domingo, 4 de marzo de 2012

Compañeros de viaje

Viajar en marzo por Argentina tiene cierto encanto. Es el mes en el que se le terminan los viajes a los que se fueron de vacaciones. Empiezan las clases tanto en escuelas como en universidades, baja un poco la temperatura; Buenos Aires, todavía perezosa, se prepara para retomar sus actividades, es poca la gente que todavía está en la Costa Atlántica, Bariloche o Córdoba, pero en todo caso vuelven en pocos días. Todavía se habla un poco de otros sitios, pero son anécdotas de algo que ya sucedió.

Mientras el turismo nacional deshace las valijas para volver a sus rutinas, yo me preparo para salir rumbo al norte del país.

Me voy cuando todos vuelven y viajo solo hacia lugares solitarios.

Bueno, lo de viajar solo es una manera de decir. En principio, viajo con mi mochila, y quien ha sido mochilero comprende de lo que hablo, sabe que, durante el viaje, una mochila se convierte en algo muy importante, tanto así que no es raro que los viajeros le pongan un nombre a esta compañera. Recuerdo cierta vez en la que, yendo hacia el norte de Bolivia, una compañía de buses mandó mi mochila en un vehículo, que arrancó de pronto una vez que la deposité en su bodega, y yo tuve que ir en otro; fue como si hubiera quedado en la bodega una de mis piernas. Cuando la recuperé, varios kilómetros más adelante, tenía ganas de abrazarla.

Viajo con mi mochila, pero también llevo otro compañero de viaje que no puede faltar: un libro.

En esta ocasión, me acompañará un italiano, Cesare Pavese.

Pavese no conoció países fuera de Italia pero, como todo escritor, ha sido un gran viajero.
Me llevo en la mochila El oficio de vivir, comprado especialmente para que me acompañe a lo largo de tanta ruta solitaria.

Pavese no conoció países, pero pocos poetas han sabido escribir sobre la poética del viajar como este italiano que, nacido en Cuneo, decide suicidarse en Turín.

Su poema Los mares del sur, el primero del poemario Trabajar cansa, es una preciosa oda a un viajero, por lo tanto aquí se los ofrezco para que los haga volar bien lejos.






Una tarde subimos, en silencio, la cuesta
de una colina. En la sombra del tardo crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve tranquilo, con el rostro bronceado,
taciturno. Callar, esa es nuestra virtud.
Algún antepasado debió estar muy solo
-un gran hombre entre idiotas o quizá un pobre loco-
para enseñar a los suyos semejante silencio.

Mi primo habló esta tarde. Preguntándome
si subía con él: se ve desde la cumbre
en las noches serenas el reflejo del faro
lejano, de Turín: “Tú que estás en Turín…”
me ha dicho “…pero tienes razón, vivir se vive
lejos de la aldea: se aprovecha y se goza
y luego, al volver, como yo, cuarentón,
se encuentra todo nuevo. Las Langhe no se pierden”.
Todo esto me ha dicho y no habla italiano,
usa lento dialecto que, según las piedras
de esta misma colina, es tan áspero
que veinte años de idiomas y océanos distintos
ni lo han rasguñado. Y sube por la cuesta
con la mirada baja que yo he visto, de niño,
en los campesinos un poco cansados.

Veinte años anduvo recorriendo la tierra.
Se fue cuando era un niño cuidado por mujeres
y lo dieron por muerto. Después me hablaron de él
las mujeres, como en un cuento, a veces;
pero se lo olvidaron, más graves, los hombres.
Un invierno a mi padre ya muerto le llegó una postal
con una gran estampilla verdosa de naves en un puerto
y augurios de buena vendimia. Hubo un gran estupor,
pero el niño crecido explicó ávidamente
que el mensaje venía de una isla llamada Tasmania
circundada por un mar más azul, feroz de tiburones,
al sur de Australia, en el Pacífico. Y añadió que sin duda
el primo se ocupaba de la pesca de perlas. Y guardó la estampilla.
Cada uno dio su parecer, pero todos
estuvieron de acuerdo en que, de no estar muerto, moriría.
Lo olvidaron todos, después, y pasó mucho tiempo.

Oh, desde que jugaba a piratas malayos
cuánto tiempo pasó. Y de la última vez
que he bajado a bañarme a un lugar peligroso
y seguí a un compañero de juegos sobre un árbol
quebrando bellas ramas y he roto la cabeza
de un rival y he sido golpeado,
cuánta vida pasó. Otros días, otros juegos,
otros sacudimientos de la sangre ante rivales
más elusivos: pensamientos y sueños.
La ciudad me ha enseñado infinitos temores:
un gentío, una calle me han hecho temblar,
un pensamiento, a veces, espiado sobre un rostro.
Siento aún en los ojos esa burlona luz
de miles de faroles sobre el ir y venir de los pasos.

Terminada la guerra, el primo regresó,
gigantesco, como uno de los pocos. Y tenía dinero.
Los parientes decían por lo bajo: “En un año, no más,
ya se lo comió todo y vuelve a las andadas.
Los desesperados siempre mueren así”.
Tiene cara resuelta mi primo. Compró una planta baja
en la aldea y se mandó hacer allí, de cemento, un garage
con el flamante surtidor de nafta adelante
y en la curva bien grande un cartel como aviso sobe el puente.
Luego puso un mecánico dentro recibiendo el dinero
y él paseó por todas las Langhe fumando.
Se había casado entre tanto, en la aldea. Tomó una muchacha
delgada y rubia como las extranjeras
que seguramente había encontrado a veces por el mundo.
Pero siguió andando solo. Vestido de blanco,
las manos a la espalda y el rostro bronceado,
de mañana paseaba en las ferias y con aire de sorna
contrataba caballos. Después me explicó,
cuando falló su plan, que su idea
había sido tomar todo animal del valle
y obligar a la gente a comprarle motores.
“Pero el animal” decía “más grande de todos
he sido yo al pensarlo. Debía saber
que aquí bueyes y hombres son una misma raza”.


Hace más de media hora que estamos andando. La cumbre está cerca,
siempre aumenta en torno el rumor y el silbido del viento.
Mi primo se detiene de golpe y se vuelve: “Este año
escribo en el cartel: -
Santo Stefano
Siempre ha sido el primero en las fiestas
del valle del Belbo
- y que los de Canelli
digan lo que quiran”. Y retorna la cuesta.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en la sombra,
hay luces a lo lejos: granjas, automóviles
que se oyen apenas; y yo pienso en la fuerza
que me ha dado este hombre, arrancándolo al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo no habla nunca de los viajes que ha hecho.
Dice seco que ha estado en tal lugar o ese otro
y piensa en sus motores.

Sólo un sueño
le ha quedado en la sangre: una vez navegó
de foguista en un barco pesquero holandés, el Cetáceo,
y ha visto volar los arpones pesados del sol,
ha visto huir ballenas entre espumas de sangre
y seguirlas y alzarse las colas y luchar con la lanza.
A veces me habla de esto.

Pero cuando le digo
que él es de los dichosos que han visto la aurora
sobre las islas más bellas de la tierra,
sonríe al recordar y responde que el sol
se alzaba cuando el día para ellos ya era viejo.

Tasmania







2 comentarios:

  1. Hola Ale!
    Muy lindo el poema!! Seguramente la lectura de ese libro te acompañará por esos caminos que te están esperando, pero también sentirás la compañía de aquellas miles de almas que seguramente encontrarás en el camino. La ruta parece solitaria (y muchas veces lo es) pero al mismo tiempo está llena de buenas sorpresas y personas que te esperan sin saberlo. Esos encuentros, algunos hasta fugaces, serán los más lindos de tu camino porque un viaje es, más que nada, la gente que se conoce en el camino!
    Muy buen viaje!! Y que la magia te acompañe en ese "Vuela bien lejos"!!
    Un saludo viajero!
    abrazos!
    Aldana y Dino
    (www.magiaenelcamino.com.ar)

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    1. Muy lindo mensaje, y sabias palabras, dignas de viajeros como ustedes. Abrazo desde Salta!

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