lunes, 2 de abril de 2012

Carpintería y los caprichos del destino.


Carpintería es un pequeño pueblo de San Luís que queda sobre la ruta 1, a nueve kilómetros del sur de Merlo, esa ciudad turística construida por porteños en donde no hay más que un hostel económico entre los casinos y los hospedajes de alto nivel adquisitivo. Hace ya tres días que estoy en Merlo y mi presupuesto, luego de un mes de viaje y un plato de chivito en el arrollo de Pasos Malos, practica la tirolesa caminando por una línea muy delgada que se puede cortar en cualquier momento para dejarme estrellado entre los cerros. Dejo la mochila grande en la terminal y tomo el colectivo de Panaholma que me deja en Carpintería, entre la biblioteca municipal de la plaza y la Sierra de Comechingones. ¿Qué vine a hacer a este pueblo? Vengo a buscar a Dromo. Cuando lo conocí, hace diez años, formábamos parte de una serie de actividades marginales de corte literario que tenían su sede en un pub de Ramos Mejía llamado Cucarachas Enojadas. Todos éramos muy jóvenes, no pasábamos de los veinte años y proyectábamos todo tipo de delirios, muchos de los cuales unos pocos de nosotros los vamos concretando ahora que andamos por los treinta, cuando supuestamente tendríamos que haber madurado un poco. En ese entonces éramos músicos de punk rock y, además, organizábamos cafés literarios, esos eventos grotescos en donde se bebe cualquier cosa menos café en tanto que la literatura, en su ordinaria faceta bucowskiana, se confunde con los cadáveres exquisitos de cuatro o cinco mendigos que se sienten reyes, sobre todo después de algunos ácidos. Hace poco menos de diez años, durante esa época de la que hablo, Dromo se jactaba y lamentaba al mismo tiempo de vivir en una casa abandonada del barrio de Haedo; la última vez que lo vi fue hará cuatro años en Salta, donde nos encontramos de casualidad en un cruce de caminos: yo estaba subiendo hasta Ecuador y él venía bajando desde Jujuy hasta San Luís, donde finalmente lograría establecerse para no volver. Hoy día lo único que sé de él es que vive con su novia en este pueblo, Carpintería, en donde adquirió un terreno y está construyendo una casa con sus propias manos. No tengo su teléfono ni pude, por medio de Internet, comunicarme con él para decirle que estoy en San Luís; tampoco tengo ni la menor idea de por dónde queda su terreno, apenas pude ver una foto de su casa en construcción, una artística vivienda de paredes rosadas y ventanas verdes que reconocería a la primera mirada. Lo único que puedo hacer es llegar a Carpintería y, dado que es un pueblo pequeño, preguntar por él, con la idea de que aquí todos se conocen; es más, probablemente basta con recorrer los alrededores de Carpintería para verlo a Dromo tomando mate en la puerta de su rancho.

Hay filosofías que son dignas de profesar incluso en caso de que no sean ciertas. Valen la pena por su mero encanto o belleza, y yo pienso que una filosofía bella, aunque errada, puede llevarnos por buen camino antes que una filosofía mediocre, aunque verdadera. Por mi parte, no puedo privarme, sobre todo en un viaje, de profesar una filosofía de este tipo que tiene mucho que ver con creencias hindúes: todo lo que sucede es lo que debe suceder, así como lo que no sucedió se debe a que no debía hacerlo. Desde que llegué a Carpintería decidí abandonarme a esta creencia que considera cada hecho como parte de un destino inevitable. Camino por el pueblo pensando que, si tengo que encontrarme con Dromo, las cosas se darán de una manera u otra para que me cruce con él y, si no lo encuentro, se trata de que no tenía que encontrarlo por algún motivo que no interesa saber.

Carpintería no es un pueblo tan pequeño como para que todos se conozcan. Viven aquí alrededor de tres mil habitantes, muchos de ellos llegados en los últimos años. Tanto en el elemental centro urbano como en los alrededores hay muchas viviendas. Además de la poca gente con la que me cruzo en esta recorrida, pregunto por Dromo en la municipalidad y en dos despensas. En la municipalidad no tienen ni idea de quién puede ser un tal Dromo; en una despensa me dicen que un pibe barbudo que anda construyendo su casa en el campo es el perfil de una centena de habitantes de los alrededores del pueblo. Caminando por las zonas más rurales trato de divisar una casa como la que vi en la foto y, en la que más se le parece, me atiende un hombre que no conoce a Dromo:

-¿Y tu amigo que vive acá vino de Buenos Aires?

-Sí.

-No me extraña, nos están cayendo todos los días porque si se quedan allá los matan. Yo estoy por lo mismo hace veinte años, y esa de tener que irme de allá la viví hermano; supongo que ahora es todavía peor, con menos códigos, yo vivía en Ciudadela y ya te mataban para sacarte las zapatillas.

Le respondo que soy de Buenos Aires y, casualmente, anduve trabajando de profesor en Fuerte Apache. Me retiene una hora para que le cuente cómo está la cosa por allá, si todavía no se puede pasar cerca sin recibir ráfagas de ametralladoras desde las impunes ventanas de los monobloks. La conversación, aunque interrumpida por los ladridos de los perros, está muy entretenida, pero este hombre no sabe nada de un tal Dromo y yo me despido de él para seguir preguntando.

Hace dos horas que recorro el pueblo de norte a sur y de sur a norte con la impresión de que nadie, en Carpintería, conoce a un tal Dromo, un barbudo que vive con su novia. Una mujer que barre su rancho me pregunta a qué se dedica el tal Dromo que ando buscando por el pueblo. Desde que lo conozco, Dromo se dedica a saltar de diana en diana, dando gritos por la espinosa jungla de su vida, haciendo cualquier cosa para progresar en su sinuoso camino de poeta maldito. Una de ellas era arrastrar una vieja y pesada imprenta, a la que yo llamo máquina infernal, con la que siempre tiene proyectos de publicaciones, empezando por sus propios poemas que muchas veces ha sabido vender en la calle para poder seguir escribiéndolos y de paso comer.

-Mire –respondo a esta señora-. Me parece que trabaja en una imprenta, o en algo relacionado con una imprenta.

-¿Una imprenta? ¡Ah, ya sé quién puede ser! En la ruta, a cien metros de la virgencita, hay una imprenta donde trabaja un chico barbudo, ¡debe ser tu amigo! Es más, ¡seguro que es él!

La verdad, es muy poco probable que Dromo se haya montado formalmente una imprenta, incluso que haya podido trasladar su máquina infernal hasta Carpintería para siquiera editar sus propios libritos. Sin embargo, no hay que preocuparse: si tengo que encontrarme con Dromo, de una manera u otra voy a dar con él. Aunque ya estoy agotado del sol y de la caminata, me dirijo hacia la ruta con la idea de caminar hasta dar con el monumento a la virgen, que no sé dónde queda. Cuando le pregunto a un camionero me entero de que la virgen está en la entrada del pueblo, yendo para el lado contrario al que vengo caminando hace más de dos kilómetros. Ya estoy agotado y es en serio. Voy a caminar por la ruta hasta la virgen, en la entrada del pueblo, y ahí se termina este paseo.

Transito el atardecer mordiendo el polvo de los camiones que pasan por la ruta hasta que, con el último suspiro, llego a una pequeña rotonda en donde me topo con el monumento a la virgen. Estoy fuera de zona urbana, empieza el campo pleno, y no puede ser que a cien metros, vaya para donde vaya, pueda encontrar una imprenta para preguntar por Dromo. Pasa un hombre a caballo de los que llevan boina y cuando le pregunto si hay por ahí una imprenta me dice, orgulloso, que es parte de una familia que habita Carpintería desde hace tres generaciones y, desde luego, no hay por ahí ninguna imprenta; ya ni siquiera se me ocurre preguntar por un tal Dromo. Estoy, pues, en la ruta que va a Merlo y me desplomo en la rotonda, justo enfrente de la virgen. Por aquí pasa el colectivo que vuelve a Merlo; falta una hora y media para el próximo, y además puedo hacer dedo. Voy a esperar hasta que pase el colectivo y, si no me encuentro con Dromo, vuelvo a Merlo. Hace rato que despertaron todos de la siesta y empieza a haber más tráfico. Sin que le haga ninguna seña, se detiene un auto conducido por una mujer que, después de abrir la puerta del acompañante, dice “subí, te llevo”. Este es, sin duda, un signo del destino: no tengo que encontrarme con Dromo. Recojo mis cosas y, cuando me acerco al auto y pregunto a la mujer si va para Merlo, ésta me responde “ah bueno” y arranca. Este extraño malentendido ha de ser otro signo del destino: quizá no debía irme porque sí he de encontrarme con Dromo.

Anochece, faltan diez minutos para que pase el colectivo que me deja en la terminal de Merlo, desde donde salen los micros a Buenos Aires. Cierro los ojos y oigo el emergente coro de los grillos; cuando los abro faltan cinco minutos para que pase el colectivo. Falta exactamente un minuto para que pase el colectivo cuando veo venir por la ruta un espectral renault 4 de los años ochenta y, se crea o no, yo no me asombro: es el auto que adquirió Dromo hace pocos meses, ni siquiera necesito la poca luz que le queda al día para saber que lo viene conduciendo un barbudo en compañía de una rubia. En broma me paro en medio de la ruta haciendo dedo, más bien exigiendo que se detenga: Dromo asoma la cabeza por la ventanilla y abre dos ojos grandes como platos.

-No te la puedo creer… chabón, ¿sos vos?

-Sí… te estaba esperando…

-No te la puedo creer…

¿Qué es lo que no se puede creer? Tenía que encontrarme con Dromo y me encontré, nada más sencillo.

El terreno donde Dromo está haciendo su casa no lo iba a encontrar nunca; está campo adentro y se accede por un estrecho y discreto sendero de tierra luego de atravesar varias hectáreas. Jorgelina, su novia, se va a dormir temprano, ella dicta clases de geografía en los colegios de los pueblos cercanos, y otros no tan cercanos a los que tiene que llegar a dedo. Con Dromo nos quedamos conversando sobre nuestras cosas hasta las tres de la mañana. Una conversación entre dos poetas no tiene importancia, sobre todo si, en los bares de mala muerte, fueron de la extirpe maldita. Detrás de capas y capas de ridículos egocentrismos, que quizá no tengan más utilidad que la de dejar algún humilde puñado de versos, no hay nada que valga la pena de comentar con esta sola excepción: el recuerdo de otro de los poetas que formaban parte de nuestro grupo, Esteban Costa. Quito, así lo llamábamos, era el único poeta optimista de todos los que merodeábamos los cafés literarios del oeste de Buenos Aires a fines de los noventa. Una vez amenazó a Dromo con partirle una botella en la cabeza porque no veía la vida con optimismo. Yo también me llevaba mal con Quito: solía refregarle por la cara mis poemas tristes y melancólicos, le decía que esa filosofía con la que afirmaba la belleza de la vida no era más que la ingenuidad de quien es incapaz de ver la injusticia que nos rodea. Más de una vez me burlé de él.

Esteban Costa, Quito, el único poeta optimista, se ahorcó en su cuarto hace tres años, y esa fue la última vez que Dromo lloró. El único poeta que tenía esperanzas, el único que exclamaba sin pudor su amor dionisíaco por la existencia, y el único que se suicidó en medio de la soledad más profunda en tanto que nosotros, los pesimistas, lo recordamos fumando la marihuana de la huerta, yo con mi nomadismo, Dromo mientras construye su casa, los dos con proyectos para el futuro.


Qué extraña es la vida. Cuando viajamos, una de las cosas que se aprenden es el valor que tiene el hecho de plantar raíces. Visitamos muchos pueblos y, en cada uno de ellos, antes de partir hacia otros, conocemos la dignidad de aquél que logró hacer allí su casa.


Ahora mismo no me interesan los versos de Dromo, ni todas sus fanfarronadas de poeta maldito; no me importa que siga tocando punk y lidere la única banda de la zona, mucho menos sus aventuras marginales, su autodidactismo, sus máximas de que deben morir todos los ricos, sus trillados resentimientos clasistas o el alto concepto que tiene de sí mismo. Lo único que me importa, aquello que considero su verdadero poema, es esta casa que se está construyendo ladrillo a ladrillo donde voy a pasar la noche y, luego de haber dormido unas horas, salir al campo abierto para ser recibido por la mirada bondadosa de los burros y ese gran poema silencioso que no podremos escribir nunca: un amanecer detrás de la Sierra de los Comechingones.



Esteban Costa, y más abajo uno de sus poemas.


Hacia la gran fosa

Hacia dónde se encaminan, ésa es la verdadera pregunta.
André Breton

Si desapareciera ahora, todo lo mío sería un proyecto inconcluso,
un explosivo cuyo detonador no ha sido presionado, y por ende, no explotó.
Y sin explosión el explosivo no tiene sentido.
Mi tiempo no estaba en venta, pero lo compraron,
o mejor dicho, tuve que venderlo obligatoriamente.
Y ahora corro apresurado en las míseras horas que me quedan libres
y que son el único momento que poseo para pensar y decidir y actuar.
Mi acción es mezquina en comparación a mi pensar.
Pienso todo el día, pero no siempre actúo sobre mi pensamiento.
Me escapo a leer, me suspendo en el tiempo en una inconsciencia flotante y peligrosa,
pues cuando muera diré que estuve la mayor parte del tiempo flotando…
Y realmente no quiero que así sea, sino que de ese flotar y fluctuar
entre realidades surja claramente el camino a tomar en la acción.
¡Y qué pocos audaces hay hoy en día!, casi ni los veo, es como un Apocalipsis
lento y prolongado; la destrucción sin conciencia de que existe.
Un millón, mil millones de seres caminando tranquilos a su tumba.
Alguien tapará con tierra dicha tumba y nadie sabrá de la existencia de esta curiosa raza.
Un inmenso nudo de pensamientos ahogados, una cantidad inconmensurable
de ilusiones de acción estancadas y prontas a explotar.
Un millón de fantasías sexuales no realizadas, un millón de golpes sin ser ejecutados
en los rostros a los que estaban dirigidos; cientos de millones de conversaciones
ideales sin realizarse, cientos de viajes no viajados, cientos de millones de obras de arte
ideadas y sin consumarse. Cientos de millones de sentimientos no dichos,
de secretos cercados en un cuerpo, de llantos llorados hacia dentro,
de risas reídas hacia el mismo lado, de saludos no saludados, de danzas no danzadas,
de explosiones sin explotar. ¿Y cuándo explotarán, si es que alguien se digna a pulsar el detonador?
¿Y cuándo fluirá libremente todo lo estancado? ¿Y cuándo se mantendrá esa supuesta liberación
durante el resto de los días de la humanidad? Lloro el llanto de la impotencia, percibo el auge
de una supuesta realización, me inquieto por la lucha que eso requiere, me intranquilizo,
me ofusco, me nublo, me encolerizo y decido fumar.
Disfrute, lector, de estas últimas palabras auténticas sobre la faz de la tierra,
soy uno de los pocos humanos de sentir primitivo que quedan, y escribo desde el fin;
oculto, como un ermitaño en mi cobijo. Recuérdalo, escribo desde el final,
desde el éxodo de los seres autómatas hacia su tumba; escribo gritando desde
las filas de dicha procesión ciega que se dirige hacia la gran fosa que recibirá a
los seres sin espíritu para taparlos con tierra para toda la maldita eternidad.

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