Hay todo tipo de textos que, si bien no están catalogados formalmente como libros de viaje, podríamos ubicarlos en ese género sin duda alguna. Si los buscamos en una librería tendremos que examinar la sección de filosofía, política, novelas, sociología o poesía pero, una vez que dimos con uno de ellos para alojarlo en nuestra biblioteca, tranquilamente le hacemos su lugar entre Marco Polo y una guía de Bolivia.
En este caso quisiera compartir un valioso fragmento de un extraordinario libro de viajes que las librerías suelen ubicar en la sección de antropología: se trata del célebre Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss.
Me cuesta creer que se haya escrito un libro de viajes sobre Brasil que lo supere. Su contenido es tan amplio y colorido como el país que recorre y, lo mejor de todo, lo que particularmente me entusiasma, mantiene un equilibrio muy logrado entre la importancia de las aventuras y la de las observaciones.
El fragmento que elijo para compartir tiene que ver con un problema propio de la percepción, es decir, la relación entre lo que se observa y la capacidad cognitiva que tiene el observador para aprehenderlo:
Cuanto menores eran las posibilidades de las culturas humanas para comunicarse entre sí y, por lo tanto, corromperse por mutuo contacto, menos capaces eran sus respectivos emisarios de percibir la riqueza y la significación de esa diversidad. En fin de cuentas soy prisionero de una alternativa: o antiguo viajero, enfrentado a un prodigioso espectáculo del que nada o casi nada aprehendería, o que, peor aún, me inspiraría quizá burla o repugnancia; o viajero moderno que corre tras los vestigios de una realidad desaparecida. Ninguna de las dos situaciones me satisface, pues yo, que me lamento frente a sombras, ¿no soy impermeable al verdadero espectáculo que toma cuerpo en este instante, para cuya observación mi formación humana carece aún de la madurez requerida? De aquí a unos cientos de años, en este mismo lugar, otro viajero tan desesperado como yo llorará la desaparición de lo que yo hubiera podido ver y no he visto. Víctima de una doble invalidez, todo lo que percibo me hiere, y me reprocho sin cesar por no haber sabido mirar lo suficiente.
Poco tengo que agregar; la cita se basta a sí misma. Sin embargo, no puedo dejar de comentar que, luego de haber leído este valioso fragmento, se me ocurrieron todo tipo de ejemplos de viajeros que, debido a lo que Lévi-Strauss llamaría su "formación humana", no estaban en condiciones de apreciar el terreno que transitaban tal como nosotros lo hubiéramos hecho, al punto de que lo que para ellos debió de ser algo desprovisto de todo encanto, se presenta ante nosotros como un espectáculo cultural tan maravilloso que apenas si somos capaces de imaginarlo. Uno de estos ejemplos es otro libro de viajes, un clásico de la cultura argentina: Viaje al Río de la plata de Ulrico Schmidl.
La persona y las circunstancias del viaje que narra este texto son, perturbadoramente, mucho más fascinantes que el texto mismo: se trata de un soldado alemán del siglo XVI que, luego de haber integrado la expedición de Pedro de Mendoza, en la que tuvo lugar la primera fundación de Buenos Aires, publicó en el año 1567 una crónica en donde, con pobrísimo vocabulario y escasos detalles, nos cuenta esa experiencia de veinte años de viaje por América conviviendo y guerreando con las diferentes tribus nativas. Es un texto que no llega a las cien páginas y que dedica uno o dos párrafos a aventuras que, según nuestra curiosidad, deberían ocupar un libro aparte de mil páginas, como mínimo. Está claro que un panorama cultural que resultaba mediocre para un soldado como Schmidl, quien debido a su condición de tal le tocó vivenciarlo, se presenta ante nuestros ojos como la más interesante y apasionante de las aventuras, quizá por el mero hecho de que no está a nuestro alcance.
Si quisiera citar un fragmento de esta antigua crónica, optaría por alguno de los que hacen de Schmidl un involuntario precursor de los relatos de viaje que tienen como propósito cuestionar o desmentir los estereotipos; al contrario de los demás cronistas europeos que registraron la conquista de América, este alemán nos cuenta que los conquistadores pierden la batalla contra los valientes nativos y, hambrientos, sitiados, rodeados de pueblos que consideraban salvajes, terminan ellos mismos, los españoles, comiéndose a sus semejantes, siendo quizá unos de los pocos habitantes de esas tierras que no tenían reparos a la hora de ejercer el canibalismo:
Y aconteció que tres españoles se robaron un rocín y se lo comieron sin ser sentidos; mas cuando se llegó a saber los mandaron prender e hicieron declarar con tormento; y luego que confesaron el delito los condenaron a muerte en horca. Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne para satisfacer el hambre. También un español se comió al hermano que había muerto en la ciudad de Bonas Ayres.
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