domingo, 1 de abril de 2012

Merlo y Las Chacras, entre las ramas y los versos.



Aquí en la cima, sobre el imponente Filo de la Sierra, los flequillos silvestres del Valle del Conlara están despeinados eternamente, los agita el viento frío que sopla por encima de los dos mil metros de altura. La vista es propia de la ventanilla de un avión, pero el vuelo se puede hacer arrojándose en parapente o por las cuerdas de la tirolesa. Mi hazaña es quizá mayor: desde la reserva ecológica de Rincón del Este, donde águilas y zorros llegan cada mañana para buscar alimento, subí a pie los diez kilómetros de ruta que me trajeron a esta cumbre, el Mirador de los Cóndores.

Amo la altura tanto como la solidez de la tierra: una y otra se complementan, llevándome cada uno de estos extremos hacia el camino que conduce al otro, es un diálogo de inmensidades que, como el sol y la luna, se hablan por medio del eco de una misma lengua silenciosa.

Hace un mes que vengo subiendo cerros. En el de los Comechingones, al oeste de esta ciudad turística de San Luís que limita con Córdoba, encontré uno de los miradores más altos y a la vez más accesibles. No es extraño que sea en Merlo, la ciudad cuya industria del turismo y de la gastronomía alejaron de Buenos Aires a miles de porteños, donde haya cobrado mayor relevancia una reflexión que siempre supe rumiar en los parques y las bibliotecas: el incesante diálogo entre la cultura y la naturaleza, este encuentro del que resulta, sin más, aquello que es constitutivo de la humanidad misma, híbrido fruto de una relación dialéctica en la que ambos polos se determinan de manera recíproca.

Desde la altura de los cóndores, donde hasta el Mirador del Sol me ha quedado lejos, apenas recuerdo mi paseo por el arroyo de Pasos Malos, donde pude bañarme al pie de una cascada, o la histórica campana de la Iglesia Nuestra Señora del Rosario, rodeada de tiendas de salames y alfajores, menos todavía el Casino de Chumamaya y los barrios privados de una ciudad vanidosa de un microclima que, con bajos porcentajes de humedad y abundantes átomos de oxígeno, contribuiría al bienestar de miles de turistas alojados en cabañas o balnearios. No pienso en nada de eso, que apenas me interesa. La visita a Merlo me ha dado la ocasión de conocer dos sitios en donde la naturaleza y la cultura bailan un tango en el que, si bien pareciera que cada uno de los bailarines van para distintos lados, en verdad ninguno de ellos podría ser lo que ahora es sin los brazos de su pareja.

Un complejo entrevero de versos y ramas me llevó a conocer el Algarrobo Abuelo, todavía bajo el cuidado de la familia más refinada de Merlo.

El Algarrobo Abuelo es un árbol que tiene más de ochocientos años. Antonio Esteban Agüero, el poeta oficial del pueblo, supo escribir numerosos versos en homenaje a este árbol ancestral que es, en sus palabras, el padre y señor del bosque, el abuelo de barbas vegetales, un hijo selecto del sol y de la tierra, catedral de pájaros, espejo de los siglos cuya sombra, que habrá sido alabada en lenguas indígenas, sigue siendo una lluvia de paz derramada desde sus gruesos brazos, algunos de los cuales descienden desde las alturas hasta la tierra, inclinados majestuosamente hacia la profundidad de sus raíces. El Algarrobo Abuelo es el rey de un bosque de unas cuatro hectáreas; cuando llego a su entrada me recibe Vicente Orlando Agüero Adaro, sobrino del poeta y, a su vez, navegante, piloto, artista plástico y profesor universitario, autor de una filosofía conceptual cuya rebuscada decodificación, heredera del analítico esquematismo occidental, me interesa ahora tan poco que sería capaz de salir corriendo si no se limitara a hablarme sobre este árbol al que llegué luego de una caminata de cinco kilómetros. Desde este mirador quisiera adivinar el verdoso punto de la gigantesca copa del Algarrobo Abuelo, ese árbol que reina allí abajo tanto como aquí arriba lo hacen los cóndores; emperador del bosque que, siendo una de las máximas proezas de la naturaleza, solo podía ser inmortalizado por la poesía, una de las máximas proezas de la cultura.

José Martí, poeta latinoamericano, mártir de la independencia, escribió sus mejores versos, los célebres versos sencillos, en las montañas Catskill de New York, atravesado por la obsesión de un diálogo entre la naturaleza y la cultura en el que le costaba encontrar una conciliación, quizá sufriendo la misma falsa oposición entre la pluma y el fusil que supo fundir acaso sin darse cuenta. Todo el poemario resuma la presencia del monte, refugio del poeta hacia el que corre el verso como un siervo herido; el espacio que ensalza es vegetal, con la palma, los robledales, el abedul y la madreselva, cantando junto al cuervo, el canario y la mariposa, corriendo como el leopardo a través de los arroyos, conmovido ante una belleza que llueve desde la noche oscura, la tierra amarilla que baña el Ebro y el bosque eterno al romper el sol. Todo el canto de estos versos es un intento desesperado por despojar al hombre de la naturaleza de los artificios propios de la cultura, pero hasta la agresión del emergente imperio norteamericano debe ser simbolizada con las garras de un águila. José Martí quiere denunciar la falsa erudición de la cultura, falazmente limitada a las civilizaciones europeas, y construir un hombre ideal, el latinoamericano que, capaz de recoger la sabiduría de los indios, los africanos, los criollos, podría destruir la falsa erudición de los libros y de las universidades. ¿Cómo pudo costarle tanto rendirse a la evidencia de que no tenía una forma más eficaz que la de sus libros para denunciar la cultura de las bibliotecas? ¿No es esta la misma encrucijada de Antonio Esteban Agüero, condenado a escribir odas a los caciques comechingones mediante el refinado uso de la lengua de los conquistadores?

Desde el Mirador de los Cóndores, agotado por la subida, hago dedo para el descenso y me recoge un hombre de 9 de Julio cuyo encuentro cumple una función: contarme que en el pueblo cordobés de La Paz, que sin duda habré visto como un punto desde arriba, encontró de casualidad, perdido entre calles de tierra, un museo del libro que es único en el país y atesora ejemplares del siglo XVI hasta el XIX.

-Yo no leo pibe, la verdad es que nunca me interesé por los libros, pero andando por esa zona de casualidad encontré ese museo y quedé maravillado con las cosas que tiene el hombre que lo habita.

Osvaldo, el dueño del Hostel Merlo donde estoy alojado, me cuenta que, en efecto, hay un hombre llamado Luis Berraute que es el director de un museo del libro.

-¿Y tiene libros del siglo XVI?

-Mirá, no sé, yo no lo conozco, no es algo conocido. Lo que sé es que está en Las Chacras, un pueblo de Córdoba que queda a 13 kilómetros de acá, es un lugar muy tranquilo y se puede ir con el colectivo Sarmiento que sale de la terminal.

Salgo corriendo hacia Las Chacras para ver este museo. No puedo esperar que pase ningún colectivo, hago dedo desde la terminal con tanta buena suerte que, luego de dos minutos de espera, abre la puerta de su camioneta un hombre que va para San Javier y tiene que pasar por Las Chacras. Vive en esa región y no tiene idea de que haya un museo del libro. Me cuenta que Las Chacras, entre La Paz y Loma Bola, es uno de los pueblitos más tranquilos de la región, está encastrado en lo más profundo de las sierras y consta de un entrevero de callejas de tierra donde abundan los cuises y los zorros. Cuando bajo de su camioneta empieza a oscurecer. Estoy en Las Chacras y no hay más vida que la de dos o tres caballos. Ingreso al pueblo por un estrecho sendero de tierra; el pueblo es un bosque en donde hay desperdigadas discretas chacras que parecen deshabitadas, es uno de los lugares más tranquilos y solitarios que visité en este viaje por pequeños pueblos que vengo haciendo desde Salta. Apenas puedo creer que estoy en un sitio como este buscando un museo que tiene libros medievales, por un momento pienso si no estoy alucinando. Falta poco para que se haga de noche y, en estas callejas silvestres que carecen de toda iluminación, dentro de una hora no podría ver mis propias manos frente a mi rostro. El único signo de vida que encuentro es un cartel que anuncia el alquiler de cabañas y, un poco más atrás, pasando bastante desapercibido, otro cartel de madera en forma de flecha que dice, en letras azules: museo. La flecha indica otro de los caminos de tierra que derivan a otros caminos de tierra con un horizonte de vegetación. Cuando por fin me cruzo con un jinete tengo que dudar antes de preguntarle si hay por ahí un museo de libros, pero este paisano me dice que está cerca, y él mismo se ofrece a guiarme hasta el sitio. Camino detrás de su caballo pueblo adentro, atravesamos algunas pequeñas estancias y un rústico embalse en medio de un pastizal hasta llegar a un decoroso cartel de madera que, atornillado sobre un árbol, dice lo siguiente: “Museo del Libro. Fundado el 9 de julio de 1998, único en el país. Posee legítimos ejemplares de los siglos XVI, XVII, XVIII Y XIX. Declarado en 1999 de Interés Municipal; en el año 2000 fue reconocido por la Presidencia de la Nación”. En la tranquera del museo leo una inscripción que indica el horario de las visitas: las cuatro de la tarde en invierno y las siete de la tarde en verano. Son las siete en punto de la tarde, pero acaba de empezar el invierno. Toco el timbre y, luego de un cuarto de hora, aparece Luís Berraute, un hombre rubio de ojos claros, tiene un aura refinada y no aparenta para nada los casi setenta años que ha vivido, destinando varias décadas, sobre todo la del sesenta, a adquirir en remates de París o Madrid verdaderos tesoros que nos pudo dar, desde sus primeros años, la invención de la imprenta.

-Alejandro –me explica con mucha serenidad, tratando de calmar mi impaciencia-, hoy no puedo mostrarte el museo, la visita es a las cuatro.

-Luís, vengo casi corriendo desde el Mirador de los Cóndores, apenas puedo creer que haya encontrado algo como esto en un lugar como este…

Luís Berraute vive en Las Chacras hace veinte años. Decidió adquirir un terreno en este lugar tranquilo donde no se oye más que el silencio. Trajo todos sus tesoros para fundar, precisamente aquí, el único museo del libro del país. Su único ingreso son los 35 pesos que cobra para la visita guiada, y recién en los últimos años, sobre todo gracias a una entrevista del canal Encuentro, este templo de la cultura que tiene en medio de la naturaleza empezó a ser conocido al punto de recibir la visita de algunos turistas, no muchos por supuesto. Con las visitas es muy estricto: hay que llegar puntualmente en el horario indicado. Lo que tiene allí adentro es un altar del saber cuyo ingreso requiere el cumplimiento de una ceremonia.

Paso la noche en el hostel de Merlo sin otra cosa en la cabeza que la visita a este museo. Mientras mis tres compañeros de habitación hablan del Salto del Tigre o del Tabaquillo, yo no hago más que pensar en Las Chacras de Traslasierra. La única vez que visité un museo de libros fue en Ginebra, y me había asombrado dar con él en la campestre comuna de Cologny, pero este de Las Chacras supera todas mis expectativas.

Son las tres de la tarde y ya estoy sentado frente al museo en un tronco que me sirve de sala de espera. Luis Berraut abre la puerta para que salga su perro y se ríe de mi impaciencia. A las cuatro en punto estoy ante la primera de las dos salas rodeado de verdaderos tesoros, por ejemplo, los Decretos del Emperador Graciano, un libro de Papel Trapo editado en 1559, o un Jardín de Flores Curiosas de Torquemada, impreso en Venecia en 1590. Si tuviera que hacer una lista de los libros que tiene este hombre, muchos de ellos cosidos a mano y con tapas de piel de carnero, debería extender esta crónica a muchas páginas; además, Luis Berraut es capaz de escribir un libro entero para explicar la historia y las particularidades de cada uno de los libros que guarda en estas dos salas a las que considera un túnel del tiempo custodiado por ángeles. Tiene más de 400 tomos, muchos de ellos con papel trapo de fibras de algodón y de lino, y yo hago este viaje que me lleva por una primera Historia de Francia que habla sobre las tribus galas, escrita en 1576, o un ejemplar de la segunda Biblia escrita en español en 1603, o las Epístolas de Cicerón, o un Artes Médicas de Galeno de 1549. La sabiduría de Luís Berraut, que se leyó todos estos libros en sus diversas lenguas, es de carácter renacentista, una de sus épocas preferidas. Al contrario de lo que puede suceder en cualquier museo europeo, mi anfitrión abre una de las vitrinas para que pueda ver y tocar algunos de estos ejemplares. Me muestra antiguos subrayados y anotaciones para que pueda apreciar la finísima caligrafía de un europeo culto del siglo XVII. Entre las detalladas explicaciones de esta visita, me cuenta que antiguamente pintaban los cantos de los libros con un color que indicaba su contenido: el azul para la filosofía, el blanco para los que hablaban del Papa o del Rey, y el rojo para los de historia, que está escrita con sangre.

En la segunda sala, donde tiene los libros más modernos, me muestra una primera edición de Una excursión a los Indios Ranqueles de Mansilla, un libro que considero, sin duda alguna, el mejor relato de viajes que se escribió en la República Argentina. En un capítulo memorable, Mansilla cuenta que, allá en las tolderías de los indios Ranqueles, el épico Baigorria tenía una biblioteca en donde acumulaba los libros que le traían los indios de los malones, y su lectura preferida era nada más ni nada menos que el Facundo de Sarmiento.

No puedo más que sonreír al pensar en algún viajero argentino del siglo XIX que, recorriendo las más rústicas tolderías indígenas del desierto, pudo haberse topado con un ejemplar del Facundo, uno de los primeros libros que dieron por hecho la existencia de una guerra entre la cultura y la naturaleza o, en sus palabras, la civilización y la barbarie, esta falsa oposición de términos que no son más que las dos caras de una misma e invalorable moneda.

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