Me cuesta imaginarme una ocupación tan radicalmente tranquila.
-A veces viene alguno.
-¿Cómo es el clima en invierno?
Me cuenta, más con gestos que con palabras, que hace frío y sopla un viento muy fuerte que levanta el polvo de la tierra colorada por todo el pueblo. Después de esto la conversación demanda un descanso y voy a dar un paseo.
Hay, detrás de la estación, tres o cuatro granjas con corrales y algunos pequeños cultivos. Veo un caballo y varias gallinas correteando. No se asoma ningún paisano, pero hay ropa colgada.
Sigo un sendero irregular de tierra rojiza, con pequeños pantanos, hasta llegar a uno de los atractivos más notables del pueblo: otro puente similar al de la entrada, pero este forma parte de las vías del ferrocarril para que el tren cruce el río. Sus gruesos escalones de madera entre los rieles son muy sólidos, pero están separados uno de otros con distancia irregular, da bastante vértigo intentar atravesarlo. Además, del otro lado parece haber un pastizal. Es un lugar de una belleza conmovedora que podría resumir muchos principios románticos: todo lo bello es inútil, la melancolía es dulce, la elegancia de todo lo que se desmaya sin hacer escándalo.
Uno de esos senderos de tierra me lleva por la empedrada orilla del río. A poca distancia veo a una mujer con una niña que intentan pescar algo. Paso cerca de ellas pero no me ven, me extraña que no hayan percibido mi presencia, siquiera por los pasos. Si me dijeran, más adelante, que en realidad Alemanía no tiene ni un solo habitante, y todo lo que haya visto no son más que fantasmas, podría llegar a creer.
Vuelvo a la estación abandonada por un sendero curvado que atraviesa un bosque. Veo rastros de fuego en algunas partes. El hombre está ahí, en la misma posición, en el mismo radical ensimismamiento.
-Una pregunta maestro, ¿se puede conseguir algo para tomar por acá en caso de que me quede sin agua?
Sé que esta pregunta puede ser una de las más estúpidas pero, cuando uno viaja, es menos la excepción que la regla el hecho de sorprenderse. Señala la hilera de casitas coloridas y dice que golpee la puerta de la rosada, donde ahora veo un destartalado auto que habrá llegado mientras estaba en el río.
-Hay un almacén pué –y, un poco animado, por primera vez, me dice que hará unos meses pusieron ahí luz eléctrica, y que me pueden vender alguna cosa fresca.
Voy hacia la casa almacén, menos por necesidad de refrescos que por la de conocer a otro habitante de Alemanía. Espero un cuarto de hora hasta que abre la puerta otro hombre muy parecido al anterior.
-Qué tal amigo, ¿qué necesita?
Con este hombre la conversación es más fluida. Le digo si tiene una coca fría, porque vengo medio deshidratado, y hace una sonrisa orgullosa, entra en la casa, y después de otro cuarto de hora aparece con una fanta. Sale doce pesos.
Está realmente fría, y el hombre me corrobora que, hace no mucho, pusieron electricidad, como si se tratase de un progreso que nunca hubiera soñado. Agrega que, sin embargo, el pueblo de noche queda bajo la más absoluta tiniebla, lo cual es peligroso por las víboras.
Lo primero que hago, al abrir la botella, es convidarle un trago al hombre que acaba de vendérmela. Imagino que su trabajo es proveer a los raros visitantes los víveres de ese almacén, pero sin tener acceso a ninguno de sus productos. Está realmente tímido, parece dudar, pero la mano se le mueve sola hacia la botella.
-Tome amigo, con confianza, que yo después voy para Cafayate y allá consigo estas cosas sin problema.
Le pega un trago tan largo que me dan ganas de dejarle toda la botella que le acabo de comprar, no lo hago nada más que porque sería un poco ridículo y lo incomodaría.
Mientras tomamos la gaseosa me cuenta que hace poco vinieron extranjeros y filmaron en el pueblo dos películas. Le pregunto si piensa que Alemanía, alguna vez, podría volver a ser lo que fue. Aprieta los labios, levanta la vista y larga un desganado suspiro.
-Y, yo no sé.
Yo me hago otras preguntas. ¿Sería deseable que Alemanía deje de ser este encantador pueblo fantasma para convertirse en una especie de Cafayate? ¿El abandono y la desolación, el fracaso de las ilusiones y de los proyectos son un precio justo o necesario para el romántico encanto de las ruinas?
Yo tampoco sé pero la conversación y las preguntas se terminan, se silencian al igual que aquellas fiestas que habían sido muy famosas hace un siglo, muy ruidosas e indecentes para un pueblo de montaña; enmudecen, se disuelven, se las lleva un río por debajo de un gran puente que también es un fantasma.
¡Muy bueno, Hermano! Cuando pasé por allí desde Cafayate camino a Salta me dio curiosidad... coincide con lo que me imaginaba que sería ese lugar, lo que no sabía era nada acerca del calibre de la opulencia en tiempos pretéritos.
ResponderEliminar¡Gracias por ayudarme a despejar simbólicamente esa incógnita en mi mapa subjetivo! ¡Abrazo!