Walter Benjamin,
célebre literato alemán, observa que el lujo de la ciudad de Berlín comienza
sobre el asfalto, debido a la principesca anchura de sus veredas. En veredas
como las de Berlín, el más pobre de los transeúntes puede sentirse un gran
señor que pasea por la explanada de su castillo. Yo, que posiblemente sea el
más pobre de entre todos los que pasean por Ginebra, olvido mi situación
económica debido a razones urbanas: en Ginebra cualquier peatón puede sentir
que está paseando por los jardines de su mansión, hasta cuando sale a comprar
un paquete de fideos.
La abundancia de productos de lujo, la esplendorosa joyería de los
escaparates, las arregladas flores de los numerosos parques y otra cantidad de
cosas por el estilo se hacen tan cotidianas a la vista que pueden equivaler, si
nos sentimos en casa, a los valiosos jarrones o pinturas que engalanan nuestro
salón. Siendo así, no es extraño que un ciudadano ginebrino, con su
característica severidad, se moleste tanto ante el transeúnte que arroja un
papel a la vía pública, tal como si hubiera sido arrojado sobre la alfombra de
su sala de billar. Beber agua de las fuentes potables de esta ciudad es como
llenar la copa en el ponche de la sala de baile, y hacer pis en el Lago Lemán
sería algo así como mearse en la pecera de nuestro respetable anfitrión.
En la rue de la Tour-de -l'Ile sobresale el
Banco Safdie, elegante edificio francés adosado a una antigua torre. Tiene un
reloj enorme de dorados números romanos. Es el punto más antiguo de la ciudad,
con información tallada en letras mayúsculas: “Jules Cesar, dans ses
commentaires, mentionne son passage a Geneve au debut de la guerre des gaules
58 abs avant J-C”. Cada hora suena la austera campana de la cúpula. Al solemne
son de este tañido, cuando comienza a oscurecer, Ginebra deja de ser una ciudad
para convertirse en un pueblo que se va a dormir temprano, con un silencio
cortés.
La casa está en orden. Oscurece, me siento a escribir en uno de los
tantos bancos que están frente al lago. Los pájaros revolotean por encima de
los patos y solo oigo el barullo que causa el viento sacudiendo los veleros de
las embarcaciones. Experimento una profunda sensación de soledad. No se trata
de una soledad metafísica, lírica o filosófica. Es, no tengo dudas, una soledad
urbana que, a esta altura, me permito calificar de ginebrina. La soledad
ginebrina se siente en todo el cuerpo al igual que una lluvia helada. Oprime la
garganta, angustia. Es el círculo de un reloj de pared en el salón de una casa
antigua, rica y triste, con el monótono avance de la aguja frente a un anciano,
único habitante que, en sus últimos años, la observa sabiendo que no le queda
nada por hacer en la vida. Se puede pasear por estas calles durante horas,
pararse frente a las tiendas, utilizar el transporte público, todo esto sin
haber hablado con nadie ni haber visto que los demás lo hagan.
Ginebra es una ciudad ideal para ser un solitario entre otros
solitarios. Hay, entre los solitarios, un acuerdo tácito: mantener todo lo que
sostiene esta situación de soledad. Se relacionarán lo que sea indispensable
para lograr esto, no más. Para que esta soledad no se quiebre, es necesario que
no haya conflictos, relaciones, intercambios, y la ciudad parece actuar en
función de este ideal. Dentro del trato mínimo e indispensable que es necesario
para mantener las cosas en funcionamiento, hay que cumplir, como parte de los
deberes cívicos, con una suma de fórmulas cordiales, frases hechas,
convenciones por medio de las cuales uno puede, más que estar con otros,
tolerarlos durante unos pocos minutos. En Ginebra hay frases que se oyen todo
el tiempo:
-Bon après midi.
-Bonne fin de soirée.
Compras un simple caramelo y el vendedor te dirá buenos días, tome
su vuelto por favor, que lo disfrute, muchas gracias, que tenga un buen día y
que pase un mejor fin de semana, hasta luego. Al principio, uno se queda
maravillado ante esta extraordinaria cortesía. Durante un minuto podríamos
pensar que los ginebrinos son los seres más amables y filantrópicos del
universo, pero qué error tan grosero. Poco tardamos en advertir que se trata de
meras convenciones, dichas en todo momento y a toda persona, sin conllevar
nunca una puerta abierta hacia ningún género de confianza, intimidad, verdadero
interés por el prójimo o simpatía. En pueblos pobres de Latinoamérica, gente
hosca y de pocas palabras no tuvo problema en invitarme a dormir en su casa.
Aquí, el que me vendió ese caramelo, luego de despedirme con el deseo de que
tenga un buen fin de semana, ya puede verme caer en un pozo del que quedo
colgado, notar que solo necesito una mano para no caer al vacío, y quedar ahí
tan tranquilo, hasta conservando la cordial sonrisa, sin que le competa en nada
la acción de darme un elemental auxilio, porque él solo tenía que ser cortés
con un cliente, para lo demás que vengan los de la
Cruz Roja.
De todas las frases que se oyen todo el tiempo, hay dos que, antes
del bonjour, del del s'il vous plaît y
del au revoir, me producen una irritación particular: merci y pardon. Serán
pronunciadas con tanta afectada frecuencia que terminarán por enloquecernos. En
Ginebra hay que decir merci y pardon, como mínimo, cincuenta veces por día.
Algunas de esas veces ni siquiera tendrán sentido, pueden decirse cuando uno
roza a otro, estornuda o se tropieza, sirven para todo, hasta se la dice uno a
sí mismo cuando resbala con la nieve. Es difícil, hasta que pase un tiempo
después de haber estado en Ginebra, quitárselas de la cabeza. El año pasado, de
regreso a Buenos Aires, le dije merci al estupefacto oficial argentino que me
selló el pasaporte. Y, por supuesto, se le dice bonjour al desconocido que se
cruza con nosotros en las calles de las comunas. Con la característica tonada
ginebrina, ese acento más musical y cantarín que el del francés parisino, oímos
todo el tiempo estas frases que marcan las fronteras de un trato definido,
premeditado, regulador del inevitable encuentro con el otro que tiene lugar en
toda ciudad. Es una manera eficaz de mantener un cierto tipo de vida social que
nos libere de una verdadera cercanía o compromiso con el resto de los mortales.
Forma parte de las concesiones que un solitario debe hacer para seguir en
soledad. Pero, por encima de estas convenciones, debe regir como administrador
de la vida social un sistema adecuado. Cuanto más perfecto sea el sistema,
menos necesidad habrá de relacionarse con los otros, hasta llegar al punto de
que, una vez dicho pardon y merci una docena de veces, uno puede relacionarse
solamente con este sistema de todos y de nadie que garantiza el anonimato, la
reserva, la invisibilidad, ventajas de particular conveniencia para los que
tienen bienes que los demás codician.
Me paro durante un instante para buscar un cigarrillo y encenderlo.
Camino unos metros hacia el lago y regreso, oigo el sonido seco de cada paso y
es angustiante. Fumo dos o tres pitadas y me sucede algo muy ginebrino:
sentirme en falta por arrojar ceniza al asfalto. Esto puede estar mal; imagino
que alguien, salido de repente no sé de dónde, podría venir a reconvenirme,
incluso a convencerme, luego de una serie de razones cívicas y médicas,
formuladas con rigidez pero con total derecho, de que lo que acabo de hacer,
empezando por fumar, está mal, muy mal, y que yo sería una persona mejor si no
volviera a hacerlo.
Un buen escritor es capaz de resumir todas estas páginas que estoy
escribiendo en un solo párrafo. Con respecto a Suiza, lo mejor que leí sobre
este país es un párrafo de Ernesto Sábato. En Sobre Héroes y Tumbas, Fernando
Vidal Olmos, su gran personaje, dedica a Suiza unas pocas palabras para decir
más de lo que yo soy capaz en un libro entero:
“La primera vez que pasé por ese país
tuve la sensación de que era barrido totalmente cada mañana por las amas de
casa (echando, por supuesto, la tierra a Italia).Y fue tan poderosa la
impresión que repensé la mitología nacional. Las anécdotas son esencialmente
verdaderas porque son inventadas, porque se las inventa pieza por pieza, para
ajustarlas exactamente a un individuo. Algo semejante sucede con los mitos
nacionales, que son fabricados a propósito para describir el alma de un país, y
así se me ocurrió en esa circunstancia que la leyenda de Guillermo Tell
describía con fidelidad el alma suiza: cuando el arquero le dio con la flecha
en la manzana, seguramente en el medio exacto de la manzana, se perdieron la
única oportunidad histórica de tener una gran tragedia nacional. ¿Qué puede
esperarse de un país semejante? Una raza de relojeros, en el mejor de los
casos”.
Insuperable, pero el libro que me acompaña en este viaje lo escribió
Fernando Pessoa. En una de las tantas páginas de Soares que abro al azar leo la
siguiente frase: “Adoramos la perfección, porque no la podemos tener; nos
repugnaría si la tuviéramos. Lo perfecto es lo inhumano, pues lo humano es lo
imperfecto”.
¿Adoramos la perfección? Algo de esto hay, indudablemente, en la
naturaleza humana. Los griegos, que inventaron la cultura occidental, nos
legaron el poema de un mundo de ideas puras, de arquetipos intemporales, una
eternidad armónica en la que, al menos filosóficamente, podemos refugiarnos de
la imperfección. También la hermosa filosofía budista nos propone, como ideal
máximo de vida, un estado similar al de la muerte. Sin embargo, también hay algo de lo otro: la
pasión, el azar, la aventura, la deliciosa imprevisibilidad de la imperfecta
vida humana. La ciudad de Ginebra, más apolínea que dionisíaca, parece haber
resuelto la extirpación de las pasiones. ¿Realmente gozan los ginebrinos de
este ascetismo calvinista? Leo en un artículo el siguiente informe:
“Cada año se matan en Suiza entre 1.300 y 1.400 personas, lo que da
4 muertos por día y representa una tasa de 19,1 suicidios cada 100 habitantes.
Esta es superior al promedio mundial, que es de 14,5 cada 100 mil habitantes, y
en el contexto europeo ubica al país al mismo nivel que Austria, Bélgica y
Francia. Las muertes por suicidio superan a las causadas por accidentes de
tránsito, consumo de drogas y SIDA juntos. Con las muertes por accidentes de
tránsito y SIDA en disminución, el suicidio es la principal causa de muerte de
los varones de entre 14 y 44 años. En conjunto, el 10% de la población intenta
suicidarse al menos una vez. El informe de la Oficina Federal de
la Salud Pública
dice que “no se dispone apenas de conocimientos científicos que permitan
explicar por qué Suiza tiene una tasa de suicidios relativamente alta en
comparación con sus vecinos”.
Me roba una irónica sonrisa aquello
de que la Oficina
Federal de la Salud Pública observe que no hay, para esto,
conocimientos científicos. Este organismo, que delata en sus criterios un
ridículo positivismo sociológico, así sea por el mero hecho de contemplar la
posibilidad de que existan, para explicar los suicidios, conocimientos
científicos, más bien debería dejar hablar a los filósofos y a los poetas a no
ser que, de tan platónicos, hayan decretado el destierro de los mismos, tal
como sugiere el filósofo griego en la República.
A mí me parece natural que haya tantos suicidios en una
sociedad que no hace más que buscar la perfección. ¿Acaso la perfección sirve
para otra cosa que para fumar el último cigarrillo y pegarse un perfecto tiro?
Este estilo de vida ginebrino,
solitario, prudente, calculado, ordenado, es sin duda una de las
particularidades que ocasionan el interés de los visitantes. Nunca falta
alguien que, habiendo pasado por aquí, cuenta algo sobre lo ordenada que es la
ciudad y sus ciudadanos. Sin embargo, poco se ha escrito sobre Ginebra.
Pareciera que la misma perfección de la ciudad resiente la escritura sobre
ella. Como si uno no encontrase mucho que decir sobre un sitio que no ofrece
imperfecciones. Por cierto hábito literario, se tiende a escribir sobre
sobresaltos, tragedias, escándalos, aventuras, en tanto que un sistema de
correcto y regular funcionamiento queda marginado de los grandes relatos de lo
extraordinario. Sin embargo, yo creo que, en Ginebra, lo extraordinario existe,
y se trata justamente de esta tendencia a que nada extraordinario suceda. Bien
pensado, esto es algo realmente extraordinario. Un lugar que parece destacarse
porque no haya nada nuevo que contar es un lugar que tiene, justamente, esta
rareza digna de ser narrada.
Solamente conozco un libro sobre
Ginebra. Lo escribió una española, la catalana Rosa Regàs, luego de haber
habitado la ciudad como funcionaria de uno de los organismos internacionales.
El título del libro es, sin más, Ginebra.
Se lo encargó el director de una colección sobre ciudades. Se trata de un libro
muy malo, y se nota que cumple con un encargo. Como la ciudad que describe, es
eficiente pero demasiado acotado, fresco pero sobrio, y lo único que realmente
me interesó fue la ordenación de una serie de datos y de impresiones sobre la
vida ginebrina que eran las previsibles. De este libro rescato lo único que
considero que vale la pena, algunas anécdotas de esas que, en Ginebra, uno oye
todo el tiempo sobre el estilo de vida ginebrino, y algún que otro párrafo como
por ejemplo este:
“Además de no mirar, el ginebrino no gesticula ni tiene expresión en
la cara. No gesticula porque no habla, no se asusta porque nada ocurre, no ríe
porque no hay nada de que reír, no se sorprende porque no hay nada de que
sorprenderse y no chilla porque no hay nada que sobresalga lo suficiente de la
normalidad como para provocar un chillido”.
Por mi parte, muchas veces he
sentido, luego de largos paseos por Ginebra, que esta ciudad debería estar
habitada por estatuas.
Alguien podría decir que son
numerosos los pueblos en los que todo sucede según una monótona rutina. Pero
Ginebra no es un pueblo, es una célebre ciudad, uno de los grandes centros
financieros del mundo y, para colmo, sus habitantes no son la homogénea
progenie de una raza o etnia determinada: son ciudadanos de todos los países
del mundo. Resulta inquietante observar que este ejemplo de armonía cívica
funciona en un grupo humano tan heterogéneo. En este sentido, tampoco es válido
recordar que la afrancesada Ginebra, el último cantón en unirse a la Confederación , es la
ciudad menos suiza de Suiza, y que el verdadero espíritu de perfección
helvético se halla más bien en los demás pueblos del país, casi todos rurales.
No me resulta tan asombroso observar esta tendencia a la perfección en un
pueblo suizo, eminentemente rural, habitado por suizos de varias generaciones.
Lo asombroso es observarlo en esta ciudad heterogénea, sin duda la más
multiracial del mundo, con todo el cosmopolitismo que la caracteriza.
Si uno quisiera describir aquellos
rasgos que hacen de Ginebra una ciudad tan ordenada, no sabe por dónde empezar.
Mejor aún, da igual por dónde sea que uno empiece: finalmente todo terminará
articulándose y, cada una de las partes, acabarán, en conjunto, dando la
impresión de un todo armónico. El mismo espíritu de eficiencia, higiene, orden
y reserva rige en el modo de administrar los servicios públicos, en el sistema
de limpieza de los parques, los hábitos nocturnos, el estilo de la prensa, las
excursiones, el interior de las casas. Cada detalle forma parte de un plan
general. Hasta la Fiesta
de la Música ,
extraordinario evento de tres días que se realiza una vez al año, se
desenvuelve con extremado orden y organización, de modo tal que termina de dar
su concierto una banda de heavy metal y a los cinco minutos ya juntaron los
papeles del piso. Recuerdo mi primera
tarde en Ginebra. Me habían comentado
detrás de que líneas no se puede estacionar y, si uno lo hace, no tiene muchas
posibilidades de quedar impune, no tanto porque las autoridades lo descubran:
los ciudadanos denuncian. En efecto, veo un auto estacionar en un lugar
prohibido. Recuerdo que tenía patente rusa. El segundo de los ciudadanos que
pasó por allí, lo vi con mis propios ojos, sacó su teléfono e hizo la denuncia.
Al instante estaba allí el inspector haciendo la multa. Yo, recién aterrizado
desde la neurótica Buenos Aires, lo primero que pensé fue que estaba en una
ciudad de viles delatores, seres obsecuentes y vendidos al sistema. Pero eso es
un error: los ciudadanos ginebrinos no son ni obsecuentes ni vendidos al
sistema. Es más simple: son el sistema. El Estado no es un poder paternalista
que impone, por la fuerza, una serie de leyes y costumbres a una turba
convulsionada. El Estado es aquí la ciudadanía: los ciudadanos, defendiendo al
Estado, se defienden a sí mismos. Ellos cumplen con el Estado porque el Estado
cumple con ellos. Rosa Regàs recuerda algunas de esas votaciones que llaman la
atención del visitante. En una oportunidad los ginebrinos votaron contra el
aumento de vacaciones anuales. Reflexionaron que esta semana adicional
implicaría un gasto extra para el erario público, y por lo tanto ellos mismos
contribuirían a pagar este gasto. En otra oportunidad votaron a favor de un
impuesto en autopistas por entonces gratuitas, comprendiendo que el impuesto
repartía el gasto de mantenimiento entre los usuarios. Ginebra es una obra de arte cívico, quizás
uno de los pocos lugares del mundo en donde, luego de leer un texto de
educación cívica, no se tiene la sensación de haber leído una novela de ciencia
ficción.
Desde luego que las calles son
limpias. Ni un solo papel injuria las impecables aceras de la ciudad. En todos
los barrios hay numerosos contenedores de basura, todos tan bien puestos que
hasta da pena arrojarles desperdicios, pero a nadie se le ocurre arrojar basura
en otro lado. Estos contenedores están clasificados según el tipo de deshechos:
uno para papeles, otro para latas, uno para botellas verdes, otro para botellas
blancas. La basura se recicla y se publican las cifras de lo que supone este
ahorro. Igualmente inconcebible es
la posibilidad de que la ciudad se vea ensuciada por las necesidades de los
numerosísimos perros de todas las razas que pasean junto a sus dueños, de todas
las naciones. Para las defecaciones de estos perros, todos ellos registrados,
vacunados y bien educados, siempre hay una caninnete,
casilla provista de unas bolsas rojas especiales. No vaya a creerse que en
Ginebra, se trate de un animal o de una cosa, algo quedará fuera del sistema.
También las bicicletas deben tener su documentación y su placa. En toda la
ciudad hay carriles especiales para ellas, y no es asombroso verlas sin cadena,
en ausencia de sus dueños. En cuanto a los carriles, además de haberlos
especiales para los autobuses, los taxis y los ciclistas, hay que añadir que no
se limitan a señalar, con eficientes inscripciones, cuándo hay que girar a la
izquierda o a la derecha: también indican los nombres de los barrios a los que
uno llega si los sigue.
Un ginebrino no puede sentir, en ningún momento, que el sistema lo
abandona. Necesita que lo lleve del brazo todo el tiempo, indicando lo que
sucede y lo que puede suceder después. Y ningún verbo es más pertinente que el
verbo indicar. En Ginebra todo está indicado: los horarios de llegada de los
autobuses, el precio de cada mercadería en la vidriera, el estado del clima y
de los caminos, la cantidad de calorías, grasas, minerales y vitaminas de cada
uno de los productos del supermercado. En su buzón del correo, los ginebrinos
reciben cada día todo tipo de folletos que contienen, además de la información
inherente a las cuestiones urbanas, el catálogo de las novedades de productos.
Continuamente se publican librillos como la Guide practique de Genève en donde uno se entera
de la completa y actualizada lista de
restaurantes, comercios, inmobiliarias, hoteles, museos, excursiones y todo
tipo de servicios, cada uno de ellos con el detalle de la dirección, los
teléfonos, la página web, los horarios, las tarifas. El ciudadano ginebrino
siempre tiene a mano toda la información que necesita para tenerlo todo
previsto, para poder salir de su casa ya sabiendo a dónde va, a qué hora tiene
que llegar, hasta qué hora puede quedarse, cuánto le costará, y sabe que esa
información no va a fallarle ni por un céntimo, un segundo, una calle. Resulta
innecesario tener que preguntar nada a nadie, preguntar es casi de mal gusto,
un gesto que revela que uno no se tomó el trabajo de informarse, siendo este
servicio de información sumamente accesible y, utilizarlo, el primer deber
cívico. Y realmente funciona, ya que, en realidad, pocas veces tuve la
necesidad de preguntar algo a alguien, y esta es una de las ventajas que tienen
los solitarios: la ciudad parece hecha para ellos, para la gente que quiere que
el resto del mundo la deje en paz, para no tener que hablar con nadie ni saber
nada de nadie. Ciertamente, son propias de la ciudad ciertas características
que parecen haber sido pensadas para la gente que vive sola. En los
supermercados se destacan los platos hechos, como recién servidos en un
restaurante, listos para el consumo de una sola persona, así como abundan, en
el mercado inmobiliario, los apartamentos de un solo ambiente, y las mesas para
uno en los bares y restaurantes. Y uno ve que, en efecto, la ciudad está llena
de gente que anda sola. Pocas veces he visto a dos desconocidos trabar diálogo,
ni siquiera estando en el mismo banco del mismo parque, y jamás se hablan los
pasajeros de los autobuses, aunque evidentemente se conozcan las caras por ser
compañeros de rutina. Este estado de aislamiento en el que parecen sumirse los
ginebrinos resulta tanto más extraño tratándose de una ciudad pequeña, de muy
pocos habitantes, con todas las características sociales y demográficas
dispuestas para que la gente se conozca. Pero Ginebra es calvinista, y al
ginebrino le gusta la soledad, la reserva, el aislamiento, y nada está peor
visto que la ostentación, la popularidad, el personalismo, el escándalo.
Tampoco quieren nada de esto los empresarios o políticos que llegan a Ginebra
para abrir cuentas numeradas o entablar negociaciones. De hecho, siendo ésta
una de las ciudades más ricas del mundo, no sobresale de ningún modo por el
esplendor de sus propiedades ni de sus habitantes. Las casas son ricas, pero
discretas, y esta misma discreción parece extenderse a todo, como los bancos
mismos que, siendo los que manejan las fortunas más colosales del planeta, son
establecimientos del todo sencillos, casi ordinarios, muchas veces señalizados
con una pequeña placa; lejos de convencer por medio de mármoles verdes y
salones lujosos, se ganan la confianza de sus clientes debido a una suma de
virtudes que son las del país, la de la economía del país, las del calvinismo:
la experiencia milenaria de sus banqueros, la prudencia y la eficacia de las
gestiones, la certeza de que al pan se le llamará pan y vino al vino, el
profundo y profesional conocimiento de todo lo relativo a la buena
administración del dinero.
Sería injusto decir que el secreto bancario, presente en tantos
otros sitios del mundo como Andorra, Panamá, Las Bahamas, Hong Kong o Uruguay,
explique el legendario interés que despiertan los bancos suizos; la tradición
de excelencia bancaria de este país, que data de siete siglos de antigüedad, es
ciertamente anterior a esta Suiza devenida en un centro financiero
internacional, de modo que es la real seriedad y confiabilidad de los suizos lo
que garantiza la seguridad de los negocios.
Todavía en el año 1871 un viajero como Lucio Mansilla, entonces
coronel, podía decir de Suiza lo siguiente:
“El europeo ama la montaña, el argentino la llanura.
Esto caracteriza dos tendencias.
Desde las alturas físicas, se contemplan mejor las alturas morales.
Los pueblos más libres y felices del mundo son los que viven en los
picos de la tierra.
Ved la Suiza ”.
Hoy en día nos resulta extraño asociar el nombre de Suiza con las
alturas morales. Hace ya un buen tiempo que asociamos el nombre de Suiza con la
más inmoral especulación capitalista, el lavado de dinero, la protección de las
fortunas obtenidas a costa del sufrimiento ajeno. Sin embargo, cualquiera que
haya realmente visitado Suiza habrá advertido que, si este país se convirtió en
un modelo de eficiencia y seguridad, molde en el que luego se ha volcado toda
la iniquidad capitalista, no se debe a un ordinario espíritu de ambición: hay
algo más, hay aquí una verdadera vocación de orden, eficiencia y seguridad que
trasciende la cuestión bancaria, incluso doy por hecho que el sistema bancario
es, aunque importantísimo, sólo un aspecto de esta seriedad, de esta
discreción, de esta tendencia a la máxima eficacia con la mínima ostentación
porque, como puede observar cualquiera que haya habitado esta ciudad, todos
estos hábitos y costumbres conforman un tradicional modelo de vida que se
aplica a todos los sectores, y que viene desde tiempo atrás.
Hay veces que uno no se resuelve entre pensar que Ginebra es así
porque se convirtió en un gran sistema financiero internacional, o si se
convirtió en este gran sistema financiero internacional porque es así.
En una oportunidad olvidó E. un billete de cien francos en un
cajero automático; al volver, luego de dos horas en un sitio de mucha
circulación de gente, el billete estaba allí. En otra oportunidad perdió el
teléfono en el pueblo de Vevey: cuando llegamos a Ginebra, luego de una hora y
media de viaje, el teléfono había sido enviado por correo y estaba en camino. Nunca
supimos quién lo encontró y se tomó el trabajo de averiguar los datos del
portador de ese número, ni tampoco hacía falta: era un suizo, cualquier suizo,
el primero que haya pasado por ahí.
A los ginebrinos no les importa que un famoso haya llegado a Ginebra,
aunque de hecho pasen por ella, o vivan en ella, todo tipo de estrellas de la
música y del cine. La reserva, más allá de ser una característica del sistema
bancario, es un ideal de vida, y desprecian todo aquello que atente contra
ella. Es el sistema mismo, al parecer, el único que puede saberlo todo e
intrometerse en todo. La administración funciona mediante una serie de
organismos competentes que no pierden ni un detalle sobre los ciudadanos:
cambio de trabajo, de automóvil, de pareja, de domicilio, todo lo sabe el
Estado, así como los ciudadanos tienen acceso a lo que el Estado hace. He visto
en todas las comunas carteles que informan, al detalle, la agenda de tareas
realizadas y por realizar de la administración, y también todas las empresas de
la ciudad publican las astronómicas cifras de los beneficios obtenidos en el
año. En otra crónica escribí las cifras de los salarios que cobran los
trabajadores de las distintas ramas: fue muy fácil averiguarlos, porque todo el
tiempo, en Ginebra, circulan este tipo de informaciones para tener al tanto de
todo a todos.
En cuanto a los organismos estatales, aquellos que en nuestros
países subdesarrollados suelen ser los causantes de nuestras más kafkianas
pesadillas, hay que destacar, en Ginebra, el funcionamiento de los PTT (Poste,
Télégraphe, Téléphone), institución de derecho público, sin personalidad
jurídica, representada por el gobierno federal. Los ginebrinos utilizan los PTT
para muchas de las gestiones inherentes a sus derechos y obligaciones cívicas.
Estos PTT, que cuentan con más de ciento veinte oficinas muy bien distribuidas
en todas las comunas, disponen de
eficientes y calificados empleados que, para ser contratados a partir de los 17
años, previamente deben cumplir con cursos de un año para las mínimas tareas, o
cursos de 4 o 5 años si se trata de servicios técnicos como el del teléfono. Si
alguna de las cabinas de la ciudad, todas limpias, activas, y con los números
de todo el país a mano, tuviera el más mínimo desperfecto, en cuestión de minutos
sería asistida por uno de estos empleados, del mismo modo que unas sofisticadas
máquinas de limpieza limpian los caminos de nieve un minuto después de las
nevadas. Pero más se destaca el servicio de correo, en cuyas oficinas los
empleados tienen a mano todo aquello que un cliente necesita para todo tipo de
operaciones, entre las cuales cuenta el franqueo de paquetes postales de hasta
20 kilos, quizás único país en el mundo que los permita. Si bien los
transportes postales se hacen por medio de trenes de alta velocidad y aviones,
es común ver en la ciudad unos coches especiales, camionetas amarillas que,
como los vehículos ingleses, tienen el volante a la derecha, pero en este caso
para que el cartero pueda bajar directamente a la vereda y entregar una carta
sin perder ni un segundo. También los ginebrinos utilizan los PTT para pagar
las facturas de todos sus gastos fijos: agua, gas, teléfono, alquiler,
electricidad, servicios técnicos. El modo de pago es tan rápido y eficiente que
cualquier ginebrino efectúa sus pagos en cuestión de minutos.
Cuando la obediencia y la educación
cívica son tan prominentes, desde luego que uno de los motivos es el buen
funcionamiento de la administración. Para que los ciudadanos cumplan con una
administración, es necesario que haya una administración que cumpla con los
ciudadanos. Este virtuosismo cívico es imposible de lograr mediante la mera
autoridad o la coerción: la única manera de que esto sea posible es mediante la
disposición que tienen todos los ciudadanos de cumplir con las leyes. Es
indudable que, para que un país sea serio y se conduzca bien, necesita la buena
manera de conducirse de su pueblo: los políticos, raza de aves rapaces, pueden
ser los mismos seres despreciables en todos los países, incluso en éste, pero
es la gente, la gente del pueblo, la que marca las diferencias.
En Buenos Aires, y abro aquí una reflexión comparativa, me produce
náuseas observar a un pueblo que le exige a una clase dirigente todo tipo de
virtudes de las que ese mismo pueblo carece.
Todos los vicios y defectos de la clase dirigente, evidentemente
numerosos, se encuentran con la misma alevosía en el pueblo que acusa a esa
clase dirigente de todas sus desgracias. Dando un paso al costado de lo
políticamente correcto, yo suelo pensar que mi pueblo, el de Buenos Aires, es
una verdadera suma de hipócritas que exigen muchas cosas que no merecen, mucha
excelencia que no poseen. En Latinoamérica, por lo general, se abusa demasiado
de aquél concepto que presupone que una solución a los problemas sociales, si
es que existe, depende de un mágico gobierno, de un tal partido en lugar de un
tal otro, de un tal o cual presidente. Pero la realidad es que, sean los
gobiernos como sean, si los cambios no surgen del pueblo mismo, es imposible
que surjan de ningún otro lado: un buen gobierno, si existiera, el mejor de los
gobiernos posibles o imposible, si rigiera, sería incapaz de dar un solo paso
con un pueblo que no esté a su altura. Juan Bautista Alberdi, responsable
intelectual de la
Constitución Argentina , había escrito en 1852 que las leyes
de un pueblo son un producto de sus costumbres: es la forma de ser de un pueblo
lo que determina las leyes del territorio, de modo que nunca, por su mera
acción política, podrán determinarlas los gobiernos. Y luego escribe:
“Poned el millón de habitantes, que forma la población media de
estas Repúblicas, en el mejor pie de educación posible, tan instruido como el
cantón de Ginebra en Suiza, como la más culta provincia de Francia: ¿tendréis
con eso un grande y floreciente Estado?”.
La respuesta es no, sin ninguna duda: bastaría quitar a todos estos
ciudadanos ginebrinos y poner, con sus hábitos y costumbres, una cantidad
equivalente de porteños, para que Ginebra quedase destruida en cuestión de
minutos. Si hiciera una reflexión desapasionada sobre el pueblo porteño de mi
ciudad, identificaría en sus costumbres y procederes todos los vicios y
defectos que se le achacan a los políticos: corrupción, individualismo, falta
de respeto por el otro, ventajismo, ignorancia, desavenencia. Constituimos,
como pueblo, una materia prima un tanto deleznable, en donde la llamada viveza
criolla vale más que los francos suizos. ¿Qué puede hacer ningún gobierno con
un pueblo así? Pero luego visitamos una ciudad como Ginebra y decimos: ¡Qué
aburridos! ¡Qué insufribles! ¡Qué vendidos al sistema y qué monotonía! Todo
esto ignorando que, en primera instancia, todo este aburrimiento y este
formalismo es el precio que hay que pagar para tener una ciudad ordenada y una
administración eficiente.
Muchos pueblos que, por sus hábitos o idiosincrasia, no están para
nada dispuestos a conducirse de este modo calvinista, sí se hallan muy
dispuestos a exigir esta conducta a sus gobiernos, como si no supieran que,
para que un país funcione, es preciso que el Estado esté constituido por todos,
no sólo por la clase dirigente. Lo que observo en una sociedad como la
ginebrina es justamente esta disposición por parte de todos, sean ciudadanos o
funcionarios, a sostener el Estado y las leyes.
Los ginebrinos suelen cumplir con las leyes, esto es lo más común.
Pero si alguno no lo hace, entonces entran en juego los agentes del orden con
una inflexibilidad y una rigidez insobornable. Una anécdota que cuenta Rosa
Regàs sobre la vida ginebrina puede decirlo todo:
“Un día por la mañana en que Monsieur Marabutu cruzaba la frontera
con cierta prisa porque iba retrasado, el douanier (con quien se conocía de
años) le detuvo y le dijo:
-Lleva usted los neumáticos muy gastados, Monsieur Marabutu.
-Sí, un poco –concedió Monsieur Marabutu para no perder tiempo.
-Tendrá usted que cambiarlos.
-Sí, mañana mismo los cambio.
-Es que con estos neumáticos no puede usted circular en Suiza.
-Usted ya me conoce, los cambiaré esta tarde en cuanto salga del
trabajo, pero ahora estoy llegando tarde.
-Lo siento, pero me es imposible dejarle marchar. Está prohibido
circular así.
Monsieur Marabutu sabía por experiencia que cuando se decía que no,
era inútil resistir. Así que, resignado, le dijo al aduanero:
-Bien, pues me voy ahora mismo a cambiarlos.
-Lo siento, Monsieur Marabutu, pero el coche tiene que quedarse
aquí.
-Pero ¿por qué?
-Porque ya le he dicho que así no puede circular en territorio
suizo.
-Pero no hay más que unos cuantos metros hasta Francia.
-Son unos cuantos metros.
Monsieur Marabutu tuvo que dejar el coche y caminar los dos
kilómetros que le separaban de Ferney, comprar neumáticos nuevos, tomar un
taxi, volver con ellos al puesto fronterizo y cambiarlos, y para cuando se
disponía a salir ya era tiempo de volver a casa a comer”.
En realidad, pocas veces sucede el
enfrentamiento entre un ginebrino y las autoridades. Los ciudadanos, que con
todo gusto cumplen la ley e impelan a los demás a que la cumplan, dan poco
lugar a que se produzcan estas escenas. Si se producen, se tratará claramente
de excepciones que confirmen las reglas: el dinero de las multas tiene razón de
ser como medio de recaudación para el erario público, y un pasajero sin boleto
deviene en un predecible matiz del sistema que, con el abono de la multa, no
deja de ser funcional al mismo. Pero la verdad es que lo que resulta realmente
funcional al sistema es la disposición que tienen los ciudadanos de cumplir con
sus normas. Esta conducta es lo que posibilita el llamado sistema de confianza:
es posible extraer los diarios de sus casillas sin depositar las monedas, así
como subirse a un autobús, incluso al tren, sin haber sacado boleto. Es
perfectamente posible, pero nadie lo hace. Así como nadie cruza un semáforo en
rojo, ni arranca flores, ni echa basura a la calle y, sobre todo, nadie es
impuntual. La impuntualidad es uno de los peores vicios. Delata
irresponsabilidad, falta de respeto por el prójimo, ineficacia, mala educación
pero, sobre todo, una pérdida de tiempo que se traduce en pérdida de dinero. En
Ginebra, cuando un médico da un turno para las cuatro, lo atenderá a las
cuatro. Cuando un técnico avisa que llegará a las cinco, llegará a las cinco. Y
si un negocio cierra a las siete, nos harán salir a las siete, aunque haya que
suspender una venta extraordinaria, y de ningún modo los restaurantes servirán
un plato antes o después del horario establecido. Para cualquier ciudad que
quiera lograr un sistema de este tipo, ya puede ir sabiendo que puede resultar
relativamente fácil una vez que haya renunciado a las pasiones, la diversión y
la alegría. Ya que hasta la diversión, en Ginebra, ha de estar rigurosamente
calculada y realizada conforme a las leyes: el ocupante de un apartamento
tiene, si quiere hacer una fiesta ruidosa, el derecho de una noche al año. Esta
noche debe ser un viernes y debe comunicarse previamente a las autoridades
municipales para que éstas, a su vez, informen a los vecinos. Todas estas
costumbres de eficacia y orden, propias del país, se reconocen igualmente
dentro de las casas. Las casas ginebrinas, incluso las más modestas, son un
ejemplo de eficiencia. En todas las que estuve, más allá de su mayor o menor
nivel social, pude comprobar las mismas características: las paredes no dejan
pasar los ruidos, la calefacción no deja pasar el frío, las canillas no gotean,
las puertas no chirrían, las cadenas del baño son silenciosas, los ambientes
iluminados y, otra de las coincidencias, la presencia de frutas y verduras de
excelente calidad. Porque los suizos aman la vida sana y el deporte. El esquí,
el alpinismo, principales atracciones turísticas, ocupan un buen lugar de la
prensa y de los canales de televisión, y desde todos los medios se fomenta el
ejercicio, la dieta sana y todo aquello que garantice una larga y ejemplar
vida.
¿Quiénes son los que tienen derecho a esta larga y ejemplar vida?
Los ginebrinos, desde luego. Y los ginebrinos de tres generaciones
más que los de dos, así como los de dos, más que los de una, y cada uno mirará
por encima del hombro a los que estén por debajo de la escala. Pero si se trata
de un extranjero que quiere obtener el pasaporte rojo, entonces Suiza es uno de
los países más difíciles del mundo. Para solicitar la nacionalidad, es
necesario, primero, haber obtenido uno de los permisos menores de residencia,
como el permiso C o de établissement, ya de por sí demasiado restrictivo. Una
vez obtenido este permiso, todavía es necesario que transcurran doce años de
residencia: ¡doce! Y todo esto es lo necesario para solicitar la nacionalidad,
solamente para solicitarla, ya que todavía podría ser denegada. Una vez que la
nacionalidad se solicita, las autoridades, durante un período de prueba,
investigan la reputación y los hábitos del aspirante a suizo. Luego vendrá un
examen en el que se evaluará si el sujeto en cuestión conoce, cumple, ama y
respeta el modo de vida helvético lo suficiente como para merecerlo. Recién
entonces es posible que consiga su pasaporte. En este pasaporte, como en todos
los pasaportes suizos, constará el lugar de origen, y el lugar de origen es el
lugar de nacimiento de sus progenitores. Esto significa que ni habiendo nacido
en suiza constará que Suiza es el lugar de origen: solamente los ginebrinos de
más de una generación, la verdadera buorgeoisie genevoise, pueden jactarse de
ser de origen ginebrino. De ninguna manera los hijos de un residente
extranjero, aunque hayan nacido en el país. Y realmente es difícil que, por su
ascendencia suiza, alguien que tenga la posibilidad de conseguir estos papeles
no se lance como un loco a por ellos: el sistema suizo ofrece unos seguros de
desempleo tan excelentes que nunca faltan los casos de gente que, abusando de
estos beneficios, los solicita para vivir con un rey en cualquier otro país.
Una vez que uno es suizo, ya puede contar con este modo de vida que lo dejará
listo, si le apetece, para engrosar las estadísticas de suicidios, ya que es el
suicidio la manera más eficaz de morir en un país como este. Las enfermedades,
la muerte violenta, la guerra y todos los estragos de la pobreza no forman parte
de las causas factibles. Y para colmo la esperanza de vida es realmente alta,
uno tiene más de ochenta años de perfecto aburrimiento. Ni siquiera una
catástrofe natural o improbablemente bélica podría salvarlo: una de las
peculiaridades de esta ciudad es que dispone de un eficaz sistema de refugio
antiatómico. La Protection
civile cuenta con una suma de refugios subterráneos que, detrás de unas
impenetrables puertas blindadas, esconde verdaderos hogares colectivos
equipados con una cantidad de alimentos para mantener a la población durante
largos meses, además de todo tipo de comodidades como salas de estar y
habitaciones para que jueguen los niños. Si bien estos refugios están
calculados para proteger a la totalidad de los habitantes de cada comuna, lo cierto
es que también las casas particulares cuentan, por ley, con su propio refugio
antiatómico. A salvo de la guerra, la inseguridad, la insalubridad, de
cualquier peligro que nos depare el azar de la existencia, realmente la mejor
manera que encuentran muchos suizos de librarse de este deprimentemente
perfecto estilo de vida es suicidándose. Y, si se trata de un buen ginebrino,
intuyo que solicitará un servicio de eutanasia, práctica legal en este país,
para que ni el tiro del final quede fuera del sistema establecido.
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