miércoles, 25 de abril de 2012

Ginebra, la ciudad perfecta


Walter Benjamin, célebre literato alemán, observa que el lujo de la ciudad de Berlín comienza sobre el asfalto, debido a la principesca anchura de sus veredas. En veredas como las de Berlín, el más pobre de los transeúntes puede sentirse un gran señor que pasea por la explanada de su castillo. Yo, que posiblemente sea el más pobre de entre todos los que pasean por Ginebra, olvido mi situación económica debido a razones urbanas: en Ginebra cualquier peatón puede sentir que está paseando por los jardines de su mansión, hasta cuando sale a comprar un paquete de fideos.
La abundancia de productos de lujo, la esplendorosa joyería de los escaparates, las arregladas flores de los numerosos parques y otra cantidad de cosas por el estilo se hacen tan cotidianas a la vista que pueden equivaler, si nos sentimos en casa, a los valiosos jarrones o pinturas que engalanan nuestro salón. Siendo así, no es extraño que un ciudadano ginebrino, con su característica severidad, se moleste tanto ante el transeúnte que arroja un papel a la vía pública, tal como si hubiera sido arrojado sobre la alfombra de su sala de billar. Beber agua de las fuentes potables de esta ciudad es como llenar la copa en el ponche de la sala de baile, y hacer pis en el Lago Lemán sería algo así como mearse en la pecera de nuestro respetable anfitrión.
            En la rue de la Tour-de-l'Ile sobresale el Banco Safdie, elegante edificio francés adosado a una antigua torre. Tiene un reloj enorme de dorados números romanos. Es el punto más antiguo de la ciudad, con información tallada en letras mayúsculas: “Jules Cesar, dans ses commentaires, mentionne son passage a Geneve au debut de la guerre des gaules 58 abs avant J-C”. Cada hora suena la austera campana de la cúpula. Al solemne son de este tañido, cuando comienza a oscurecer, Ginebra deja de ser una ciudad para convertirse en un pueblo que se va a dormir temprano, con un silencio cortés.



La casa está en orden. Oscurece, me siento a escribir en uno de los tantos bancos que están frente al lago. Los pájaros revolotean por encima de los patos y solo oigo el barullo que causa el viento sacudiendo los veleros de las embarcaciones. Experimento una profunda sensación de soledad. No se trata de una soledad metafísica, lírica o filosófica. Es, no tengo dudas, una soledad urbana que, a esta altura, me permito calificar de ginebrina. La soledad ginebrina se siente en todo el cuerpo al igual que una lluvia helada. Oprime la garganta, angustia. Es el círculo de un reloj de pared en el salón de una casa antigua, rica y triste, con el monótono avance de la aguja frente a un anciano, único habitante que, en sus últimos años, la observa sabiendo que no le queda nada por hacer en la vida. Se puede pasear por estas calles durante horas, pararse frente a las tiendas, utilizar el transporte público, todo esto sin haber hablado con nadie ni haber visto que los demás lo hagan.
Ginebra es una ciudad ideal para ser un solitario entre otros solitarios. Hay, entre los solitarios, un acuerdo tácito: mantener todo lo que sostiene esta situación de soledad. Se relacionarán lo que sea indispensable para lograr esto, no más. Para que esta soledad no se quiebre, es necesario que no haya conflictos, relaciones, intercambios, y la ciudad parece actuar en función de este ideal. Dentro del trato mínimo e indispensable que es necesario para mantener las cosas en funcionamiento, hay que cumplir, como parte de los deberes cívicos, con una suma de fórmulas cordiales, frases hechas, convenciones por medio de las cuales uno puede, más que estar con otros, tolerarlos durante unos pocos minutos. En Ginebra hay frases que se oyen todo el tiempo:
-Bon après midi.
-Bonne fin de soirée.
Compras un simple caramelo y el vendedor te dirá buenos días, tome su vuelto por favor, que lo disfrute, muchas gracias, que tenga un buen día y que pase un mejor fin de semana, hasta luego. Al principio, uno se queda maravillado ante esta extraordinaria cortesía. Durante un minuto podríamos pensar que los ginebrinos son los seres más amables y filantrópicos del universo, pero qué error tan grosero. Poco tardamos en advertir que se trata de meras convenciones, dichas en todo momento y a toda persona, sin conllevar nunca una puerta abierta hacia ningún género de confianza, intimidad, verdadero interés por el prójimo o simpatía. En pueblos pobres de Latinoamérica, gente hosca y de pocas palabras no tuvo problema en invitarme a dormir en su casa. Aquí, el que me vendió ese caramelo, luego de despedirme con el deseo de que tenga un buen fin de semana, ya puede verme caer en un pozo del que quedo colgado, notar que solo necesito una mano para no caer al vacío, y quedar ahí tan tranquilo, hasta conservando la cordial sonrisa, sin que le competa en nada la acción de darme un elemental auxilio, porque él solo tenía que ser cortés con un cliente, para lo demás que vengan los de la Cruz Roja.
De todas las frases que se oyen todo el tiempo, hay dos que, antes del bonjour, del del s'il vous plaît  y del au revoir, me producen una irritación particular: merci y pardon. Serán pronunciadas con tanta afectada frecuencia que terminarán por enloquecernos. En Ginebra hay que decir merci y pardon, como mínimo, cincuenta veces por día. Algunas de esas veces ni siquiera tendrán sentido, pueden decirse cuando uno roza a otro, estornuda o se tropieza, sirven para todo, hasta se la dice uno a sí mismo cuando resbala con la nieve. Es difícil, hasta que pase un tiempo después de haber estado en Ginebra, quitárselas de la cabeza. El año pasado, de regreso a Buenos Aires, le dije merci al estupefacto oficial argentino que me selló el pasaporte. Y, por supuesto, se le dice bonjour al desconocido que se cruza con nosotros en las calles de las comunas. Con la característica tonada ginebrina, ese acento más musical y cantarín que el del francés parisino, oímos todo el tiempo estas frases que marcan las fronteras de un trato definido, premeditado, regulador del inevitable encuentro con el otro que tiene lugar en toda ciudad. Es una manera eficaz de mantener un cierto tipo de vida social que nos libere de una verdadera cercanía o compromiso con el resto de los mortales. Forma parte de las concesiones que un solitario debe hacer para seguir en soledad. Pero, por encima de estas convenciones, debe regir como administrador de la vida social un sistema adecuado. Cuanto más perfecto sea el sistema, menos necesidad habrá de relacionarse con los otros, hasta llegar al punto de que, una vez dicho pardon y merci una docena de veces, uno puede relacionarse solamente con este sistema de todos y de nadie que garantiza el anonimato, la reserva, la invisibilidad, ventajas de particular conveniencia para los que tienen bienes que los demás codician.          
Me paro durante un instante para buscar un cigarrillo y encenderlo. Camino unos metros hacia el lago y regreso, oigo el sonido seco de cada paso y es angustiante. Fumo dos o tres pitadas y me sucede algo muy ginebrino: sentirme en falta por arrojar ceniza al asfalto. Esto puede estar mal; imagino que alguien, salido de repente no sé de dónde, podría venir a reconvenirme, incluso a convencerme, luego de una serie de razones cívicas y médicas, formuladas con rigidez pero con total derecho, de que lo que acabo de hacer, empezando por fumar, está mal, muy mal, y que yo sería una persona mejor si no volviera a hacerlo.
Un buen escritor es capaz de resumir todas estas páginas que estoy escribiendo en un solo párrafo. Con respecto a Suiza, lo mejor que leí sobre este país es un párrafo de Ernesto Sábato. En Sobre Héroes y Tumbas, Fernando Vidal Olmos, su gran personaje, dedica a Suiza unas pocas palabras para decir más de lo que yo soy capaz en un libro entero:

“La primera vez que pasé por ese país tuve la sensación de que era barrido totalmente cada mañana por las amas de casa (echando, por supuesto, la tierra a Italia).Y fue tan poderosa la impresión que repensé la mitología nacional. Las anécdotas son esencialmente verdaderas porque son inventadas, porque se las inventa pieza por pieza, para ajustarlas exactamente a un individuo. Algo semejante sucede con los mitos nacionales, que son fabricados a propósito para describir el alma de un país, y así se me ocurrió en esa circunstancia que la leyenda de Guillermo Tell describía con fidelidad el alma suiza: cuando el arquero le dio con la flecha en la manzana, seguramente en el medio exacto de la manzana, se perdieron la única oportunidad histórica de tener una gran tragedia nacional. ¿Qué puede esperarse de un país semejante? Una raza de relojeros, en el mejor de los casos”.

Insuperable, pero el libro que me acompaña en este viaje lo escribió Fernando Pessoa. En una de las tantas páginas de Soares que abro al azar leo la siguiente frase: “Adoramos la perfección, porque no la podemos tener; nos repugnaría si la tuviéramos. Lo perfecto es lo inhumano, pues lo humano es lo imperfecto”.
¿Adoramos la perfección? Algo de esto hay, indudablemente, en la naturaleza humana. Los griegos, que inventaron la cultura occidental, nos legaron el poema de un mundo de ideas puras, de arquetipos intemporales, una eternidad armónica en la que, al menos filosóficamente, podemos refugiarnos de la imperfección. También la hermosa filosofía budista nos propone, como ideal máximo de vida, un estado similar al de la muerte.  Sin embargo, también hay algo de lo otro: la pasión, el azar, la aventura, la deliciosa imprevisibilidad de la imperfecta vida humana. La ciudad de Ginebra, más apolínea que dionisíaca, parece haber resuelto la extirpación de las pasiones. ¿Realmente gozan los ginebrinos de este ascetismo calvinista? Leo en un artículo el siguiente informe:

“Cada año se matan en Suiza entre 1.300 y 1.400 personas, lo que da 4 muertos por día y representa una tasa de 19,1 suicidios cada 100 habitantes. Esta es superior al promedio mundial, que es de 14,5 cada 100 mil habitantes, y en el contexto europeo ubica al país al mismo nivel que Austria, Bélgica y Francia. Las muertes por suicidio superan a las causadas por accidentes de tránsito, consumo de drogas y SIDA juntos. Con las muertes por accidentes de tránsito y SIDA en disminución, el suicidio es la principal causa de muerte de los varones de entre 14 y 44 años. En conjunto, el 10% de la población intenta suicidarse al menos una vez. El informe de la Oficina Federal de la Salud Pública dice que “no se dispone apenas de conocimientos científicos que permitan explicar por qué Suiza tiene una tasa de suicidios relativamente alta en comparación con sus vecinos”.

            Me roba una irónica sonrisa aquello de que la Oficina Federal de la Salud Pública observe que no hay, para esto, conocimientos científicos. Este organismo, que delata en sus criterios un ridículo positivismo sociológico, así sea por el mero hecho de contemplar la posibilidad de que existan, para explicar los suicidios, conocimientos científicos, más bien debería dejar hablar a los filósofos y a los poetas a no ser que, de tan platónicos, hayan decretado el destierro de los mismos, tal como sugiere el filósofo griego en la República. A mí me parece natural que haya tantos suicidios en una sociedad que no hace más que buscar la perfección. ¿Acaso la perfección sirve para otra cosa que para fumar el último cigarrillo y pegarse un perfecto tiro?
            Este estilo de vida ginebrino, solitario, prudente, calculado, ordenado, es sin duda una de las particularidades que ocasionan el interés de los visitantes. Nunca falta alguien que, habiendo pasado por aquí, cuenta algo sobre lo ordenada que es la ciudad y sus ciudadanos. Sin embargo, poco se ha escrito sobre Ginebra. Pareciera que la misma perfección de la ciudad resiente la escritura sobre ella. Como si uno no encontrase mucho que decir sobre un sitio que no ofrece imperfecciones. Por cierto hábito literario, se tiende a escribir sobre sobresaltos, tragedias, escándalos, aventuras, en tanto que un sistema de correcto y regular funcionamiento queda marginado de los grandes relatos de lo extraordinario. Sin embargo, yo creo que, en Ginebra, lo extraordinario existe, y se trata justamente de esta tendencia a que nada extraordinario suceda. Bien pensado, esto es algo realmente extraordinario. Un lugar que parece destacarse porque no haya nada nuevo que contar es un lugar que tiene, justamente, esta rareza digna de ser narrada.     
            Solamente conozco un libro sobre Ginebra. Lo escribió una española, la catalana Rosa Regàs, luego de haber habitado la ciudad como funcionaria de uno de los organismos internacionales. El título del libro es, sin más, Ginebra. Se lo encargó el director de una colección sobre ciudades. Se trata de un libro muy malo, y se nota que cumple con un encargo. Como la ciudad que describe, es eficiente pero demasiado acotado, fresco pero sobrio, y lo único que realmente me interesó fue la ordenación de una serie de datos y de impresiones sobre la vida ginebrina que eran las previsibles. De este libro rescato lo único que considero que vale la pena, algunas anécdotas de esas que, en Ginebra, uno oye todo el tiempo sobre el estilo de vida ginebrino, y algún que otro párrafo como por ejemplo este:

“Además de no mirar, el ginebrino no gesticula ni tiene expresión en la cara. No gesticula porque no habla, no se asusta porque nada ocurre, no ríe porque no hay nada de que reír, no se sorprende porque no hay nada de que sorprenderse y no chilla porque no hay nada que sobresalga lo suficiente de la normalidad como para provocar un chillido”.

            Por mi parte, muchas veces he sentido, luego de largos paseos por Ginebra, que esta ciudad debería estar habitada por estatuas.
            Alguien podría decir que son numerosos los pueblos en los que todo sucede según una monótona rutina. Pero Ginebra no es un pueblo, es una célebre ciudad, uno de los grandes centros financieros del mundo y, para colmo, sus habitantes no son la homogénea progenie de una raza o etnia determinada: son ciudadanos de todos los países del mundo. Resulta inquietante observar que este ejemplo de armonía cívica funciona en un grupo humano tan heterogéneo. En este sentido, tampoco es válido recordar que la afrancesada Ginebra, el último cantón en unirse a la Confederación, es la ciudad menos suiza de Suiza, y que el verdadero espíritu de perfección helvético se halla más bien en los demás pueblos del país, casi todos rurales. No me resulta tan asombroso observar esta tendencia a la perfección en un pueblo suizo, eminentemente rural, habitado por suizos de varias generaciones. Lo asombroso es observarlo en esta ciudad heterogénea, sin duda la más multiracial del mundo, con todo el cosmopolitismo que la caracteriza.
            Si uno quisiera describir aquellos rasgos que hacen de Ginebra una ciudad tan ordenada, no sabe por dónde empezar. Mejor aún, da igual por dónde sea que uno empiece: finalmente todo terminará articulándose y, cada una de las partes, acabarán, en conjunto, dando la impresión de un todo armónico. El mismo espíritu de eficiencia, higiene, orden y reserva rige en el modo de administrar los servicios públicos, en el sistema de limpieza de los parques, los hábitos nocturnos, el estilo de la prensa, las excursiones, el interior de las casas. Cada detalle forma parte de un plan general. Hasta la Fiesta de la Música, extraordinario evento de tres días que se realiza una vez al año, se desenvuelve con extremado orden y organización, de modo tal que termina de dar su concierto una banda de heavy metal y a los cinco minutos ya juntaron los papeles del piso.  Recuerdo mi primera tarde en Ginebra.  Me habían comentado detrás de que líneas no se puede estacionar y, si uno lo hace, no tiene muchas posibilidades de quedar impune, no tanto porque las autoridades lo descubran: los ciudadanos denuncian. En efecto, veo un auto estacionar en un lugar prohibido. Recuerdo que tenía patente rusa. El segundo de los ciudadanos que pasó por allí, lo vi con mis propios ojos, sacó su teléfono e hizo la denuncia. Al instante estaba allí el inspector haciendo la multa. Yo, recién aterrizado desde la neurótica Buenos Aires, lo primero que pensé fue que estaba en una ciudad de viles delatores, seres obsecuentes y vendidos al sistema. Pero eso es un error: los ciudadanos ginebrinos no son ni obsecuentes ni vendidos al sistema. Es más simple: son el sistema. El Estado no es un poder paternalista que impone, por la fuerza, una serie de leyes y costumbres a una turba convulsionada. El Estado es aquí la ciudadanía: los ciudadanos, defendiendo al Estado, se defienden a sí mismos. Ellos cumplen con el Estado porque el Estado cumple con ellos. Rosa Regàs recuerda algunas de esas votaciones que llaman la atención del visitante. En una oportunidad los ginebrinos votaron contra el aumento de vacaciones anuales. Reflexionaron que esta semana adicional implicaría un gasto extra para el erario público, y por lo tanto ellos mismos contribuirían a pagar este gasto. En otra oportunidad votaron a favor de un impuesto en autopistas por entonces gratuitas, comprendiendo que el impuesto repartía el gasto de mantenimiento entre los usuarios.  Ginebra es una obra de arte cívico, quizás uno de los pocos lugares del mundo en donde, luego de leer un texto de educación cívica, no se tiene la sensación de haber leído una novela de ciencia ficción. 
            Desde luego que las calles son limpias. Ni un solo papel injuria las impecables aceras de la ciudad. En todos los barrios hay numerosos contenedores de basura, todos tan bien puestos que hasta da pena arrojarles desperdicios, pero a nadie se le ocurre arrojar basura en otro lado. Estos contenedores están clasificados según el tipo de deshechos: uno para papeles, otro para latas, uno para botellas verdes, otro para botellas blancas. La basura se recicla y se publican las cifras de lo que supone este ahorro. Igualmente inconcebible es la posibilidad de que la ciudad se vea ensuciada por las necesidades de los numerosísimos perros de todas las razas que pasean junto a sus dueños, de todas las naciones. Para las defecaciones de estos perros, todos ellos registrados, vacunados y bien educados, siempre hay una caninnete, casilla provista de unas bolsas rojas especiales. No vaya a creerse que en Ginebra, se trate de un animal o de una cosa, algo quedará fuera del sistema. También las bicicletas deben tener su documentación y su placa. En toda la ciudad hay carriles especiales para ellas, y no es asombroso verlas sin cadena, en ausencia de sus dueños. En cuanto a los carriles, además de haberlos especiales para los autobuses, los taxis y los ciclistas, hay que añadir que no se limitan a señalar, con eficientes inscripciones, cuándo hay que girar a la izquierda o a la derecha: también indican los nombres de los barrios a los que uno llega si los sigue.
Un ginebrino no puede sentir, en ningún momento, que el sistema lo abandona. Necesita que lo lleve del brazo todo el tiempo, indicando lo que sucede y lo que puede suceder después. Y ningún verbo es más pertinente que el verbo indicar. En Ginebra todo está indicado: los horarios de llegada de los autobuses, el precio de cada mercadería en la vidriera, el estado del clima y de los caminos, la cantidad de calorías, grasas, minerales y vitaminas de cada uno de los productos del supermercado. En su buzón del correo, los ginebrinos reciben cada día todo tipo de folletos que contienen, además de la información inherente a las cuestiones urbanas, el catálogo de las novedades de productos. Continuamente se publican librillos como la Guide practique de Genève en donde uno se entera de la completa y actualizada lista  de restaurantes, comercios, inmobiliarias, hoteles, museos, excursiones y todo tipo de servicios, cada uno de ellos con el detalle de la dirección, los teléfonos, la página web, los horarios, las tarifas. El ciudadano ginebrino siempre tiene a mano toda la información que necesita para tenerlo todo previsto, para poder salir de su casa ya sabiendo a dónde va, a qué hora tiene que llegar, hasta qué hora puede quedarse, cuánto le costará, y sabe que esa información no va a fallarle ni por un céntimo, un segundo, una calle. Resulta innecesario tener que preguntar nada a nadie, preguntar es casi de mal gusto, un gesto que revela que uno no se tomó el trabajo de informarse, siendo este servicio de información sumamente accesible y, utilizarlo, el primer deber cívico. Y realmente funciona, ya que, en realidad, pocas veces tuve la necesidad de preguntar algo a alguien, y esta es una de las ventajas que tienen los solitarios: la ciudad parece hecha para ellos, para la gente que quiere que el resto del mundo la deje en paz, para no tener que hablar con nadie ni saber nada de nadie. Ciertamente, son propias de la ciudad ciertas características que parecen haber sido pensadas para la gente que vive sola. En los supermercados se destacan los platos hechos, como recién servidos en un restaurante, listos para el consumo de una sola persona, así como abundan, en el mercado inmobiliario, los apartamentos de un solo ambiente, y las mesas para uno en los bares y restaurantes. Y uno ve que, en efecto, la ciudad está llena de gente que anda sola. Pocas veces he visto a dos desconocidos trabar diálogo, ni siquiera estando en el mismo banco del mismo parque, y jamás se hablan los pasajeros de los autobuses, aunque evidentemente se conozcan las caras por ser compañeros de rutina. Este estado de aislamiento en el que parecen sumirse los ginebrinos resulta tanto más extraño tratándose de una ciudad pequeña, de muy pocos habitantes, con todas las características sociales y demográficas dispuestas para que la gente se conozca. Pero Ginebra es calvinista, y al ginebrino le gusta la soledad, la reserva, el aislamiento, y nada está peor visto que la ostentación, la popularidad, el personalismo, el escándalo. Tampoco quieren nada de esto los empresarios o políticos que llegan a Ginebra para abrir cuentas numeradas o entablar negociaciones. De hecho, siendo ésta una de las ciudades más ricas del mundo, no sobresale de ningún modo por el esplendor de sus propiedades ni de sus habitantes. Las casas son ricas, pero discretas, y esta misma discreción parece extenderse a todo, como los bancos mismos que, siendo los que manejan las fortunas más colosales del planeta, son establecimientos del todo sencillos, casi ordinarios, muchas veces señalizados con una pequeña placa; lejos de convencer por medio de mármoles verdes y salones lujosos, se ganan la confianza de sus clientes debido a una suma de virtudes que son las del país, la de la economía del país, las del calvinismo: la experiencia milenaria de sus banqueros, la prudencia y la eficacia de las gestiones, la certeza de que al pan se le llamará pan y vino al vino, el profundo y profesional conocimiento de todo lo relativo a la buena administración del dinero.
Sería injusto decir que el secreto bancario, presente en tantos otros sitios del mundo como Andorra, Panamá, Las Bahamas, Hong Kong o Uruguay, explique el legendario interés que despiertan los bancos suizos; la tradición de excelencia bancaria de este país, que data de siete siglos de antigüedad, es ciertamente anterior a esta Suiza devenida en un centro financiero internacional, de modo que es la real seriedad y confiabilidad de los suizos lo que garantiza la seguridad de los negocios.
Todavía en el año 1871 un viajero como Lucio Mansilla, entonces coronel, podía decir de Suiza lo siguiente:

“El europeo ama la montaña, el argentino la llanura.
Esto caracteriza dos tendencias.
Desde las alturas físicas, se contemplan mejor las alturas morales.
Los pueblos más libres y felices del mundo son los que viven en los picos de la tierra.
Ved la Suiza”.

Hoy en día nos resulta extraño asociar el nombre de Suiza con las alturas morales. Hace ya un buen tiempo que asociamos el nombre de Suiza con la más inmoral especulación capitalista, el lavado de dinero, la protección de las fortunas obtenidas a costa del sufrimiento ajeno. Sin embargo, cualquiera que haya realmente visitado Suiza habrá advertido que, si este país se convirtió en un modelo de eficiencia y seguridad, molde en el que luego se ha volcado toda la iniquidad capitalista, no se debe a un ordinario espíritu de ambición: hay algo más, hay aquí una verdadera vocación de orden, eficiencia y seguridad que trasciende la cuestión bancaria, incluso doy por hecho que el sistema bancario es, aunque importantísimo, sólo un aspecto de esta seriedad, de esta discreción, de esta tendencia a la máxima eficacia con la mínima ostentación porque, como puede observar cualquiera que haya habitado esta ciudad, todos estos hábitos y costumbres conforman un tradicional modelo de vida que se aplica a todos los sectores, y que viene desde tiempo atrás.
Hay veces que uno no se resuelve entre pensar que Ginebra es así porque se convirtió en un gran sistema financiero internacional, o si se convirtió en este gran sistema financiero internacional porque es así. 
En una oportunidad olvidó E. un billete de cien francos en un cajero automático; al volver, luego de dos horas en un sitio de mucha circulación de gente, el billete estaba allí. En otra oportunidad perdió el teléfono en el pueblo de Vevey: cuando llegamos a Ginebra, luego de una hora y media de viaje, el teléfono había sido enviado por correo y estaba en camino. Nunca supimos quién lo encontró y se tomó el trabajo de averiguar los datos del portador de ese número, ni tampoco hacía falta: era un suizo, cualquier suizo, el primero que haya pasado por ahí.
A los ginebrinos no les importa que un famoso haya llegado a Ginebra, aunque de hecho pasen por ella, o vivan en ella, todo tipo de estrellas de la música y del cine. La reserva, más allá de ser una característica del sistema bancario, es un ideal de vida, y desprecian todo aquello que atente contra ella. Es el sistema mismo, al parecer, el único que puede saberlo todo e intrometerse en todo. La administración funciona mediante una serie de organismos competentes que no pierden ni un detalle sobre los ciudadanos: cambio de trabajo, de automóvil, de pareja, de domicilio, todo lo sabe el Estado, así como los ciudadanos tienen acceso a lo que el Estado hace. He visto en todas las comunas carteles que informan, al detalle, la agenda de tareas realizadas y por realizar de la administración, y también todas las empresas de la ciudad publican las astronómicas cifras de los beneficios obtenidos en el año. En otra crónica escribí las cifras de los salarios que cobran los trabajadores de las distintas ramas: fue muy fácil averiguarlos, porque todo el tiempo, en Ginebra, circulan este tipo de informaciones para tener al tanto de todo a todos.
En cuanto a los organismos estatales, aquellos que en nuestros países subdesarrollados suelen ser los causantes de nuestras más kafkianas pesadillas, hay que destacar, en Ginebra, el funcionamiento de los PTT (Poste, Télégraphe, Téléphone), institución de derecho público, sin personalidad jurídica, representada por el gobierno federal. Los ginebrinos utilizan los PTT para muchas de las gestiones inherentes a sus derechos y obligaciones cívicas. Estos PTT, que cuentan con más de ciento veinte oficinas muy bien distribuidas en todas las comunas,  disponen de eficientes y calificados empleados que, para ser contratados a partir de los 17 años, previamente deben cumplir con cursos de un año para las mínimas tareas, o cursos de 4 o 5 años si se trata de servicios técnicos como el del teléfono. Si alguna de las cabinas de la ciudad, todas limpias, activas, y con los números de todo el país a mano, tuviera el más mínimo desperfecto, en cuestión de minutos sería asistida por uno de estos empleados, del mismo modo que unas sofisticadas máquinas de limpieza limpian los caminos de nieve un minuto después de las nevadas. Pero más se destaca el servicio de correo, en cuyas oficinas los empleados tienen a mano todo aquello que un cliente necesita para todo tipo de operaciones, entre las cuales cuenta el franqueo de paquetes postales de hasta 20 kilos, quizás único país en el mundo que los permita. Si bien los transportes postales se hacen por medio de trenes de alta velocidad y aviones, es común ver en la ciudad unos coches especiales, camionetas amarillas que, como los vehículos ingleses, tienen el volante a la derecha, pero en este caso para que el cartero pueda bajar directamente a la vereda y entregar una carta sin perder ni un segundo. También los ginebrinos utilizan los PTT para pagar las facturas de todos sus gastos fijos: agua, gas, teléfono, alquiler, electricidad, servicios técnicos. El modo de pago es tan rápido y eficiente que cualquier ginebrino efectúa sus pagos en cuestión de minutos.
            Cuando la obediencia y la educación cívica son tan prominentes, desde luego que uno de los motivos es el buen funcionamiento de la administración. Para que los ciudadanos cumplan con una administración, es necesario que haya una administración que cumpla con los ciudadanos. Este virtuosismo cívico es imposible de lograr mediante la mera autoridad o la coerción: la única manera de que esto sea posible es mediante la disposición que tienen todos los ciudadanos de cumplir con las leyes. Es indudable que, para que un país sea serio y se conduzca bien, necesita la buena manera de conducirse de su pueblo: los políticos, raza de aves rapaces, pueden ser los mismos seres despreciables en todos los países, incluso en éste, pero es la gente, la gente del pueblo, la que marca las diferencias.
En Buenos Aires, y abro aquí una reflexión comparativa, me produce náuseas observar a un pueblo que le exige a una clase dirigente todo tipo de virtudes de las que ese mismo pueblo carece.  Todos los vicios y defectos de la clase dirigente, evidentemente numerosos, se encuentran con la misma alevosía en el pueblo que acusa a esa clase dirigente de todas sus desgracias. Dando un paso al costado de lo políticamente correcto, yo suelo pensar que mi pueblo, el de Buenos Aires, es una verdadera suma de hipócritas que exigen muchas cosas que no merecen, mucha excelencia que no poseen. En Latinoamérica, por lo general, se abusa demasiado de aquél concepto que presupone que una solución a los problemas sociales, si es que existe, depende de un mágico gobierno, de un tal partido en lugar de un tal otro, de un tal o cual presidente. Pero la realidad es que, sean los gobiernos como sean, si los cambios no surgen del pueblo mismo, es imposible que surjan de ningún otro lado: un buen gobierno, si existiera, el mejor de los gobiernos posibles o imposible, si rigiera, sería incapaz de dar un solo paso con un pueblo que no esté a su altura. Juan Bautista Alberdi, responsable intelectual de la Constitución Argentina, había escrito en 1852 que las leyes de un pueblo son un producto de sus costumbres: es la forma de ser de un pueblo lo que determina las leyes del territorio, de modo que nunca, por su mera acción política, podrán determinarlas los gobiernos. Y luego escribe:

“Poned el millón de habitantes, que forma la población media de estas Repúblicas, en el mejor pie de educación posible, tan instruido como el cantón de Ginebra en Suiza, como la más culta provincia de Francia: ¿tendréis con eso un grande y floreciente Estado?”.

La respuesta es no, sin ninguna duda: bastaría quitar a todos estos ciudadanos ginebrinos y poner, con sus hábitos y costumbres, una cantidad equivalente de porteños, para que Ginebra quedase destruida en cuestión de minutos. Si hiciera una reflexión desapasionada sobre el pueblo porteño de mi ciudad, identificaría en sus costumbres y procederes todos los vicios y defectos que se le achacan a los políticos: corrupción, individualismo, falta de respeto por el otro, ventajismo, ignorancia, desavenencia. Constituimos, como pueblo, una materia prima un tanto deleznable, en donde la llamada viveza criolla vale más que los francos suizos. ¿Qué puede hacer ningún gobierno con un pueblo así? Pero luego visitamos una ciudad como Ginebra y decimos: ¡Qué aburridos! ¡Qué insufribles! ¡Qué vendidos al sistema y qué monotonía! Todo esto ignorando que, en primera instancia, todo este aburrimiento y este formalismo es el precio que hay que pagar para tener una ciudad ordenada y una administración eficiente.
Muchos pueblos que, por sus hábitos o idiosincrasia, no están para nada dispuestos a conducirse de este modo calvinista, sí se hallan muy dispuestos a exigir esta conducta a sus gobiernos, como si no supieran que, para que un país funcione, es preciso que el Estado esté constituido por todos, no sólo por la clase dirigente. Lo que observo en una sociedad como la ginebrina es justamente esta disposición por parte de todos, sean ciudadanos o funcionarios, a sostener el Estado y las leyes.
Los ginebrinos suelen cumplir con las leyes, esto es lo más común. Pero si alguno no lo hace, entonces entran en juego los agentes del orden con una inflexibilidad y una rigidez insobornable. Una anécdota que cuenta Rosa Regàs sobre la vida ginebrina puede decirlo todo:

“Un día por la mañana en que Monsieur Marabutu cruzaba la frontera con cierta prisa porque iba retrasado, el douanier (con quien se conocía de años) le detuvo y le dijo:
-Lleva usted los neumáticos muy gastados, Monsieur Marabutu.
-Sí, un poco –concedió Monsieur Marabutu para no perder tiempo.
-Tendrá usted que cambiarlos.
-Sí, mañana mismo los cambio.
-Es que con estos neumáticos no puede usted circular en Suiza.
-Usted ya me conoce, los cambiaré esta tarde en cuanto salga del trabajo, pero ahora estoy llegando tarde.
-Lo siento, pero me es imposible dejarle marchar. Está prohibido circular así.
Monsieur Marabutu sabía por experiencia que cuando se decía que no, era inútil resistir. Así que, resignado, le dijo al aduanero:
-Bien, pues me voy ahora mismo a cambiarlos.
-Lo siento, Monsieur Marabutu, pero el coche tiene que quedarse aquí.
-Pero ¿por qué?
-Porque ya le he dicho que así no puede circular en territorio suizo.
-Pero no hay más que unos cuantos metros hasta Francia.
-Son unos cuantos metros.
Monsieur Marabutu tuvo que dejar el coche y caminar los dos kilómetros que le separaban de Ferney, comprar neumáticos nuevos, tomar un taxi, volver con ellos al puesto fronterizo y cambiarlos, y para cuando se disponía a salir ya era tiempo de volver a casa a comer”.

             En realidad, pocas veces sucede el enfrentamiento entre un ginebrino y las autoridades. Los ciudadanos, que con todo gusto cumplen la ley e impelan a los demás a que la cumplan, dan poco lugar a que se produzcan estas escenas. Si se producen, se tratará claramente de excepciones que confirmen las reglas: el dinero de las multas tiene razón de ser como medio de recaudación para el erario público, y un pasajero sin boleto deviene en un predecible matiz del sistema que, con el abono de la multa, no deja de ser funcional al mismo. Pero la verdad es que lo que resulta realmente funcional al sistema es la disposición que tienen los ciudadanos de cumplir con sus normas. Esta conducta es lo que posibilita el llamado sistema de confianza: es posible extraer los diarios de sus casillas sin depositar las monedas, así como subirse a un autobús, incluso al tren, sin haber sacado boleto. Es perfectamente posible, pero nadie lo hace. Así como nadie cruza un semáforo en rojo, ni arranca flores, ni echa basura a la calle y, sobre todo, nadie es impuntual. La impuntualidad es uno de los peores vicios. Delata irresponsabilidad, falta de respeto por el prójimo, ineficacia, mala educación pero, sobre todo, una pérdida de tiempo que se traduce en pérdida de dinero. En Ginebra, cuando un médico da un turno para las cuatro, lo atenderá a las cuatro. Cuando un técnico avisa que llegará a las cinco, llegará a las cinco. Y si un negocio cierra a las siete, nos harán salir a las siete, aunque haya que suspender una venta extraordinaria, y de ningún modo los restaurantes servirán un plato antes o después del horario establecido. Para cualquier ciudad que quiera lograr un sistema de este tipo, ya puede ir sabiendo que puede resultar relativamente fácil una vez que haya renunciado a las pasiones, la diversión y la alegría. Ya que hasta la diversión, en Ginebra, ha de estar rigurosamente calculada y realizada conforme a las leyes: el ocupante de un apartamento tiene, si quiere hacer una fiesta ruidosa, el derecho de una noche al año. Esta noche debe ser un viernes y debe comunicarse previamente a las autoridades municipales para que éstas, a su vez, informen a los vecinos. Todas estas costumbres de eficacia y orden, propias del país, se reconocen igualmente dentro de las casas. Las casas ginebrinas, incluso las más modestas, son un ejemplo de eficiencia. En todas las que estuve, más allá de su mayor o menor nivel social, pude comprobar las mismas características: las paredes no dejan pasar los ruidos, la calefacción no deja pasar el frío, las canillas no gotean, las puertas no chirrían, las cadenas del baño son silenciosas, los ambientes iluminados y, otra de las coincidencias, la presencia de frutas y verduras de excelente calidad. Porque los suizos aman la vida sana y el deporte. El esquí, el alpinismo, principales atracciones turísticas, ocupan un buen lugar de la prensa y de los canales de televisión, y desde todos los medios se fomenta el ejercicio, la dieta sana y todo aquello que garantice una larga y ejemplar vida. 
¿Quiénes son los que tienen derecho a esta larga y ejemplar vida?
Los ginebrinos, desde luego. Y los ginebrinos de tres generaciones más que los de dos, así como los de dos, más que los de una, y cada uno mirará por encima del hombro a los que estén por debajo de la escala. Pero si se trata de un extranjero que quiere obtener el pasaporte rojo, entonces Suiza es uno de los países más difíciles del mundo. Para solicitar la nacionalidad, es necesario, primero, haber obtenido uno de los permisos menores de residencia, como el permiso C o de établissement, ya de por sí demasiado restrictivo. Una vez obtenido este permiso, todavía es necesario que transcurran doce años de residencia: ¡doce! Y todo esto es lo necesario para solicitar la nacionalidad, solamente para solicitarla, ya que todavía podría ser denegada. Una vez que la nacionalidad se solicita, las autoridades, durante un período de prueba, investigan la reputación y los hábitos del aspirante a suizo. Luego vendrá un examen en el que se evaluará si el sujeto en cuestión conoce, cumple, ama y respeta el modo de vida helvético lo suficiente como para merecerlo. Recién entonces es posible que consiga su pasaporte. En este pasaporte, como en todos los pasaportes suizos, constará el lugar de origen, y el lugar de origen es el lugar de nacimiento de sus progenitores. Esto significa que ni habiendo nacido en suiza constará que Suiza es el lugar de origen: solamente los ginebrinos de más de una generación, la verdadera buorgeoisie genevoise, pueden jactarse de ser de origen ginebrino. De ninguna manera los hijos de un residente extranjero, aunque hayan nacido en el país. Y realmente es difícil que, por su ascendencia suiza, alguien que tenga la posibilidad de conseguir estos papeles no se lance como un loco a por ellos: el sistema suizo ofrece unos seguros de desempleo tan excelentes que nunca faltan los casos de gente que, abusando de estos beneficios, los solicita para vivir con un rey en cualquier otro país. Una vez que uno es suizo, ya puede contar con este modo de vida que lo dejará listo, si le apetece, para engrosar las estadísticas de suicidios, ya que es el suicidio la manera más eficaz de morir en un país como este. Las enfermedades, la muerte violenta, la guerra y todos los estragos de la pobreza no forman parte de las causas factibles. Y para colmo la esperanza de vida es realmente alta, uno tiene más de ochenta años de perfecto aburrimiento. Ni siquiera una catástrofe natural o improbablemente bélica podría salvarlo: una de las peculiaridades de esta ciudad es que dispone de un eficaz sistema de refugio antiatómico. La Protection civile cuenta con una suma de refugios subterráneos que, detrás de unas impenetrables puertas blindadas, esconde verdaderos hogares colectivos equipados con una cantidad de alimentos para mantener a la población durante largos meses, además de todo tipo de comodidades como salas de estar y habitaciones para que jueguen los niños. Si bien estos refugios están calculados para proteger a la totalidad de los habitantes de cada comuna, lo cierto es que también las casas particulares cuentan, por ley, con su propio refugio antiatómico. A salvo de la guerra, la inseguridad, la insalubridad, de cualquier peligro que nos depare el azar de la existencia, realmente la mejor manera que encuentran muchos suizos de librarse de este deprimentemente perfecto estilo de vida es suicidándose. Y, si se trata de un buen ginebrino, intuyo que solicitará un servicio de eutanasia, práctica legal en este país, para que ni el tiro del final quede fuera del sistema establecido.

























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