jueves, 26 de abril de 2012

Viajando a Potosí con Eli, la reina de Tica Tica


La noche nos sorprende sudados, hambrientos y embarrados. Viajo en un grupo compuesto por un santafecino, tres cordobesas, dos porteños y una finlandesa, todos unidos a los bolivianos que, a punto de abordar una flota de la empresa Diana Tours, nos llevará desde Uyuni hasta Potosí por el precio de cuarenta pesos bolivianos. El precio es muy económico pero bastante acorde con el servicio que ofrece este autobús viejo y destartalado.
         -Potosí, Potosí, ¡nos vamos! –advierte el vocero, y nos despedimos de un nublado y lluvioso pueblo de Uyuni, esperando nuestro turno para librarnos de las mochilas. Pisamos una vereda embarrada, llena de tiendas ambulantes. Un hombre se sube al techo del vehículo y debemos arrojarle nuestro empapado equipaje. Uyuni es sal y barro, charco y choza, chola y mochilero. Una vez que están todas las mochilas en el techo, se las cubre con una lona azul para darle varias vueltas de soga. Ya está todo guardado y el motor en marcha. El espacio es ciertamente reducido. Chocamos nuestros codos al menor movimiento; estoy incómodo y es difícil cambiar de posición, complicado moverse, imposible estirar las piernas hacia ningún lado.  Observo que sellan las ventanas con cinta adhesiva negra. El camino que nos espera es en gran medida de cornisa y carece de asfalto e iluminación; además de incómodo, es bastante peligroso.  También dedujimos que será largo, por lo tanto nos ocupamos, antes de emprenderlo, de comprar por medio peso boliviano el derecho de utilizar un reducido e inmundo sanitario, entrada que incluye un trozo de papel higiénico que se deshace antes de poder usarlo. Otra precaución es la de llevar algo de comida, de modo que, en una de las tantas tiendas callejeras, tuvimos que despertar, para comprar provisiones, a una mujer que cabeceaba abrigada entre sus ponchos y trenzas. Nos vendió dos anchos vasos de plástico llenos de pollo, mezclado con arroz y papa. En otra tienda regateamos la clásica botella de dos litros de agua. Ya tenemos todo lo necesario cuando, a duras penas, encajamos nuestros cuerpos en los asientos traseros. Le pregunto a la finlandesa si alguna vez había viajado así, me sonríe. La oscuridad es total, no puedo ni soñar con la posibilidad de escribir algo en la libreta. La flota se pone en marcha, de los chirriantes parlantes empieza a sonar la cumbia; ya no hay asientos libres pero sigue entrando gente que se acomoda en el piso, entre ellos una familia entera, con sus niños y abuelas, cargando canastas repletas de menesteres. Los engranajes del vehículo entran en debate, ¿nos desarmamos esta noche o esperamos otra década? Barro, poncho, cumbia, pasa el pueblo detrás de la ventana, pero no lo vemos, ¿cuánto durará la travesía? ¿Llegaremos, tal como está estipulado, a las dos de la mañana? ¿Habrá algo abierto en Potosí? Ya tenemos luna, apagan las luces, ahora solo vemos algunas sombras y, detrás de la ventana, el manto negro de una oscuridad que acaba de tragarse el paisaje andino. Tenemos hambre pero no sabemos si arriesgarnos con ese pollo, que no tiene el mejor aspecto. Sé que más adelante lo devoraré con todo gusto, será el momento en que el estómago diga ven Bolivia, ven, que ya estamos en la onda, a mancharse bien los dedos con el arroz y el pollo frío y, si no hay coraje, a mascar la coca, que esto avanza sin prisa y falta no se cuánto para llegar a Potosí, mientras tanto solo importa lo que pasa ahora.    
         En la oscuridad de la flota se enciende una luz que nos salva a todos de la incómoda monotonía de este viaje. La luz de esta profunda noche boliviana se llama Eli, que salió de entre un entramado de hermanos y canastas. Rompe el estereotipo nacional: habla mucho, no puede parar de hablar, nos ha descubierto y tiene cosas que contarnos, habla por todos los demás pasajeros, tan callados, con ese silencio resignado a esta vida de flota lenta y destartalada que no llega nunca.
         Eli tiene cuatro años y dos trenzas. Viste una pollera y un saquito, no podemos verla pero seguro que todo eso está lleno de colores. Está muy entusiasmada:
         -Yo voy a bailar mañana.
         -¿Ah sí? ¿Sabés bailar? ¿Quién te enseñó?
         -Yo ya sabía desde antes. Oye, ¿por qué tú hablas así?
         -Porque vengo de lejos.
         Como ya es tarde bajan un poco el volumen de la cumbia. Durante mucho tiempo las únicas voces que se oirán son las nuestras. Eli nos cuenta que en la mina va a la escuela, y que allí también baila. Tiene una hermana más chiquita, una más grande, una mamá. Todo esto sucede en Tica Tica.
         -¿En Tica Tica? ¿Es tu pueblo?
         -¡Claro gringo! Yo voy a bailar en Tica Tica, y me va a ver Dios.
         -¿Dios está en Tica Tica?
         -No, Dios vive en Sucre. Vive en una casa grande que está llena de comida, pero no le puedes pedir porque te castiga.
         Eli habla con absoluta seguridad y soltura. Es tan sentenciosa que se asombra de cualquiera que desconozca sus verdades. Eli es feliz.
         -¿Y Dios no sale de esa casa? –le pregunto, con mucha curiosidad.
         -No, no sale, porque si sale se ensucia.
         Durante un minuto nos quedamos mudos ante semejante afirmación. Sin embargo, me atrevo a cuestionar sus criterios:
         -Yo creo que a veces debe salir; mañana, por ejemplo, tiene que ir a verte bailar a Tica Tica.
         -¡Claro gringooo!
         Debe ser la primera vez que no me enojo ante un latinoamericano que me llama gringo, pero no puedo evitar preguntarle:
         -Eli, ¿qué son los gringos?
         -Uy, ¡en La Paz hay harto gringo!
         -Ajá. ¿Y son buenos o malos?
         -Son buenos, porque te compran chocolate.
         Mientras conversamos se va acercando, poco a poco, muy tímida, la hermana mayor de Eli, que se llama Zaira. Se apoya en un asiento cercano, como para escucharnos, pero con aire de no estar interesada. Al contrario de su hermanita, ni una sola palabra sale de su rostro cabizbajo, casi colgándole del cuello. Eli tiene que presentarla:
         -Ella es Zaira, mi hermana. Tiene doce años y en Navidad hizo el arroz.
         -¿Y a Papá Noel lo conocen?
         -¡Claro! ¡Él viene en un avión a matar policías!
         -¿Papá Noel viene en avión? ¿Y a matar policías? –pregunto estupefacto.
         -Sí, pero una vez Dios lo vio y lo chicoteó harto con un zapato. Estaba con las ovejitas.
         -Ah, ¿y las ovejitas las trajo en el avión ese?
      Eli me mira con ojos asombrados, como no dando crédito de mi ignorancia. Responde con tono indulgente:
         -Las ovejitas de Papá Noel vuelan…
         Desde algún punto de la penumbra, se escucha el ahogo de un pasajero que ya no pudo contener la risa. Me acomodo para intentar recibir la botella de agua que, viajando de mano en mano, viene desde una de las chicas cordobesas. Mientras tanto reflexiono sobre lo idiotas que somos los extranjeros, nuestras estúpidas preguntas, ¿para qué se van a subir a un avión las ovejitas, si las ovejitas vuelan? Cuando destapo la botella pongo su pico en la boca de Eli, inclinándola de a poco y con cuidado. Tiene mucha sed, toma un trago que dura el tiempo que aguanta sin respirar, y luego otro igual de largo. Además de sed, tiene mucha hambre. Nos cuenta que en lo que va del día no comió otra cosa que un poco de arroz y papa, al mediodía. Nuestros dos vasos llenos de pollo, ese plato que una hora antes teníamos reparos en consumir, se convierte en un manjar, un enorme privilegio. Cuando le damos a Eli la pechuga del primero de estos vasos, observo que la niña, antes de probar bocado, se baja de nuestros asientos para ir a compartirlo con su hermana y su madre, que está acurrucada en el piso un metro y medio más adelante. Vuelve por más pollo y otro trago de agua, está muy contenta y seguimos conversando. Repasamos la lista de vocales y de colores mientras la hermana mayor se va animando a acercarse un poco más, como si las manos de ese Dios invisible, el que vive en Sucre, la fueran empujando hasta el segundo vaso de pollo que ambiciona sin atreverse a pedir. Le damos el vaso y, sin decir palabra, lo toma y se vuelve hacia donde está su familia, para compartirlo con todos. Mientras tanto, Eli nos sigue contando cosas, se entretiene recitando, uno a uno, nuestros nombres; saco la libreta y trato, sin lograrlo, de anotar algunas frases pronunciadas en esta conversación. Eli me señala:
         -Y tú eres, y tú eres… ¡Alejandro! ¿Qué estás escribiendo gringo?
         Qué estoy escribiendo me pregunta, qué estoy escribiendo. Eli, estoy tratando de escribirte a ti, pero es difícil, hay en esta flota tanta incomodidad, y tanta vida, que no puedo escribir sobre esta noche que me regala tu país. ¿Qué estoy escribiendo? Buena pregunta, aunque mejor sería qué estoy tratando de escribir, tan incómodo, a oscuras, atravesando un camino de tierra y de cornisa en este país de hechos contundentes, donde quisiera que, en lugar de tinta, salga de mi lapicera la rústica pureza de la tierra, el color del hambre y de tus trenzas, la voz de ese Dios que vive en Sucre pero viaja a Tica Tica para ver tu baile entre los cerros.
         Eli tiene sueño, de repente. Despliega el poncho de su madre y se tiende con naturalidad a lo largo de nuestras piernas. Enseguida duerme, tal vez sueña con la mina, con una casa de adobe en Tica Tica, con su hermana más pequeña que gatea o la mayor que hace arroz, con la abuela que entra al gallinero o su madre tejiendo un gorro de quince colores, o tal vez con ese Dios que vive en Sucre en una casa llena de comida. Pasan dos horas hasta que su familia tiene que bajar, hemos de estar en Tica Tica, la primera parada del trayecto. No pudo despertar para despedirse, la devolvemos a su madre envuelta y dormida. Zaira, la hermana, antes de irse, se acerca para hablarme en serio, para decir las únicas palabras que pronuncia en todo el viaje:
         -¿Quieren llevársela?
         Bajo cinco minutos para estirar las piernas. En medio de la oscuridad apenas se ven del pueblo dos o tres construcciones de ladrillo a medio terminar, un perro escuálido y una pensión pobrísima. Una familia entera, cargando numerosas bolsas y canastas, desaparece en la oscuridad de un camino de tierra.
En lo que queda del viaje, ya no tengo margen para conmoverme. La primera vez que la flota se detiene conjeturo que pinchamos, porque el vehículo se inclina a mi izquierda y por momentos sube y baja oyéndose el choque metálico de algunas herramientas. Pero al poco tiempo sucede de nuevo, y ya parece improbable la posibilidad de pinchar tan seguido. No es difícil comprender que de cuando en cuando la flota se entierra en algún pozo demasiado cenagoso, y entonces es preciso hacer palanca y rellenar el charco con algunas piedras para seguir avanzando. Pero luego las paradas son más graves, y no menos numerosas. Basta explicar una de ellas para darse una idea general de todas. El procedimiento regular es el siguiente: bajan dos o tres hombres, los más expertos en estos menesteres, protegidos con unos overoles amarillos. Cuentan con palas, con sogas y con piedras que recolectan casi a ciegas, tanteando el cerro, al costado del camino. Al menos dos de ellos empiezan a cavar, mientras un tercero estudia la situación general y, arrojándose cuerpo a tierra al costado de la rueda, quita el agua enlodada a manotazos a medida que el hueco adquiere profundidad. Nunca falta un mochilero precavido que ofrece la luz de su linterna para alumbrar el objetivo de los cavadores. Cuando resulta evidente que la cosa requiere tiempo, que el problema es más hondo, del tamaño del pozo o de la ciénaga, poco a poco van bajando todos los pasajeros, algunos para ayudar, otros para tomar aire, y casi todos para empujar y alivianar el peso cuando llegue el momento de la gloria. Es en estas paradas cuando las cholas aprovechan para retirarse unos metros al costado del camino, casi entrando al cerro, y recogen sus polleras para hacer todo lo que necesitan hacer. Hay veces que nos engañamos, y parece que la flota puede seguir viaje. Entonces se prenden las luces y se ve la sombra de las mujeres incorporándose con las polleras a medio bajar, dispuestas a correr para no quedar en el medio del camino haciendo dedo. Pero las falsas alarmas son numerosas: siempre falta un poco más. Entonces empiezan a improvisarse más recursos: un gordo se aparece desde no se dónde con un enorme palo dispuesto a hacer palanca, y otros dos hombres llegan con más palas. ¿De dónde salieron tantas palas? De otra flota: cuando se queda una, las demás tienen que esperar, porque no hay más que un “carril”. Aquí todos estamos en la misma: los que se quedan obligan a quedarse a los que habían resistido el pozo. El camino se llena de sombras y de murmullos, pero lo más asombroso de todo es que no hay expresiones de asombro, porque todo esto es lo habitual.
Ya avanzado el pozo, retirada la mayor cantidad de ciénaga y puestas las piedras donde más conviene, empujo la flota con el barro hasta los tobillos junto a otros seis o siete que solicitan la colaboración de todos. Fuerza, fuerza, músculos tensados y dientes apretados, y la flota parece que quiere, pero vuelve; es preciso cavar un poco más, poner más piedras, sacar más agua. A la tercera, o tal vez a la cuarta empujada, somos nosotros los que tenemos que esquivar el pozo, y la flota ruge, enciende sus luces y vuelve a vivir. ¡Arranca, arranca! Pero no es conveniente que se detenga pronto, podría quedarse nuevamente: la flota avanza, avanza unos cuántos metros para tantear el terreno, avanza medio quilómetro, mientras todos nosotros, un poco desesperados, le seguimos el rastro en el medio de la noche. ¡Avanza, pero que pare ya! Corremos detrás de ella pisando charcos y tratando de no darnos de bruces contra el barro por culpa de alguna piedra; corremos a ciegas, a los gritos, hasta que empezamos a preocuparnos, ¿va a parar no? ¿Va a parar?
La flota se detiene, y todos somos felices. Nadie sabe cuánto vale esto, nadie sabe la alegría que se siente cuando uno puede seguir viaje luego de un altercado como éste; nadie sabe, hasta que llega a Bolivia, lo rico que puede ser un pollo con papas frías. ¡Ahora sí! Pero no cantemos victoria, porque a poco de salir, volvemos a detenernos, y lo relatado se relató una vez, pero no solamente una vez ha sucedido. ¿Otra vez? ¿Otra vez lo mismo? No tanto: debemos detenernos, porque se quedó la flota de adelante, y parece que hace rato que están intentando seguir. Algunos siguen durmiendo, otros bajan a tomar más aire, y otros ayudamos a los de adelante; hoy por ti y el kilómetro siguiente será por mí. ¿A qué hora llegaremos a Potosí? Si tenemos suerte, llegaremos a Potosí, y mañana veremos qué nos pasa, qué hacemos, qué comemos, dónde paramos o para dónde seguimos, porque Bolivia es así.  


enero del 2008

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