Los motivos por los cuales uno tiene la necesidad de emprender un viaje son tan variados como los destinos y las maneras de llevarlo a cabo. Quiero ahora hablar de uno de esos motivos en particular, bastante clásico, y muy propio de quien, como yo, habita una ciudad como Buenos Aires: huir de esta masa de neuróticos, alienados, cobardes, estúpidos, enfermos y horriblemente mediocres seres que nos rodean compartiendo esta cárcel urbana desesperante. Cárcel, por supuesto, de puertas abiertas para todos aquellos que estén a la altura de dejar atrás los barrotes, con todo lo que implique la fuga. No quiero, es necesario aclarar, dar a entender que soy el ser extraordinario y elevado que, cual porteño Zaratustra, mira de afuera este basurero plagado de psiquiatras y relojes, ¿quién no se enferma viviendo en la enfermedad? ¿Quién podría dejar de cantar, junto a José Larralde, “yo también soy raza humana” o “pariente de la jauría”? No, esa soberbia, aunque involuntaria, me incomoda. Sin embargo es cierto que quizá me sienta menos cómodo que otros aquí donde estoy y, por lo tanto, decidí, a partir de marzo, hacer un viaje por el noroeste argentino. El motivo con el que empecé este texto es uno de los principales.
Hace casi diez años que hago viajes, y ninguno de ellos fue dentro de mi propio país. No se trató de una decisión, simplemente no era el momento. Ahora sí llegó el momento: con mi mochila bien provista de carpa, aislante y bolsa de dormir, tengo la idea de bajar desde Salta a Buenos Aires haciendo el trayecto de la ruta 40 en Catamarca y en La rioja. Una ruta poco transitada que esconde más de un pueblo olvidado del resto del país. Hacia allí será mi fuga, necesaria como el aire y el agua. No quiero parecer soberbio, pero al carajo con esta multitud insana y decadente; al psicólogo que vaya otro, yo me voy para la ruta 40. El domingo 4 de marzo estoy saliendo para Salta.
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