La universalidad de Borges dificulta cualquier intento de limitar su nombre a una tierra que lo abarque por completo, excluyente de todas las demás, incluso tratándose de Argentina, su propio país. Sin embargo, no se puede acceder a lo universal sino desde nuestra irremediable particularidad: así como Juan Rulfo llegó a su eterna Comala desde México, o García Márquez a su mítica Macondo desde Colombia, Borges ingresó en su laberinto universal por un camino que sale desde Buenos Aires. Una vez que se hubo perdido en las bifurcaciones de un universo a su medida, aquél que, por su culto a los libros, terminó confundiéndose con una biblioteca infinita, sucedió que algunos sitios le parecieron más acogedores que otros. Después de Buenos Aires, Borges entabló con Ginebra una relación tan significativa que, hoy día, es difícil recorrer las calles de esta ciudad suiza sin dar con él. En efecto, es más fácil, en Ginebra, encontrarse con Borges que con Rousseau.
¿Por qué Ginebra? Ahora que la asociación de Borges con Ginebra es un hecho consumado, sería muy complejo dar con esta respuesta que nadie más que el mismo Borges podría esclarecer. Mientras camino por Ginebra, me atrevo a calificarla con el adjetivo de borgeana pero, a decir verdad, no tengo claro si esto se debe a que Ginebra es muy borgeana gracias a Borges, o a que Borges fue muy ginebrino gracias a Ginebra.
En el Parc des Bastions, frente al Muro de los Reformadores, muy cerca de donde Borges se sentó para tomarse una de sus fotos clásicas, hay enormes tableros de ajedrez; al observar el movimiento de sus piezas, me resulta inevitable murmurar versos como los de la torre homérica, el ligero caballo, armada reina, peones agresores. Más de una vez el Lago Leman, siempre altivo y cristalino, posado majestuosamente en medio de Europa, con su aristocrático caudal tan refinado y natural al mismo tiempo, me pareció un enorme espejo en el que todas las naciones del mundo asoman sus cabezas para ver, entre los patos y los cisnes, el desconcertante reflejo de sus rostros. Además, la nieve; Ginebra cuando nieva. Pocas ciudades han de lograr una atmósfera capaz de hacernos sentir fuera de la realidad. Cae la nieve, elegante, sobre los chalets y los parques, todo rodeado de un desdibujado horizonte alpino, y es difícil distinguir la materia de los sueños de la que es propia a lo que llamamos realidad; contemplando este paisaje nos volvemos sabios a la fuerza, comprendemos que este límite es difícil de visualizar porque ni siquiera se puede afirmar que existe. Pero lo peor o lo mejor de todo, lo más borgeano, es el estilo armónico con el que este conjunto de factores constituye una composición tan perfecta y etérea como cualquiera de las Ficciones. Así como en Borges no sobra ninguna coma, en Ginebra no sobra ningún árbol, no está de más ningún pináculo. Una escritora llamada Ginebra podría haber compuesto La biblioteca de Babel, y un arquitecto llamado Borges podría haber diseñado el Parc des Bastions.
¿Ginebra es borgeana o es Borges ginebrino? Ha de haber, entre ambos, una relación dialéctica que hace posible la influencia recíproca entre las partes pero, más allá de la discusión, tenemos la certeza de que Ginebra fue para Borges un sitio muy especial. Se trata de una patria íntima, elegida, al contrario de la original que, en términos borgeanos, no es más que una de las versiones posibles. Borges eligió ser ciudadano de Ginebra del mismo modo que optó, entre muchas leguas, por estudiar el alemán. El último libro de Borges, dictado en 1984, es un poemario, Los conjurados. Su pieza homónima, el último poema del último libro de Borges, es una prosa poética que habla sobre Suiza:
En el centro de Europa están conspirando.
El hecho data de 1291.
Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan diversos idiomas.
Han tomado la extraña resolución de ser razonables.
En este poema Borges confiesa un deseo: quiere que el planeta entero sea como Suiza. El poema Los conjurados continúa así:
En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe.
Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias.
¿Por qué Ginebra es para Borges una patria? María Kodama, su viuda, cuenta que los últimos días del escritor no tuvieron más paseos que las caminatas por la orilla del Lago de Ginebra. El autor de El Aleph, que se detenía maravillado ante la presencia del Jet d'Eau, amaba Ginebra porque había encontrado en ella una forma de ética y respeto que consideraba extinguida en el resto de los países. Si el deseo de Borges era morir con discreción e intimidad, aseguro que, más allá de dudosas virtudes éticas, Ginebra era la ciudad ideal para satisfacerlo.
Sobre la muerte de Borges en Ginebra se habla más que sobre su vida en ella. La juventud y la vejez, etapas esenciales de la vida, estuvieron en la de Borges marcadas por una impronta ginebrina.
La familia Borges llegó a Ginebra un abril de 1914, año muy significativo para Europa. El futuro escritor y su hermana, ubicados en un pequeño apartamento de la ciudad vieja, empezaron a tomar clases particulares de francés. Dicen que se instalaron en esta ciudad para que el padre de Borges visitara a un importante oculista ginebrino porque, tal como le pasaría más tarde a su hijo, ya había sufrido una pérdida importante de visión. Lo concreto es que este viaje a Europa, que estaba planeado para un año, terminó demorándolos más de seis: hasta 1921. Borges estuvo en Europa desde los trece años hasta los veinte, discurriendo su adolescencia en una de las únicas ciudades neutrales de un territorio que sufría los estragos de la guerra.
En el otoño del 14 se matriculó en el Colegio Calvino, donde empezó a destacarse como la figura cultural que prometía ser. Era un ambiente austero y protestante. Junto a sus poetas, Lugones y Carriego, importados cuidadosamente desde Palermo, se concentró en los autores europeos y descubrió la lengua alemana. Entabló amistad con dos judíos polacos: Maurice Abramowicz y Simon Jichlinski. Este trío, apasionado por la literatura, se dedicaba a recorrer los cafés de Ginebra poniéndose al tanto de nuevas estéticas y corrientes líricas. Entró en contacto con el expresionismo alemán y con la literatura francesa del siglo XIX. Es la etapa vanguardista de Borges, y hasta llegó a escribir unas odas a Lenin, matiz biográfico que más tarde podría resultar apócrifo porque, de tan real, parece ficticio. Hay otra anécdota según la cual Ginebra le dio a Borges no sólo el inicio en el francés y el alemán. Se dice que, cuando cumplió diecisiete años, su padre decidió que ya era hora de acostarse con una mujer para algo que no sea soñar. En ese entonces, la zona de Pâquis no sería lo que es hoy, pero de todos modos sucedió que, en algún lugar de Ginebra, el pequeño Georgie experimentó su deseo y su timidez frente a una prostituta. Dicen, y yo creo que es así, que Ginebra es una mujer: la primera mujer de Borges. Palabras de Borges sobre Ginebra hay pocas, pero contundentes, como las que escribió en Atlas:
Le debo, a partir de 1914, la revelación del francés, del latín, del alemán, del expresionismo, de Schopenhauer, de la doctrina del Buda, del taoísmo, de Conrad, de Lafcadio Hearn y de la nostalgia de Buenos Aires. También la del amor, la de la amistad, la de la humillación y la de la tentación del suicidio.
La segunda etapa de Borges que nos interesa tiene lugar setenta años más tarde: en el mes de mayo de 1986, Borges se casa con María Kodama y viaja a Ginebra para morir, un mes después, un 14 de junio. El último gran viaje de la vida de Borges fue al mismo sitio que el primero.
Parece que este viaje desconcertó a muchos de sus conocidos, que se llevó a cabo en secreto, que estuvo enredado entre asuntos de testamentos, abogados, médicos y, sobre todo, el casamiento con su heredera. Se dice que intentó obtener un permiso de residencia, comprarse una propiedad en el casco antiguo, obtener la nacionalidad suiza. Naturalmente, todo este asunto está rodeado de terribles enojos; incluso hay en Buenos Aires trabajosos proyectos de repatriación, entre cuyos simpatizantes podríamos contar a un ex presidente y a varios personajes influyentes. Está el bando de quienes aseguran que Borges jamás manifestó su voluntad de morir en Ginebra, que incluso había pedido, pocos años antes de morir, un presupuesto para la refacción de la bóveda de sus antepasados, lecho de muerte de su abuelo Isidoro Suárez, la bóveda 38 de la sección 15 en
Si Borges pidió ser enterrado en Ginebra poco antes de morir, solamente María Kodama y el escritor Héctor Bianciotti, únicos testigos de sus últimos días, podrían haberlo oído de su boca. Sin embargo, yo soy de la opinión de que no es un desacierto el entierro de Borges en Ginebra, y que es muy plausible que el escritor esté contento de descansar en este sitio tan tranquilo.
El viernes 14 de febrero de 1986, Adolfo Bioy Casares escribe en su diario que hay en Buenos Aires preocupación por la absoluta falta de noticias de Borges. Finalmente le informan que, pese a las reticencias de su médico, Borges viajó a Ginebra y, antes de partir, había dicho a Fanny:
-Ojala que en este viaje me muera.
En Límites, uno de sus más aplaudidos poemas, Borges escribe estas dos estrofas:
¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.
Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son los que me han querido y olvidado;
espacio, tiempo y Borges ya me dejan.
Es un poema de 1964 publicado en El otro, el mismo. ¿Tenía que aparecer, justo en esa estrofa, el Ródano, el río que se funde con el lago de Ginebra? También en el poema Ceniza hay un verso sobre este río: “A nuestros pies un vago Rhin o Ródano”.
El lunes dos de mayo Borges llama a su amigo por teléfono. Bioy tiene que hablar alto, porque Borges casi no oye. Le dice que desea verlo pero Borges responde que no va a volver nunca más. La comunicación se corta y, Silvina Ocampo, que había atendido primero el teléfono, le dice a su esposo que le pareció que Borges estaba llorando. Bioy asiente:
-Creo que llamó para despedirse.
Un mes después llega la noticia a Buenos Aires, el mismo 14 de junio: había muerto en Ginebra un argentino que, entre muchas otras cosas, escribió sobre sí mismo frases como esta:
Como yo descreo de toda vida, siempre me queda la esperanza de la muerte como un fin total. Y espero ser olvidado después de mi muerte.
Si Borges esperaba el olvido después de su muerte, pienso que Ginebra, su patria elegida, la ciudad en donde murió con discreción, es uno de los lugares del mundo que más se esfuerzan por recordarlo. No hay, en Ginebra, un particular culto por la literatura ni por los escritores, ni siquiera para los pocos que nacieron aquí. El mismo Borges, al describir a Ginebra como una ciudad que no es enfática, observó que aquí nadie se preocupa porque el viajero perciba las huellas de Rousseau o las de Amiel. Sin duda se hubiera asombrado de saberse, él mismo, la excepción, el único escritor que la ciudad reconoce de su interés, honrándolo con una serie de placas además de, por supuesto, la tumba más promocionada del cementerio de los próceres. Recorriendo Ginebra, mi primer encuentro con Borges fue en
De toutes les villes du monde, de toutes les patries intimes qu’un homme cherche à mériter au cours de ses voyages, Genève me semble la plus propice au bonheur.
Detrás de la placa hay una casa con entrada al 28 de Le Grand Rue, una de las calles principales. Esta casa ha de haber sido habitada por Borges los últimos días de su vida. Bianciotti, testigo presencial de sus últimos suspiros, refiere que el escritor dejó en su mesa de luz los Fragmentos de Novalis y una selección de la correspondencia de Voltaire, libros que una enfermera, en alemán, le leía por las noches. Me pregunto qué hubiera sentido si, en lugar de la correspondencia de Voltaire en alemán, le hubieran leído, esos últimos días de su vida, y en castellano rioplatense, algunos versos suyos, como el poema de 1923 dedicado al cementerio de
El cementerio de
La comuna de Planpalais está en la orilla derecha del lago Lemán, entre el río Rhône y el Arve. Es un antiguo municipio del cantón del mismo nombre, actualmente uno de los lugares más transitados de Ginebra. Probablemente haya sido su ubicación la que convirtió a esta comuna en una zona tan concurrida en donde confluyen varias escuelas, un hospital principal, edificios universitarios, y la sede de
Le Cimetière des Rois tiene
El cementerio de Rois es precioso porque es un parque suizo. Más que un recinto funerario parece un parque de placer, ideal para pasear en bicicleta o arrojarse sobre el césped a disfrutar esa rara tarde de sol que puede darnos el clima ginebrino. Es un cementerio tradicional, el único que data de
En este parque todo parece de una belleza natural, aunque es la naturaleza retocada por el hombre y, para colmo, por el hombre suizo, que sabe muy bien cómo hacerlo. Por supuesto que en este parque reina el orden: en Ginebra el orden trasciende a la vida, a la muerte, y ha de ordenarse hasta el acto de la agonía.
Aquí la muerte no sobrecoge, no espanta, no nos estremece.
Aquí la muerte es un paisaje agradable, un aplicado empleado municipal redondeando las extremidades de los árboles, un camino sin papeles ni lágrimas hacia un edificio tanatorio que exhibe un plano de simétricos apellidos ilustres, gente que ha hecho lo que debía hacerse y que descansa, también, como se debe. Esto no es una ironía: poca diferencia hay, en esta ciudad, entre el ámbito de los vivos y el de los muertos.
Como las casas, los cestos de basura, el trayecto de los autobuses o los cajeros automáticos, hay entre las tumbas un espacio adecuado, amplio, que permite la exclusividad del reposo de los restos. No hay en ningún lado amontonamiento, desorden, falta de juicio.
La calidad y el estilo de las tumbas son más bien eclécticas. Las hay desde las más sencillas hasta las más curiosas, prevaleciendo la humildad y la modestia, esa belleza triste, a veces parca, tan propia de los elementos funerarios. A veces me detengo ante alguna tumba curiosa, por ejemplo la del editor que tiene forma de libro o, muy cerca de Calvino, la tumba de Griselidis Real, una escritora ginebrina que, con todo orgullo, quiso estampar su oficio en la inscripción de su lápida: prostituée. Pero lo que más tiendo a mirar en este hogar de muerte es la vida de los árboles. Los árboles son hermosos, y se destacan algunos muy curiosos, muy ginebrinos, sauces llorones de ramas retorcidas cuyas hojas, y las mismas ramas, caen hasta el césped en actitud desfalleciente.
Borges no es el único argentino del cementerio, también está el músico Alberto Ginastera en la tumba 398 del sector D. Otra curiosidad es la tumba de Sofia, hija de Dostoieski. El folleto del cementerio destaca varios nombres: Ernest Ansermet, Alexandre Calame, André Chavanne, Humphry Davy, Emile Jacques-Dalcroze, François Diday, Guillaume Dufour, Thomas Harvey, Jean Piaget. Yo voy hacia la tumba de Borges.
Algunos dicen que la tumba de Borges es sencilla, una piedra con unas flores y unas inscripciones. Sencilla será esa gente: a mí la tumba de Borges me parece preciosa y llena de significado. Como la prosa misma de Borges, hay una aparente sencillez que encierra los más diversos pensamientos y los más complejos y profundos significados. Es la tumba de un gran escritor. Frente a ella veo tres colores: el gris, el rojo y el verde. Hay un dibujo, dos cifras y, por supuesto, palabras: héroes, alegorías, leyendas. En una sola palabra: literatura.
La tumba de Borges es una piedra gris de forma irregular que no está pulida. Las cifras están debajo, sobre la izquierda, casi tapadas por las flores y una arriba de la otra: 1899 y 1986. Al lado de las cifras hay una cruz celta; estos rayos que se cortan perpendicularmente formando una cruz en el interior de un circulo, componen un signo cuya historia se remonta a más de dos mil años antes de Cristo, uno de los símbolos más importantes de la cultura europea, una imagen muy cargada de sucesos y leyendas.
El nombre de Jorge Luis Borges está, más que escrito, dibujado. Embellece una inscripción que, sin perder la elegancia, parece tallada a mano de manera fatigosamente rústica, simulando una época remota.
Debajo del nombre tenemos el dibujo central de la lápida; tiene un contorno circular y encierra una hilera de cuerpos que, pegados unos a otros, marchan con las armas en alto a lo que sería un destino serio y solemne que viene a ser el destino de todos: la muerte. Aquí está Irlanda, Inglaterra, la literatura y la leyenda, Borges hace alusión a la epopeya de los Vikingos.
Debajo del dibujo hay un epitafio en anglosajón, aquél inglés antiguo cuyo apasionado estudio entretuvo a nuestro escritor durante tantas noches: AND NE FORHTEDON NA.
Esta frase es el verso de un poema épico en donde un héroe, el guerrero Býrhtnod, arenga a sus soldados antes de correr a batirse con una partida de vikingos daneses en el año 991, la batalla de Maldon. Lo que dice la frase es lo siguiente: “Y jamás temieron”.
La tumba, por detrás, no podía estar vacía. En su reverso hay más palabras, más literatura. Arriba de todo, dibujando dos arcos, leemos esta frase:
Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal theira bert
Esta frase son unos versos del capítulo 27 de
Es una nueva alusión a la mitología heroica escandinava, pero lo que esta frase tiene de literariamente particular es que Borges la usa como epígrafe para uno de sus cuentos de El libro de Arena: Ulrica.
Este cuento, el segundo del libro, tiene algo especial: es el único relato de amor de Borges. La frase habla del amor y de la muerte, y hace referencia a Sigurd, un héroe que tuvo que compartir su lecho con Brynhild, hermosa mujer pretendida por su cuñado. Para no tocarla, pone entre medio de ambos a su espada, cuyo nombre es Gram; tocar a la mujer era lo mismo que enfrentarse a la muerte. Años después Brynhild hace matar a Sigurd y se suicida para yacer en su tumba: entre ambos cuerpos vuelve a posarse la misma espada.
En la parte inferior de la tumba, debajo de otro extraño dibujo, hay otra frase: DE ULRICA A JAVIER OTAROLA. Javier Otarola es el personaje del cuento, un colombiano que se enamora en Inglaterra de Ulrica, una extraña mujer noruega. La pareja se besa por primera y última vez en un aposento oscuro ante la inminente presencia de la muerte.
Fueron muchas las tardes que pasé en este antiguo y bello cementerio, sentado frente a la tumba de Borges. La mayor parte de las veces, siempre solo, pude observarla durante oscuras tardes de invierno, cuando el verde del pasto hace esa deliciosa combinación con el blanco de la nieve. Si el clima es bueno, y hasta puedo encontrarme con algún compatriota que, de paso por la ciudad, no quiso irse sin visitar a Borges, nunca me privo de pasar largas horas en este cementerio, recostado contra un árbol, leyendo algunos de los textos de Borges.
En Fervor de Buenos Aires, su primer libro de poemas, Borges escribe sobre Juan Manuel de Rosas, el líder federal que murió en Inglaterra, así como Sarmiento en Paraguay, y Alberdi en París o, más adelante, Gardel en Colombia, el Che en Bolivia y Borges, aquí, en Suiza. Escribe Borges sobre Rosas:
Ahora el mar es una larga separación
entre la ceniza y la patria.
¿Hay ahora otra larga separación entre estas cenizas de Borges y su patria? ¿Cuál es la patria de Borges? Nadie puede negar que, en realidad, la patria de Borges es Buenos Aires pero, ¿qué sentido tiene, hablando de Borges, lo que llamamos realidad? Mejor aún, ¿qué es lo que no formaría parte de la realidad? ¿Acaso los sueños, inconmensurables estructuras de la imaginación, algunas de ellas evidente base de nuestras leyes y constituciones, no forman parte de la realidad, a veces más sólidas y eficaces para transformar el mundo que las férreas herramientas de los albañiles?
Todos los lectores de Borges sabemos que hemos soñado este mundo pero, tal como explicaría Novalis, somos tan buenos hechiceros que tomamos nuestras propias fantasmagorías como si fueran apariciones autónomas; sabemos, también, que la sustancia de toda cultura, de toda patria, de toda filosofía, hasta la de la misma historia que leemos en los documentados libros, es una sustancia imaginaria, hecha con un material similar al de los sueños.
En medio de esta ciudad francófona de los Alpes, las cenizas de Borges están, tanto en Plainpalais como si fuera en Palermo, en el centro mismo de su patria, rodeadas de leyendas en todos los idiomas; descansan del universo bajo esta piedra tallada en español y sajón antiguo en donde leo, como si estuviera en un sueño, las letras que conforman su apellido y sus dos nombres, Jorge, Luis, Borges, y hace frío, nieva, cierro mi libreta y también los ojos sin comprender cómo pude llegar hasta aquí, todavía debe ser temprano pero en Ginebra ya es de noche.
Enero del 2007
Precioso texto Alejandro
ResponderEliminarBorges, que no ha muerto, viajero del tiempo, regresa en este blog a mirarte decirlo. Pertenezco a la cofradía de los borgeanos, de los que sabemos que fue el pleno y enorme escritor que todos aplauden y también uno de los grandes maestros espirituales de la humanidad. Gracias por tu ensayo. Espléndido. MERCEDES CHENAUT. Tucumán. Argentina.
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