viernes, 13 de abril de 2012

Ginebra: La Vieille Ville entre Calvino y la Confederación

Monsieur Talleyrand, político y diplomático francés, asistió el primero de octubre de 1815 al famoso Congreso de Viena para discutir, luego de la caída de Napoleón, el reestablecimiento de las fronteras europeas. Dijo que el mundo está dividido en cinco partes: Europa, Asia, América, África y… Ginebra.

Ginebra, aislada o no del mundo, está dividida en barrios llamados comunas, y cada una tiene su escudo.

La comuna suiza es el primer nivel político de una organización piramidal: comuna, cantón, confederación.

Cada comuna tiene su Concejo Municipal, conformado por todos y cada uno de los vecinos. La función de este concejo es deliberar sobre el presupuesto otorgado a la comuna, la construcción de edificios, la limpieza de las calles y todo tipo de asuntos inherentes a su territorio. Cada comuna es responsable de mantener sus parques, sus calles, sus colegios y sus riquezas culturales. Los electores de cada comuna participan de cada decisión municipal mediante el referendo facultativo de una democracia directa; en cualquier momento pueden solicitar que su Concejo Municipal delibere sobre algún asunto determinado.

Este concejo municipal, cuyos representantes varían cada cuatro años, posee competencia legislativa, pero no ejecutiva. El poder ejecutivo de cada comuna lo detenta el Consejo Administrativo, presidido por un consejero administrativo, que es lo mismo que un alcalde.

Así como cada comuna tiene su porción de autonomía con respecto a su cantón, cada cantón, si bien debe ceder parte de su soberanía a la confederación, tiene su propia constitución, parlamento, gobierno y tribunales, aunque su derecho debe estar conforme al derecho federal, para evitar incoherencias jurídicas dentro del país.

No se puede decir que haya un presidente de Suiza. Desde 1848, el poder ejecutivo de la Confederación Helvética lo preside el Consejo Federal. Este Consejo Federal, que no puede disolver el parlamento ni ser disuelto por éste, está constituido por siete miembros que gobiernan de manera colegiada. La función de presidente de la confederación es rotativa, la asume uno de estos siete miembros y dura un año. El mandato no comporta poderes particulares, quien esté en el cargo no es más que el primero entre sus pares. No se puede decir, por lo tanto, que haya un presidente suizo; es una verdadera confederación cuyo primer puesto es una función rotativa entre los representantes del Consejo Federal, que a su vez representan los diferentes partidos políticos, actualmente cuatro: PRD, PDC, PS y UDC.

Más allá de las ironías, resulta evidente que este sistema de concejos, que hace pensar en una democracia funcional, nos remite a la sociedad soviética de la Rusia Comunista, basada a su vez en un sistema de soviets (concejos) municipales o gremiales articulados, cada uno de ellos, en relación de dependencia con respecto a una estructura superior.

La democracia en este país funciona de manera tan admirable que, más de una vez, se oye el malicioso chiste de que Suiza es un comunismo de ricos.

Según Trotsky, si un país como Estados Unidos, con su riqueza y su nivel organizativo y técnico, se rigiera mediante un gobierno comunista, sucedería que este tipo de sistema, exento de las miserias del subdesarrollo, funcionaría a la perfección. Realmente, Ginebra es un verdadero espectáculo de comunidad cívica.

Jean-Jacques Rousseau, ciudadano de la cultura occidental, decide firmar uno de sus más célebres discursos, un tratado sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, con el siguiente epíteto: “Jan-Jacques Rousseau, ciudadano de Ginebra”. Si algo tiene este magnífico escritor de ginebrino, sin duda ha de ser su obsesión por las cuestiones de la vida cívica y el buen gobierno, obsesión que permanece hasta cuando propone la destrucción de la cultura y el retorno a los bosques.

El célebre discurso de Rousseau no sólo está firmado por un ciudadano ginebrino; está dedicado a la República de Ginebra. ¿Por qué Rousseau, que tan turbulenta relación tuvo con su patria, hasta el punto de renunciar a ella, le dedica a Ginebra este ensayo cívico? En principio, Rousseau manifiesta tener la dicha de haber nacido en Ginebra, y admite que, siendo él un buscador de las mejores máximas que deben presidir la constitución de un gobierno, se ha sorprendido mucho al verlas todas en ejecución en su pueblo, que posee todas las ventajas y evita todos los abusos. Diríase que la apasionada búsqueda que, a lo largo de su itinerante vida, hizo Rousseau de los fundamentos de la filosofía política, de la vida cívica, no fue más que una manera de volver a su pueblo natal.

Rousseau afirma que, si hubiera tenido que elegir su lugar de nacimiento, hubiera elegido nacer en una sociedad de tamaño limitado para gozar de la posibilidad de estar bien gobernada; una sociedad en donde, al ser cada uno suficiente para su empleo, nadie debe encomendar a otro la realización de sus propios deberes; un Estado preparado para que la mirada del juicio público sea capaz de identificar tanto las maniobras oscuras del vicio como la modestia de la virtud; un país en donde el soberano y el pueblo pudieran tener un mismo interés, a fin de que todos los movimientos de la máquina nunca tendieran más que a la felicidad común; una patria más dispuesta a no ser conquistada que a entregarse a la ferocidad de las conquistas; una ciudad libre ubicada entre pueblos sin interés de invadirla; una patria que, además de estas virtudes cívicas, contase con la felicidad de una situación encantadora, un clima templado, una tierra fértil y el aspecto más delicioso que exista bajo el cielo.

Rousseau da a entender que, si hubiera tenido que elegir su lugar de nacimiento, sin duda alguna hubiera elegido nacer donde nació: Ginebra, una ciudad que presenta el mejor modelo de sociedad civil.

Para Rousseau la felicidad de los ginebrinos ya está hecha, y sólo les queda el deber de mantenerla y gozarla: ¡Que para la felicidad de sus ciudadanos y el ejemplo de los pueblos, una república tan sabia y felizmente constituida pueda durar siempre! Una constitución excelente, dictada por la razón más sublime, garantizada por potencias amigas y respetables; un Estado tranquilo que no teme guerras ni conquistas; una magistratura íntegra, conformada por los mejores de los ciudadanos, elegidos democráticamente; la equidad, la moderación, la firmeza respetuosa de sus autoridades. Para Rousseau Ginebra es, tal vez único caso en la tierra, el ejemplo edificante de una unión perfecta entre una sociedad de teólogos y de hombres de letras.

Esta opinión fue publicada un 12 de junio de 1754. Veamos, más de dos siglos después, cómo se conserva esta comunidad cívica rodeada de los Alpes.

Los cantones suizos que conforman la confederación están divididos en más de 2500 comunas. El número de comunas puede variar debido a razones geográficas y demográficas. Algunas comunas pequeñas, de población reducida, pueden unirse para conformar una sola.

En el cantón de Ginebra hay 45 comunas. Entre las más llamativas podemos enumerar las siguientes: Bernex, Cologny, Gy, Meyrin, Chêne-Bougeries, Onex, Corsier, Carouge. Sin embargo, esta pequeña descripción del sistema suizo, puede ser el umbral de entrada hacia la Vieille Ville, o ciudad vieja, el casto histórico de Ginebra donde, según se dice por ahí, viven muchos de los que administran el gobierno.

Muy cerca del lago se accede a la ciudad vieja luego de pasar una muralla que rodea la Rue de Purgatoire, nombre que sugiere lo que puede venir después. Es una muralla gruesa y alta, atravesada por trepadoras ramas musgosas, que bien podrían estar rogando caer a la calle para exiliarse del antipático hermetismo de las grandes piedras.

Del otro lado de las murallas, el silencio del pasado le cierra el paso al alboroto de la ciudad moderna. Ni siquiera las palomas se atreven a perturbar la quietud sepulcral de estas enlutadas construcciones que, si logramos la proeza literaria de humanizarlas, diríamos que tienen un ceño insobornablemente fruncido, una mueca de desaprobación ante todo aquello que se mueva.

En un estrecho y lúgubre pasaje, la ruelle du sautier, me sorprende una placa que exhibe, en francés, una opinión de Borges: de todas las ciudades del mundo, Ginebra es la más propicia para la felicidad.

El pasaje de la placa, al que podemos llamar pasillo, está sumergido en una noche eterna entre dos altos edificios provistos de unas cuantas ventanas formidablemente deprimentes, sin ninguna vista que no sea un espejo de sí mismas. Entre estas dos paredes lisas y enmohecidas pende de una cadena horrorosa un farol de pesadilla que provocaría escalofríos si de repente se encendiera.

Es realmente extraño que alguien pueda decir aquí, con esa sincera alegría, que una ciudad como esta es la más propicia para la felicidad. Después de todo, Borges era ciego.

Detrás de la placa hay una casa con entrada al 28 de Le Grand Rue, una de las calles principales. Esta casa ha de haber sido habitada por Borges los últimos días de su vida.

Pero no es Borges la personalidad de estas calles. En la Rue Jean Calvin, cerca de una fuente seca adornada con unas flores de fúnebre aureola, se destaca otra placa más eminente que informa:

Jean Calvin vecuit ici

annèe de sa mort.

La maison qu’il habitait fut démolie en 1706 et remplacée par l’immeuble actuel.

El inmueble actual es una escuela de enseñanza primaria que parece un hospicio de la tercera edad. Cualquiera diría que Calvino, el gran reformador, sigue velando por el tipo de educación que deberían recibir los niños para convertirse en ejemplares ginebrinos.

Muchas veces tendemos a pensar que los grandes personajes de una ciudad han sido quienes contribuyeron de manera eminente en la conformación de la misma, en la determinación de la cultura, el carácter, las costumbres. En realidad la influencia es recíproca, pero a mí me gusta pensar el asunto al revés: la ciudad los hizo a ellos, y ellos se han destacado por encarnar, de manera extraordinaria, lo que la ciudad ya era o prometía ser.

Ginebra no es la ciudad de Calvino: Calvino es el ciudadano de Ginebra. Ginebra no es muy calvinista: Calvino era muy ginebrino.

¿Quién fue Calvino?

Jean Calvin, discípulo de Lutero, es una figura de bronce para el protestantismo y, hombre ahorrativo, no quería perder el tiempo. Desterrado de su Francia natal, consiguió apoderarse de la ciudad de Ginebra para imponerle su terror religioso. El gran hecho que dio origen a su dominio fue la ejecución de Miguel Servet, gran humanista español, típico personaje renacentista cuya erudición filosófica abarcaba los campos de las ciencias y de la teología. Servet cometió el pecado de opinar que algunos momificados pareceres de la Iglesia no eran del todo ciertos, y entonces tuvo que salir corriendo. Para refugiarse de sus perseguidores intentó esconderse en Ginebra, justamente en Ginebra, allí donde Calvino estaba probando el trono.

Como el gran restaurador no toleró las opiniones de un erudito, ni bien supo que el hereje andaba por ahí inició un proceso para capturarlo e hizo prender una hoguera para quemarlo vivo. Calvino mató a Miguel Servet, de una manera tal cruel como horrorosa, un 27 de octubre de 1553 en la comuna de Champel.

Hay documentos en donde Calvino habla de Servet. En una carta a Farel, remitida el 13 de febrero de 1546, escribe que no está dispuesto a permitir que este hombre salga vivo de Ginebra. Sobre la muerte de Servet escribió que “mostró la tonta estupidez de una bestia.... continuó bramando en la jerga española: ¡Misericordias!”.

Otro hecho vergonzoso, pero mucho más reciente, sucedió en 1902, durante un Congreso Internacional de Librepensadores que tuvo lugar en Ginebra. Un tal Pompeyo Gener solicitó que se levantase una estatua a Servet en Champel, en el lugar de su ejecución, en memoria y justicia de este hecho. Hubo aplausos y consenso, pero los ginebrinos boicotearon el proyecto. Antes de que se levantase el monumento, decidieron anticiparse levantando otro, completamente insípido, que diera por tierra la intención original. Le erigieron un mediocre pedrusco en un lugar muy discreto de Champel, detrás del hospital cantonal de Ginebra. La inscripción es vergonzosa:

“Hijos respetuosos y agradecidos de Calvino, nuestro gran Reformador, pero condenando un error que fue el de su siglo, y firmemente adheridos a la libertad de conciencia, según los verdaderos principios de la reforma y del Evangelio, hemos elevado este monumento expiatorio el 27 de octubre de 1903”.

Está claro que, lejos de hacer honor a Servet, esto es una reivindicación del hombre que lo asesinó.

Si es que podemos confiar en lo poco que se sabe de Cristo, este extraordinario personaje que, ante el asombro de Nietzsche, sigue haciendo sonar campanarios al amanecer, lo que sabemos es que no era rico sino pobre; es más, el culto por la pobreza, el desapego de los bienes materiales, es estructural de su filosofía. Y miren qué curiosa que era la idea más brillante de Calvino: la idea más brillante de Calvino, el hombre que hacía quemar vivos a quienes ofendían la divinidad de Cristo, es la llamada teoría de la predestinación. Según esta teoría, el hombre no puede hacer nada para salvarse, porque ya está condenado desde un principio. Antes de que cada hombre nazca, Dios ya tiene decidido su destino, el cielo o el infierno. El problema es que no podemos saber quienes son los destinados al cielo y, según Calvino, la única manera de distinguirlos es reconociendo en ellos las siguientes características: la ausencia total de pecados en una vida pura, y la riqueza material, es decir, el éxito en los negocios.

Parece que Calvino pensaba que si uno era rico seguro que se salvaba, cosa poco original, y muy dicha por ahí.

Esta teoría de Calvino no va muy de la mano con aquella célebre frase de la Biblia: menos le cuesta a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar al cielo.

Calvino, que era muy religioso, quiso hacer de Ginebra la capital de un nuevo cristianismo. Obligó a sus habitantes a llevar una vida cristiana y virtuosa: durante su dominio se prohibieron todos los bailes, todas las canciones, todas las fiestas, el teatro; se cerraron todas las tabernas y se prohibieron las bebidas y las borracheras. Ginebra se convirtió en esa ciudad sombría dedicada sólo al trabajo y a la oración. No hubo en ella pecado más grave que la vida misma.

Las ciudades europeas son ideales para imaginar épocas pasadas. La mayoría de ellas conserva su fachada y sus construcciones antiguas casi intactas, desde muchos siglos atrás. Es impresionante, por poner un ejemplo distinguido, pararse ante una pintura veneciana del siglo XVI, y luego ver las mismas imágenes detrás de la ventana. Causa horror callejear por la ciudad vieja de Ginebra e imaginarse la vida de esa época, la figura de ese monstruo religioso, severo y enteramente de negro, caminando por estas calles de piedra que hoy, a veces, pisan chicas con minifaldas, y que no queda muy lejos de Pâquis, la zona de la prostitución.

La Vieille Ville es el corazón de Ginebra, si se puede decir que Ginebra tiene corazón.

Es un sitio oscuro, rígido, parcamente sólido, ideal para ver volar a los cuervos, siempre presentes en esta ciudad. Antipático, desesperantemente austero, convencidamente desapasionado, sus callejas de piedra, en subidas y bajadas, suelen ser tan estrechas como altos los edificios que las encierran. La luz entra muy poco, o simplemente no entra, habiendo faroles encendidos a las tres de la tarde. Hay muchas rejas, todas las ventanas las tienen, y algunas producen una verdadera sensación de encierro despótico. Sobre las severas puertas, suelen haber figuras de bronce que representan leones, puntas de espada o caras constreñidas por todo tipo de furores demoníacos.

Borges decía que, a diferencia de otras ciudades, Ginebra no es enfática, no sabe que es Ginebra. Pero en la ciudad vieja Ginebra se mira un poco en un espejo, y ese espejo son estas callejas grises, austeras hasta provocar la congoja del visitante. ¿Hay algo aquí que pueda robarnos una sonrisa? Ni las galerías de arte, casi nunca interesantes, ni los negros de madera en las numerosas tiendas africanas nos consuelan de tanta reja que, en algunas de las ventanas, son reforzadas innecesariamente con alambres y barrotes.

En el centro de la Vieille Ville se eleva medio metro por encima de la calle una plaza adoquinada, atravesada por una hilera de arcos góticos. Exhibe cinco cañones tan agriamente pomposos que cuesta imaginarlos en un contexto de fuego y pasión guerrera. Un cartel nos informa que dos de ellos formaban parte del material de artillería ginebrino, requisado por los austríacos en febrero de 1814, hasta que Joseph Pinon, un ginebrino de prestigio, logra la repatriación de las piezas.

¿Cómo escapar de estos cañones cuya sola presencia nos mata de pena? Luego de subir y bajar por el severo adoquinado de las callejas, podemos respirar en la Terrasse Agrippa-D’AUBIGNÉ, plazoleta que nos sirve de mirador para algunos pináculos, sobre todo el de la Iglesia de Saint Pierre, la más importante, la más calvinista, la más silenciosa e ideal para acongojarse en uno de sus fríos bancos de madera. Pero para salir de ella es necesario bajar por la Rue des Barriéres, que se caracteriza por un puente de los suspiros sin ninguna simpatía arquitectónica y un farol que, colgando de la pared descascarada de una casa sin ventanas, con una puerta a la medida de los encorvados, parece un ahorcado de la inquisición protestante que reprime los lamentos de su alma en pena.

Visité la Maison Tavel, al 6 de la rue du Puits-Saint-Pierre. Es una casa del siglo XIV, la más antigua de la ciudad. Está en su mayor parte restaurada aunque, en algunas de sus habitaciones, el visitante puede ver el mobiliario de su época, además de elementos tales como una guillotina o una mitra de las que ponían a los acusados de proxenetas por la moral calvinista. No me gustó. Hasta los antiquísimos cascos y espadas medievales, que suelen despertar en mí una enigmática fascinación, me resultaron algo insípidos. Deduzco que a la sociedad ginebrina le gusta menos el arte que el artificio.

¿Quiénes son y qué hacen los que están detrás de las ventanas siempre cerradas de la ciudad vieja? En estos pisos retraídos de la Grand Rue, externamente deslucidos por más riqueza que pueda haber en su interior, detrás de estas sombrías rejas de la rue de la Cité o de la rue des Granges, se dice que viven los miembros más selectos de la sociedad ginebrina, los grandes capitalistas, los grandes banqueros, militares y burgueses, los ginebrinos de más generaciones, los descendientes de los Messieurs du Haut, ricos señores al estilo protestante, jamás visibles ni ostentosos, recluidos en su moral de discreción e insipidez calvinista. Todo está enrejado, oculto, oscuro, no se adivinan desde afuera los tesoros que puede haber dentro. Este ciudad, que se la ve tan limpia, está llena de ratas, seres mezquinos y anónimos sepultados en las profundidades de sus codicias, rondando muy golosos los papeles, las monedas, los cajones.

Ginebra siempre muestra la presencia de lo oculto. Siempre se siente que hay algo valioso mezquinado detrás de candados y de rejas, celosamente negado al disfrute de los otros: en el escudo ginebrino hay una llave, y yo digo que no es para abrir sino exclusivamente para cerrar.

Cada vez que camino por estas calles recuerdo un verso de Neruda, “no puedo más con tanta piedra” y, yo diría que con urgencia, tengo la necesidad de volver al lago, a los Alpes, al aire puro de la naturaleza.



No hay comentarios:

Publicar un comentario