Hacen menos dos grados bajo cero, espero el autobús 8 en la parada Rive. Según el horario, faltan cinco minutos para que llegue, justo el tiempo que soy capaz de aguantar este frío sin desesperarme. No me desespero: sé que el autobús llegará a tiempo. Si alguien quisiera hacer la apuesta de que el autobús se retrasará un minuto, no tendría ningún problema en aceptarla. Es dinero seguro, tan seguro como los relojes suizos.
Un minuto antes de la hora indicada, empiezo a pensar, ingenuo soy, que podría haber perdido la apuesta. Pero, treinta segundo antes de la hora indicada, el autobús aparece en el horizonte para estacionar en la parada treinta segundo después. No hay, como en otros países, un monitor electrónico. Hay relojes, muchos, y la gente los mira para saber qué tiene que hacer.
Suiza, más que un país, es un gran reloj.
Los relojes abundan en la ciudad. No sólo los artísticos, lujosos, antiguos y excéntricos, como los que exhibe el museo Patek Philippe, al 7 de la rue des Vieux-Grenadiers, santuario del tiempo que ordena quinientos años de historia del reloj. Tampoco les bastan los relojes de las torres, las estaciones, las iglesias o las tiendas, muchos de ellos tan costosos como una casa del país de origen del turista, poco habituado a ver los escandalosos precios que se exhiben sin pudor. También está el reloj de flores, hecho con más de seis mil plantas, coloridos números y agujas que marcan la hora de hacer lo que se debe a orillas del Lago Lemán.
La medida matemática del tiempo está naturalizada en Ginebra de una manera explícita, sagrada, mucho más que en cualquier otro lugar del mundo. Resulta notable que un país famoso por la magnificencia de su naturaleza se destaque por la manera rigurosa en la que es medido el tiempo, en tanto que nada hay más artificial, más falso, menos natural, que este tipo de medida.
Lewis Mumford, extraordinario urbanista norteamericano, estudió la manera en la que la medición del tiempo, mediante el uso del reloj, ha sido sustancial para conformar una moderna civilización capitalista y, con ella, un nuevo modo de vivir la vida y organizar las ciudades.
El reloj, la más perfecta de las máquinas, es un instrumento platónico.
Su objetivo es destruir el desenvolvimiento real de la imperfecta vida para sustituirlo por una dimensión matemática, artificial, la gran dictadura de nuestro tiempo cuyos soldados son las horas, los minutos y los segundos. El tiempo humano desaparece, y el reloj impone la creencia de un mundo independiente, basado en secuencias matemáticamente mensurables, una vida científica.
Nada más falso que este mundo dividido en días de veinticuatro horas que duran sesenta minutos.
Los días tienen entre sí una duración desigual. La relación entre el día y la noche cambia constantemente, así como un pequeño viaje del este al oeste cambia el tiempo astronómico y, al viajar, debemos poner una nueva hora en nuestro reloj para reinsertarnos nuevamente en este fascismo numérico que nos roba el derecho al tiempo real para medirlo con las veinticuatro leyes de cada día.
El cuerpo humano, nuestro organismo mismo, tampoco tiene nada que ver con esta medida regular del tiempo. La respiración pulmonar y los latidos del pulso varían según las acciones que cometamos y el estado emocional en el que nos hallemos. Desde siempre, el tiempo se ha medido por las acciones, los acontecimientos, las emociones, y es una gran revolución, y un gran trastorno de la vida humana, esta artificial medición del tiempo según una máquina científica. Para un pastor, el tiempo se mide según lo que tarde una oveja en parir a su cría, así como los agricultores miden el tiempo a partir del día de la siembra o pensando en la cosecha.
El tiempo humano se define por la historia, por la magnitud de ciertos acontecimientos, emociones, sobresaltos, y nada tiene esto que ver con una sucesión de instantes aislados matemáticamente. Juan José Saer, uno de los mejores escritores argentinos de estos tiempos, ha dejado en mi memoria una frase de su extraordinaria novela El entenado: “Ninguna vida humana es más larga que los últimos segundos de lucidez que preceden a la muerte”. Y es que poco tiene que ver la vida humana con el regular tañido de una campana que sucede exactamente cada hora. Muchas civilizaciones orientales han florecido sin tener en cuenta este tiempo mecánico. Los indios, por ejemplo, han sido tan indiferentes al tiempo, que hasta carecen de una exacta cronología de los años, y no puedo dejar de recordar el viaje del Coronel Mansilla cuando, en las tolderías indígenas, muestra un reloj a un cacique ranquel, quien le manifiesta conocer el objeto y tener alguno por ahí guardado, inútil, completamente innecesario para la vida en el desierto.
Cuando recordamos los grandes momentos de nuestra vida, sentimos que están fuera del tiempo medido; esto es así porque son más reales, más auténticos. Nadie carece de unos pocos minutos que han durado la eternidad, o de una eternidad de la cual sería penosamente ridículo decir que, según las agujas de una máquina de cuarzo, ha durado dos o tres minutos.
El filósofo Henri Bergson es uno de los que trazaron una clara distinción entre el tiempo de la ciencia, constituido por una sucesión de instantes que se diferencian cuantitativamente, y el de la vida, cuyos instantes se diferencian de manera cualitativa. Si para el tiempo físico cada segundo es idéntico a los otros, el tiempo vital está formado por momentos irrepetibles, imposibles de equipararse los unos a los otros.
Lentamente, la cultura occidental ha ido destruyendo la vida real para construir una vida artificial, y la medida del tiempo es la osadía más grande de toda su evolución histórica. A partir del siglo XIV se hizo corriente la división de las horas en sesenta minutos y la de los minutos en sesenta segundos. Desde entonces, miramos una máquina para saber cuándo hay que comer, dormir, gozar, sufrir. Queda poca gente capaz de suspirar sin pedirle permiso a su reloj.
Mumford observa que la medida del tiempo tuvo un origen paradójico: los antiguos conventos. El concepto mecánico del tiempo fue una necesidad originada por la rutina religiosa del monasterio. La regla de la orden religiosa se oponía al capricho, la sorpresa, el azar, las pasiones. Era necesario rezar tantas veces por día, seguir una vida austera de días iguales, y el campanero de
En un primer momento, la medida del tiempo pasó del clero a la burguesía. Tal como sucedió con el automóvil y el avión, las clases ricas fueron las primeras en adoptar la medida matemática del tiempo. La burguesía descubrió tempranamente lo que luego Flanklin expresaría en una contundente y célebre frase: el tiempo es oro. Ser tan regular como las agujas de las máquinas del tiempo fue el gran ideal burgués y, minuto a minuto, el capitalismo se fue acomodando dentro de este mundo artificial de los relojes.
Borges no decía que el tiempo es la sucesión de horas que duran minutos. El tiempo, para Borges, es el problema más importante de la filosofía, y a la vez el más lírico de los motivos poéticos. Toda la obra de Borges, tan poética y filosófica, integra una profunda reflexión sobre el problema del tiempo. Podría decirse que el tiempo es aquello que une, en Borges, al filósofo y al poeta. El tiempo es un problema filosófico que, debido a su irresolución, se convierte en poesía irremediablemente.
En uno de sus magníficos ensayos poéticos, la irónica Historia de la eternidad, Borges se permite, entre tanta incertidumbre, la premisa de que el tiempo es, para nosotros, un problema, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica. San Agustín, uno de los más importantes filósofos medievales, decía del tiempo que, si le preguntan lo que es, no lo sabe, pero lo sabe si no se lo preguntan. Borges, cuya alma ardía, como la de San Agustín, por saber lo que el tiempo es, hereda esta perplejidad que consiste en sentir al tiempo como una de nuestras más cotidianas realidades, a la vez de ser el más impenetrable de los misterios. Gran parte de la obra de Borges, ya de manera implícita o explícita, se fatiga construyendo el inventario de todos los intentos que hubo, en la historia de la filosofía, por lograr un concepto del tiempo. Todos estos conceptos, contradictorios, superados, revisados o negados, parecieran exponerse con el propósito de demostrar que el tiempo, aquello que pretendían aprehender, terminó arrasando con todos ellos para quedar siempre invicto de resoluciones. Rendido en las sombras de esta oscuridad que a todos y a todo devora, Borges encontró, además del valor estético de este problema, algún tipo de consuelo conceptual en uno de lo más antiguos de los filósofos: Heráclito de Efeso, el hombre que, una y otra vez, nos dice que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río porque, al hacerlo, el hombre ya no es el mismo, y el río tampoco.
El tiempo, más allá de todos sus enigmas, tiene algo que ver con lo sucesivo. Yo no sé qué es el tiempo, pero sé que se trata de algo que está cambiando continuamente. Ni siquiera las teorías de los eternos retornos y de las eternidades pueden evitar este devenir de las palabras y las cosas. En los versos del poema El reloj de arena, Borges desespera de las teorías de Platón, San Agustín, Berkeley o Dunne, para abandonarse a esta realidad que parece insobornable ante todos los conceptos, la de que el tiempo es algo que fluye y que, junto a él, nuestra propia existencia, por mucho que piense sobre el tiempo, es parte de esta materia que está desapareciendo:
Todo lo arrastra y pierde este incansable
hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
del tiempo, que es materia deleznable.
Como la vida, el amor, la muerte, la poesía, el tiempo es algo que nos devora antes de que podamos definirlo, y tal vez no podemos saber qué es porque forma parte de lo que estamos hechos: el tiempo, dice Borges, es un tigre que me destroza, pero yo soy ese tigre.
Borges, que tanto gustaba de esta ciudad de los relojes, había escrito en uno de sus tantos cuentos, el de Juan Muraña, que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora.
Lo que Borges nunca hizo fue resolver el problema del tiempo con una vuelta de aguja en un reloj: el problema del tiempo reducido a la medida arbitraria de días, formados por horas, minutos y segundos, además de esquivar los enormes y preciosos enigmas filosóficos que le competen, ni siquiera cuenta con la virtud de ofrecer una respuesta interesante. Es una verdadera pérdida del tiempo esta costumbre de abstraerlo matemáticamente.
La consecuencia de esta necesidad de eludir el tiempo real para construir, mediante inhumanas estructuras matemáticas, un tiempo medido, preciso, gélido, poco a poco fue reprimiendo toda la poesía de la eternidad.
El alma, cada vez más desplazada de la vida, nunca pudo acomodarse dentro de este chaleco de fuerza con cronómetro y despertador.
Baudelaire, el primer poeta atormentado por esta monstruosidad moderna, lo sentía así:
Trois mille six cents fois par heure,
chuchote: Souviens-toi! — Rapide, avec sa voix
d'insecte, Maintenant dit: Je suis Autrefois,
et j'ai pompé ta vie avec ma trompe immonde!
Si algo define el modo de vida capitalista, es el hábito de la abstracción y el cálculo. La gente dejó de vivir en un mundo tangible y abandonó su vida a las cifras de un libro contable. Los valores vitales fueron reemplazados por los dinerarios; los cheques, los papeles, el interés según los días, la jornada laboral y la paga por hora pasó a ser el modo de vida normal de un sistema basado en un abstracto mercantilismo. La economía financiera, rabiosa especulación sobre productos invisibles, futuros imaginarios y ganancias hipotéticas, no hubiera podido crecer fuera de esta máquina llena de cuerdas y de números.
Si los relojes se parasen, todas las grandes ciudades se derrumbarían.
Los sistemas de transporte y de producción son esclavos de la medida regular del tiempo. No es extraño que, durante las turbulencias de
En Ginebra el tiempo es sagrado justamente porque es ley, porque es orden, y la ley y el orden son las fábricas del dinero.
Suiza, que está asociada al dinero, también lo está al reloj. El reloj es el producto más preciado de los suizos. Desde Ginebra hasta Schffhausen, los relojes suizos se producen en pequeñas o grandes fábricas que nunca se detienen. Este imperio del tiempo tuvo sus horas buenas y sus horas malas. Durante
A comienzos de los setenta, los relojes asiáticos de cuarzo casi destruyeron la industria relojera del país del tiempo. Pero poco a poco Suiza fue poniéndose al día con su especialidad, sobre todo a partir del “Swatch”, un reloj más competente para conquistar mercados masivos. Al contrario, en el campo de la relojería de lujo, siempre ha ocupado el primer lugar.
No es extraño que lo primero que uno vea al llegar a Ginebra sea la corona del edificio Rolex y el reloj floral: la naturaleza subordinada a la máquina, porque esta es la ciudad de la puntualidad, de la vida medida, de la rutina organizada.
Ginebra es un gran reloj, y los ciudadanos constituyen sus cuerdas y sus engranajes. Los turistas son moscas que revolotean desordenadamente entre los sólidos mecanismos. A veces se posan sobre una aguja, un número, un cristal. Pero este reloj es una joya que lleva siglos de eficiencia y de prestigio. Sus agujas son de oro y no fallan nunca.
Jueves 25 de enero del 2007.
Casi todos los inventos nacieron y maduraron en la cabeza de alguien que, mediante la observación, la experimentación y con mucho ingenio, creó algo que antes no existía y que, generalmente, servirá para dar más confort a muchos, o, en algunos casos, para todo lo contrario.
ResponderEliminarMe pregunto si esa "cabeza" que dió a luz el primer medidor del tiempo, habrá pensado que mucho tiempo despues, otra cabeza, tal vez no tan lúcida como la de él, pero seguramente sí, mucho más perversa, iba a aplicar su "bebé" para provocar la muerte. Creo que olvidaste mencionar los relojes que se utilizan para accionar complicados mecanismos explosivos, convirtiéndose así en fríos y calculadores cómplices suicidas cuya misión es, simplemente, dar tiempo a que el "ejecutor" tenga "tiempo" suficiente para escapar del daño que el artefacto está destinado a producir en personas, bienes, naturaleza o lo que se quiera destruir.
Así como quien inventó el rayo láser, no debe haber relacionado su invento con la posibilidad de dar en el blanco con milimétrica precisión, no creo que quien haya diseñado la primera máquina capaz de medir ese "tiempo" que nadie sabe a ciencia cierta qué es, haya siquiera vislumbrado la utilización de su obra maestra para producir muertes.
No sé, me parece a mí. Quien puede saberlo.