viernes, 23 de marzo de 2012

Villa Unión y Lino Díaz: campos de fútbol y de viñedos.

Uno de los grandes encantos de los pequeños pueblos es sentarse en una plaza o vereda y conocer a ese personaje o vecino ilustre del lugar. En Villa Unión, este pueblo riojano al que los turistas acceden para visitar los prominentes atractivos de sus alrededores, el inefable parque Talampaya, la Laguna Brava, el Cráter del Inca o el Valle de la Luna, yo estuve desde la tarde hasta el anochecer, en la plaza principal, conversando con don Lino Díaz.

Ahí estaba, mirando pasar el día en uno de los bancos frente a la avenida Dávila cuando advierto que, lentamente, se me empieza a acercar un viejito auxiliando sus sufridos pasos con un rústico bastón de madera. Viene desde el centro de la plaza, un encantador monumento que, dejando descansar a San Martín o Belgrano, representa la figura de un humilde hombre de pueblo cargando un cajón de uvas; tarda un buen rato hasta llegar donde estoy y entonces me dice:

-¿Me permite hacerle una pregunta? ¿De dónde viene usted?

-Vengo de Catamarca, yo soy de Buenos Aires.

-¡Ah, Buenos Aires! Yo conozco muy bien Buenos Aires. Si me permite sentarme conversamos.

-Siéntese nomás.

A partir de acá empieza una larga conversación en la que tengo el gusto de conocer a Lino Díaz, un hombre que está pisando los ochenta y que, en sus buenos tiempos, fue un notable jugador de fútbol de incontables equipos de barrio en muchas provincias del país.

-En Buenos Aires anduve mucho con Ramón Díaz, con el que tengo parentesco, y mire cómo estoy ahora, quedé así de tanto jugar –cuenta, afligido, mostrando una pierna lisiada.

Mientras conversamos observo que algunas de las personas que pasan pronuncian su nombre; muchos le sonríen y lo saludan.

Don Lino Díaz es un anciano que vive con una pensión que no llega a los cuatrocientos pesos mensuales. Le gusta conversar de temas muy variados y, entre uno y otro, repite la siguiente frase:

-Yo no fui a la escuela, pero tengo mucha experiencia.

Así como sus piernas están dobladas por el campo de fútbol, sus manos se encuentran surcadas por el cincel de años de trabajo rudo en los campos del país.

Su filosofía moral se condensa en la siguiente frase: en la vida no hay nada peor que robar y mentir.

Hablando de los pecados, me confiesa el suyo: le gusta mucho el vino. A buen entendedor no le hacen falta más palabras; Lino Díaz mira hacia la despensa y empieza a escarbar en su bolsillo buscando monedas que no tiene. Le digo que se me acaba de ocurrir que podría invitarlo con un vinito y, en un cuarto de hora, ya tiene lo que necesita para que se le suelte más la lengua. Me cuenta que durante toda su vida, además de jugar al fútbol, se mantuvo haciendo todo tipo de trabajos, la mayoría de ellos rurales; en Buenos Aires trabajó en el matadero de Liniers y, en las provincias, conoció la labor de los cultivos de la vid, cuyo precioso fruto empieza a embriagarlo, entreverando sus temas y recuerdos pero sin jamás hacerle perder la cordialidad con la que dice todo lo que piensa.

Lino Díaz quiere que su interlocutor tenga un buen momento. Antes de conversar sobre cualquier tema se cuida mucho de hacer una pregunta preventiva, dice por ejemplo "¿a usted le molestaría decirme cuál es su tendencia política?", para luego evitar, si es que podría ser el caso, decir nada que pudiera incomodar la situación debido a una mínima discrepancia.

-¿Para usted qué es el cristianismo? –pregunta de repente como poniéndome a prueba, acompañando siempre lo que dice con una sonrisa amistosa.

-Cristo.

Le gusta mucho la lacónica contundencia de esta respuesta, es como si le hubiera guiñado un ojo a un jugador de truco con el que estoy en sintonía, de modo que me extiende la mano y concluye, listo para pasar a otra cosa:

-Cristo, sí señor, y nada más, no hace falta ningún Papa.

Otra idea de don Lino es que no debe haber cárceles urbanas para los presos, en donde se encuentren hacinados, convirtiéndose en peores personas, mientras el Estado gasta dinero en alimentarlos. Don Lino opina que hay que mandar a los presos a los campos para obligarlos a cultivar su alimento. También me cuenta que conoció a muchos boxeadores ilustres tales como Monzón o Bonavena, y además figuras políticas como Illia, el presidente radical, y Evita, la estrella peronista.

¿Qué más podría contar de todo lo que dijo? Sus recuerdos, siempre alternando los deportes con los trabajos rurales, se le entreveran hasta que de pronto es él, no yo, el que se da cuenta que se hace de noche y se disculpa por haberme quitado tanto tiempo con sus cosas, porque si bien él no fue a la escuela, tiene muchas experiencias, y me da una mano temblorosa para decirme que es un gusto haberme conocido y que puedo ir a verlo cuando quiera, vive en una casa de adobe enfrente del hospital del pueblo.

Lino Díaz, que se apoya en su bastón y en sus recuerdos, emprende el lento camino hacia su casa mientras Villa Unión entra en la silenciosa y estrellada noche de los pueblos de provincia.

En el complejo texto colectivo de la semiología urbana, más justicia habría si, en lugar de tanto prócer de caballo y espada, empezáramos a levantar monumentos a las figuras del pueblo, la verdadera pero discreta materia de la historia: los verduleros con sus cajones de manzanas, el barrendero con su escoba, monumento al panadero, al mecánico, hasta al perro perezoso que dormita bajo una ventana con mosquitero. Cuando vuelvo a pasar por el monumento principal, este hombre que carga un cajón de uvas, pienso que, en algún otro lugar de la plaza, quizá al lado de algún banco, podría haber una estatua que, con una pelota bajo el pie y un racimo de uvas colgando de su mano, represente la figura de Lino Díaz: no concibo contra esto ningún argumento que sea bueno.

lunes, 19 de marzo de 2012

Belén, Londres, Shincal y la mirada del cóndor.

Poso la mano izquierda en mi recalentada frente de la que chorrean gotas de sudor, es un derrotero que llega hasta el cuello. Respiro agitado, con honda exhalación, tengo la remera pegada al pecho. En la ciudad de Belén, la cabeza de su departamento de esta entrañable Catamarca, me repongo de una subida sinuosa, sin descanso, hacia la cima del Cerro Oeste, y ya vengo caminando desde el sur, desde muy abajo por la ruta 40; son más de diez kilómetros, contando los dos que hice en subida por este cerro. Durante unos segundos sufro un pequeño mareo. Cierro los ojos sin quitarme todavía la mano de la frente. Cuando vuelvo a ver estoy al pie del gigantesco monumento a Nuestra Señora de Belén, blanca virgen que lleva al niño en una mano y el pan en la otra.

Hidelberg Ferrino, el marplatense que construyó esta obra en 1982, trabajó tres infatigables años bajo los embistes de los rayos del sol y los copos de nieve. Los vecinos de Belén dicen que, gracias a esta virgen, ya no habrá noche sin luna ni enfermo sin remedio.

Estoy solo en la cima del cerro, no hay ninguna vela encendida, no son tiempos de populosas peregrinaciones. Rodeado del imponente paisaje serrano, en el mejor mirador del pueblo, mi cabeza está apenas a la altura de las plantas de los pies de este monumento de veinte metros, es la dama blanca, la del buen reposo y de la buena leche, la misma que ayer, desde todos los puntos de Belén, pude ver lejana y pequeña, casi perdida entre las nubes del cielo.

Extensos y coloridos cordones montañosos cobijando cultivos de uvas y de nueces, silenciosos entreveros de las humildes casas y despensas, llamas y vicuñas, ríos y quebradas.

Alrededor del caserío distingo la encendida torre de la iglesia frente a los árboles de la Plaza Olmos y Aguilera. A mi derecha puedo seguir el cause del río Belén, hasta me parece distinguir los rancheríos de adobe por los que caminé ayer, consternado por la pobreza de las familias en contraste con la realeza de su territorio; me parece ver la esquina en la que visité una prominente carpa de artesanos donde, rodeado de ponchos y sombreros, probé las deliciosas nueces confitadas; adivino el tránsito de la que ha de ser la avenida Calchaquí, tramo urbano de la ruta 40, y la San Martín hasta Circunvalación, donde compré en una despensa la botella de agua, ya caliente, que acabo de acabar de un trago largo con urgencia.

Falta poco para que arda el sol del mediodía. Pierdo la mirada en las lejanías de este paisaje del que ya me angustia tener que despedirme.

En Catamarca, además de sus humildes pueblos de buena gente, hay cerros, selvas, valles, lagunas, grandes salares como el del Hombre Muerto. Quienes han perdido la mirada en los horizontes de estos variados paisajes, dejaron sus huellas desde una antigüedad que supera los diez mil años. Cuando, a mediados del siglo XVI, los españoles llegaron a estas tierras, impusieron el nombre de diaguitas para referirse a un variado conjunto de culturas que tenían, cada una de ellas, diferentes maneras de vivir y diferentes nombres.

Diez mil años antes de Cristo, los habitantes de la actual Catamarca todavía no conocían la cerámica. Cazaban vicuñas y guanacos, recogían chañar y algarroba, fabricaban instrumentos de caza o de cocina con piedras y huesos, eran nómadas que debieron caminar por estos valles durante varios milenios hasta conformar la cultura Ciénaga, Candelaria o Alamito, ya capaces de cultivar la papa y el zapallo, el maíz y la calabaza, con el reciente hallazgo de la alfarería y la orfebrería que, un milenio después de Cristo, la cultura La Aguada recogería para enriquecer su arte también hacia las representaciones rupestres, muchas veces inspirados por naturales sustancias alucinógenas con las que celebraban ceremonias mágicas.

Europa estaba en la Edad Media cuando las culturas de Belén, Santa María y Hualfín, ya avecinadas en poblados más grandes, más complejos, aprendían a almacenar productos agrícolas mediante la construcción de represas, acequias y obras de regadío.

En el siglo XV llegaron los señores que adoraban al sol. Los incas, primeros conquistadores poderosos, presuntamente atraídos por la riqueza minera de estos valles, hasta Mendoza extendieron el Kollasuyu dejando, en tierra catamarqueña, tambos y fortalezas en las regiones de Andalgalá, Tinogasta, Londres.

Después de los Incas llegaron los europeos. Trajeron la Biblia y el idioma con el que escribo esta crónica. En este encuentro y desencuentro cultural donde otro mundo, proveniente del otro lado del Atlántico, plantó la raíz occidental y la cruz cristiana en las entrañas mismas de la Pachamama, los sistemas de producción occidentales atentaron contra las maneras de vivir de los pueblos originarios; las mujeres pasaron a ser esclavas de la producción textil mientras que algunos hombres, destronados reyes de estos valles pomposos, no tardaron en organizar grandes rebeliones, la última de ellas encabezada nada más ni nada menos que por un andaluz, el mítico Pedro Bohórquez que, creyéndose descendiente del último Inca, hermanó a los caciques para luchar contra el imperio hasta morir capturado por la raza de la que había renegado. Muy poco faltaba para que los últimos bastiones, tal el caso de los Quilmes, fueran derrotados definitivamente por los ejércitos de la península.

Esta larga, rica, apasionante historia, que ya venía rumeando entre las vasijas, cuencos, pipas y urnas funerarias del museo Condor Huasi, puedo sentirla con mayor intensidad desde la cima del Cerro Oeste, contemplando los mismos paisajes que habrán visto todas esas gentes. De los autóctonos quedan, además de los melancólicos y orgullosos rasgos fisionómicos de los pobladores, las ruinas, los museos, los yacimientos arqueológicos, pequeñas pero significativas perlas de un inmenso tesoro cultural, todavía esparcido entre los cerros y los ríos, esperando ser descubiertas. A veinte kilómetros de Belén, en las cercanías del pueblo de Londres, voy a visitar las ruinas de Shincal de Quimivil, capital de una provincia incaica entre 1470 y 1536.

Londres es el pueblo más antiguo de Catamarca, y el segundo del país. El capitán español Juan Pérez de Surita lo fundó en el año 1558 a orillas del río Quimivil. Su nombre es un homenaje a la entonces reina de Inglaterra María Tudor, que en 1555 contrajo matrimonio con el infante Felipe II, devenido rey de España.

En este pueblo ardieron con particular intensidad las guerras calchaquíes que duraron medio siglo; Juan Calchaquí pudo comandarlas durante tres décadas y, las dos siguientes, una cada cacique, el legendario Chelemín y luego Pedro Bohórquez, el inca andaluz.

Londres tiene alrededor de tres mil habitantes. Al igual que pueblos como Fuerte Quemado o Hualfín, la ruta 40 es su avenida principal. Cruzado por el río Quimivil y rodeado del valle del mismo nombre, el pueblo está dividido en dos partes, cada una con su plaza y su iglesia: arriba del río, la Inmaculada Concepción; río abajo, la de San Juan Bautista. Al costado de la ruta las casas de adobe alternan con antiguas y sólidas casas de un acriollado estilo colonial, muchas de ellas de una gran belleza. El pequeño hospital, la escuela, las despensas, los perros y los talleres artesanales configuran el territorio urbano de un pueblo que se hace llamar ciudad. Hay en los alrededores paisajes tan diferentes que a uno le cuesta creer que confluyan en el mismo territorio. Hay aguas termales y regiones ideales para cabalgatas o caminatas: la Piedra Larga, Las Vallas, La cañada.

Camino por la ruta 40 saludando a estos londinenses criollos. Las motos, popular medio de transporte, van y vienen por la ruta; una señora me pide que le pedalee la suya porque no tiene fuerzas para arrancarla. Recuerdo que una pareja de mochileros de Pergamino me había comentado que, nada más poner un pie en Belén, a una señora a la que preguntaron una calle le pareció que se iban a cansar mucho a pie, por lo tanto les dejó la moto para que usen durante todo el día.

Cuando llego a la plaza de arriba me encuentro con un hospedaje llamado Las Cañas. Aplaudo pero no sale nadie. La puerta está abierta y entro para ver si doy con los propietarios. Salgo a un patio hermoso, es un amplio jardín de una casona estilo colonial. Hay parrillas y un viejo pozo de agua, jarrones, artesanía campestre, reposeras, grandes y pequeñas mesas distribuidas entre los árboles. Rojas puertas de madera conducen a lo que han de ser las habitaciones. Aprovecho la sombra de este jardín para descansar un poco hasta que voy a una despensa cercana para preguntar si vendrá alguien; el dueño estaba hablando con la encargada del hospedaje. Le digo que me interesa pasar la noche y, abriendo todas las puertas con la misma llave, me muestra las instalaciones. Detrás de una de estas rojas puertas de madera hay una habitación de cuatro camas; tiene un ante techo de caña de bambú y muebles antiguos de sólida madera. Me muestra una campestre cocina con heladera y parrilla a leña, repleta de utensilios ubicados en decorosos muebles. El baño también es muy amplio y tiene ducha con agua caliente. Me ofrece todo, la casona entera, nada más que por cincuenta pesos. Me entrega la llave y se despide pidiéndome que mañana se la deje en una maceta. Apenas puedo creer que por lo que cuesta un almuerzo en Buenos Aires vaya a pasar la noche en una casona antigua para mí solo.

Otra vez liberado de mi mochila, salgo hacia la carretera de tierra que conduce hacia las ruinas de Shincal. El sol está pegando fuerte y es un camino campestre de cinco kilómetros. Voy casi a la par de un tractor; a veces me pasa a mí y a veces lo paso a él. Cuando el calor de la tarde empieza a insolarme oigo el ruido salvador de un camión que se acerca lentamente. Le hago dedo y me hace señas de que suba. El camionero es un hombre mayor, vive en Londres, va a ver a unos amigos que viven cerca de las ruinas. Toma un camino alternativo que pasa por una pequeña escuela y la capilla San José; dos kilómetros más adelante llega a su destino y me deja en un sendero que retoma la ruta por la que venía, ya muy cerca de las ruinas, me señala un grupo de álamos al pie de la mismas para que no me desoriente.

Cuando llego a las ruinas de Shinkal tengo la sensación de haber vuelto al Cusco. La vieja ciudad inca está en una meseta que es un gran bosque rodeado de verdes cerros idénticos a los peruanos. Los incas que habitaron esta fortaleza han de haberse sentido en casa desde el primer momento, se podría decir que los cactus son los únicos mojones que indican la particularidad del noroeste argentino. Como en tantas ruinas del Incario que tuve la suerte de conocer, me pregunto si es la naturaleza la que hizo estas ciudades, o si las ciudades mismas, con las manos de sus hijos predilectos, fueron capaces de parir, desde la naturaleza, todavía más naturaleza, tal como lo hace la lluvia con las hierbas y las flores.

Las ruinas dan una perfecta idea de la plaza de armas, las terrazas, la residencia del jefe. Subiendo la empedrada escalera de una terraza, me paro en medio de un montículo ceremonial que me hace volar bien lejos por el tiempo; retrocedo cinco siglos e imagino a los pobladores de este valle, vislumbro la figura de un guerrero de espesos cabellos, fuma en una gran pipa de piedra cerca de una mujer que recoge con sus manos algún cuenco.

¿Cómo habrá sido el primer momento en el que los españoles llegaron a esta fortaleza? ¿Qué palabras o gestos, qué alianzas y negocios habrán improvisado estos pueblos antes de que ardan las batallas?

Yo no soy de los que piensan, con la binaria simpleza del blanco y negro, que los buenos y justos pueblos originarios, modelos de vida y sabiduría, se cruzaron con salvajes y crueles conquistadores que eran la expresión misma del demonio. No creo en la historia oficial de la civilización contra la barbarie, pero tampoco en aquella inversión políticamente correcta que atribuye el papel de buenos a los perdedores. Pienso que tanto los incas como los españoles eran pueblos guerreros, cada uno de ellos con sus buenas y malas gentes, con sus culturas cuyas nociones morales y creencias religiosas les justificaban o alentaban sus acciones. Tanto incas como españoles habían sido conquistadores de otros pueblos y, como nos diría Nietzsche: más allá de ser más malos o más buenos, los que vencen son, simplemente, los más fuertes, los que corren a la guerra con las armas y las tácticas mejores.

Me despido de las ruinas de Shincal y camino hasta una rotonda donde el colectivo Condor, que pasa dentro de dos horas, me aliviará el camino de regreso, si no es que pasa antes un camión.

En este momento advierto la presencia de un rancho de adobe que, en cuanto uno se acerca, descubre que se trata de una vivienda que es a la vez la obra de un artesano del barro. Está llena de irregulares ventanas de forma ovalada o rectangular que parecen los agujeros de un queso, solamente dos tienen forma de ventana pero están inclinadas hacia la izquierda, parecen significar la visión de un borracho o, más bien, la de alguien que empieza a alucinar luego de haber consumido el cebil o el San Pedro. Frente a la puerta, cubierta por un toallon tendido, un cartel escrito con diferentes colores ofrece diferentes servicios: comidas naturales, nueces, miel, pasas, arrope, panes, yuyos, artesanías y caminatas.

Nada más acercarme a esta casa soy recibido por una verdadera jauría de perros; los más grandes me trepan sus patas en el hombro y la espalda, mientras que media docena de cachorros se entretienen con mis sandalias. Entonces aparece, con su franca sonrisa entre medio de sus rastas, Marcelo.

Yo sé quién es este Marcelo que me está invitando a su artístico rancho. Ya en Buenos Aires me habían hablado de él unos amigos que pasaron por aquí hace unos años. Era imposible no dar con él en este viaje.

Marcelo es, ante todo, un idealista. Nació en Buenos Aires y la primera vez que voló bien lejos fue a los dieciocho años: con un amigo apenas un lustro mayor que él se fue a la India, no por hacer turismo sino porque quería encontrar a un verdadero gurú. El viaje fue un fracaso: en lugar de un gurú se dio de narices con un miserable y malicioso entrevero de cazadores de turistas y a su compañero le dio un exótico ataque de nervios que le obligó a regresar antes de dos semanas. Pocos años después, antes de cumplir 23 años, Marcelo descubrió, en un viaje al norte, que la verdadera maestra espiritual es la madre tierra, y sus sacerdotes los pueblos originarios. Después de todo, no había que ir tan lejos para encontrar al gurú. Decidió dejar la ciudad para siempre y, hace más de quince años, se estableció aquí, a orillas de las ruinas del Shincal, para vivir en armonía con la naturaleza.

Vive en una finca donde edificó su casa con barro. Tiene una huerta orgánica donde cultiva de todo. Ahora mismo, su mayor orgullo, entre los tomates y los zapallos, son altas plantas de maíz. Además de esta jauría de perros vive con dos burros a los que considera una bendición.

Nos sentamos en sala de estar de su vivienda rodeados de un sinfín de artesanías, libros, manojos de hierbas silvestres, canastas con algarroba, herramientas, panes integrales. Mastico algarroba y ojeo algunos títulos muy interesantes de su bilblioteca. Con una negra y pesada pava ceba el primer mate y me cuenta su proyecto. Se llama Campos Compartidos y consiste en dar con personas que se dispongan a, entre todos, adquirir algunas hectáreas para conformar una comunidad cuyo modelo de vida, sano y natural por filosofía, se base en los ideales más comunitarios de las culturas autóctonas que habitaron estas regiones.

No importa que Marcelo esté viviendo solo, en medio de un paisaje cuyo horizonte es apenas habitado por el vuelo del cóndor, sin recibir más compañía que la de algunos mochileros que pasan a visitar las ruinas para irse pronto. Uno lo oye y parece estar ya viendo esta comunidad de gente unida por su amor a la naturaleza, construyendo viviendas de barro, consumiendo los frutos de la huerta alrededor del fogón, aprendiendo mediante talleres de música africana, cerámica, telar, herboristería. Además de la casa de sus habitantes, quiere que sirva como un lugar donde las personas puedan venir a pasar un tiempo para curarse mediante una medicina natural que incluye en la dieta hondas cucharadas de paz y de amor por la naturaleza.

Marcelo ya vive en y según la filosofía de esta comunidad. Atravesando los pastizales de su finca me lleva a conocer la huerta, me presenta a sus dos burros, entrañables animales que casi corren a recibirnos. Marcelo les habla y los acaricia, vive entre sus animales como en medio de un templo, conoce de cada uno su peculiar lenguaje, sus expresiones, sus necesidades.

-Son muy expresivos –me cuenta de los burros-. Con ellos puedo hacer grandes excursiones de varios días por la región, les monto comida y abrigo.

Está prohibido irme de Shincal sin hacer alguna caminata con Marcelo, que es un recomendado baqueano de la zona. Pienso que es una pena no haber venido directamente a Shincal, para armar mi carpa en el terreno de su finca, siempre a disposición de los que quieran quedarse. Viajar es así: hoy duermo solo en una casona colonial de Londres, mañana será en un rancho de adobe en Shincal, de modo que quedo en volver al otro día para hacer con Marcelo alguna excursión por los alrededores.

Vuelvo a Londres al anochecer. Antes de entrar a dormir en la casona donde pasaré la noche doy una vuelta por el pueblo. Entre las dos plazas, una cuadra de tierra hacia adentro al costado de la ruta, observo una multitud de personas agrupadas. Debido a la oscuridad apenas distingo la forma de este grupo desde la ruta, la única luz de un poste municipal es la antorcha que me guía hacia esta ceremonia que ha de contener a todos los vecinos de la zona.

Cuando llego a ellos oigo que, todos a la par y en muy bajo tono, cantan canciones religiosas cuyas letras evocan las palabras de Cristo: perdonar para ser perdonados y amarse los unos a los otros.

En esta oscuridad no debieron haber percibido la llegada de un forastero. Mientras observo esta ceremonia religiosa que, en esta esquina de barro, rodeado de casas de adobe, me da la sensación de ocurrir en un momento eterno, abstraído del tiempo, experimento una confusión de sentimientos que juzgo concomitante a la confusión de culturas contrapuestas, algo propio de toda la humanidad pero que, con particular intensidad, se manifiesta en los pueblos de la América Latina. Le había preguntado a Marcelo, cuyo dios es el de los pueblos originarios, cómo llevan este pasado los verdaderos descendientes de las culturas autóctonas. Me cuenta que, entre ellos, el catolicismo ha hecho estragos tan profundos, predicando tantos siglos en contra de sus culturas originarias, considerándolas bárbaras y salvajes, que hoy día los paisanos de Londres, con sus rasgos indígenas, utilizan vocativos como “coya” o “indio” para insultarse entre ellos, en tanto que la devoción cristiana, con algún inevitable sincretismo, es la principal creencia de estos pobladores.

¿Qué pensar ante un grupo de herederos de las culturas indígenas cuando, en una profunda y conmovedora devoción, entonan canciones propias de una religión que devastó los pueblos de sus antepasados, y se trata de versos que hablan de perdonar y amarse los unos a los otros?

En principio, pienso que tanto el mensaje como la figura de Cristo encierran una profunda y extraordinaria filosofía que, con sensatez y justicia, hay que saber abstraer de las conquistas perpetradas por la institución religiosa que oficializó su nombre. Sin embargo voy más allá de eso y pienso de estos sentimientos confusos que no son más que un síntoma de quien observa la humanidad, este entreverado devenir de pueblos encontrándose y desencontrándose de manera feliz o desgraciada, este viaje ancestral que va dejando sobre la Tierra las huellas de un derrotero confuso, haciendo del trance entre la naturaleza y la cultura una historia que, sin saber de dónde viene ni hacia dónde va, apenas coincide en el valor de la vida misma con la fuerza imperativa de vivirla.

Amanezco con las primeras luces de este hermoso día de domingo. Ni siquiera desayuno, casi corro hasta Shincal para llegar a la casa de Marcelo. Desayuno algunos trozos de pan integral que hace todos los días. Para los alimentos que prepara ni siquiera utiliza azúcar refinada, se sirve de edulcurantes naturales y me cuenta que no consume nada que sea artificioso.

Recogemos de la huerta algunos tomates para el camino. Marcelo recoge una pequeña fruta llamada pocote para que la pruebe. Antes de llegar al río, atravesamos espinosos pastizales hasta dar con un antiquísimo mortero de la era agro-alfarera, entre siete mil y ocho mil años han de tener esta piedra en donde han hecho unos perfectos hoyos para moler. Marcelo me señala tres de ellos y comenta que es posible que representen la constelación de las Tres Marías, quizá todo el conjunto esté en armonía con el cosmos, tal como lo estaban aquellas pretéritas culturas.

-¿Siguen apareciendo restos arqueológicos? –le pregunto.

-Por acá hacés un par de pozos y sacás una vasija. Sin siquiera cavar, yo encuentro pedacitos de cerámica por todos lados. Una vez encontré, cavando, una ofrenda de ollas.

Cuando me cuenta esto los ojos se le iluminan.

-Es impresionante el decoro, el cuidado, el amor con la que estaban depositadas. Para esta gente cada partícula del universo era materia sagrada.

-Cuando pienso en estas culturas considero que, para ellos, Dios es la naturaleza, la tierra misma, para ellos cada una de las estrellas era una iglesia y cada cerro un templo.

Los museos arqueológicos que visité en esta región no están muy bien provistos de objetos. Así como en París y en Turín hay más material del antiguo Egipto que en El Cairo, el museo de La Plata, capital de Buenos Aires, tiene más restos de estas culturas que toda Catamarca.

Luego de ver uno de lo morteros, porque me asegura que hay muchos, empezamos una larga caminata. Seis de sus perros, muy contentos de la excursión, nos siguen por complicados senderos de piedra. Todavía se divisa uno de los cerros más llamativos de los que preceden las ruinas incas, un hermano menor del Huayna Picchu en las lejanías del Tahuantinsuyu.

-Ese cerro tiene una energía especial –me comenta Marcelo señalándolo-. Cuando vienen los cóndores lo eligen para sobrevolarlo en círculos.

Es una de las últimas palabras que se pronuncian. Cruzamos al otro lado del río Quimivil, con el agua casi hasta la cintura, y empezamos a seguir su orilla adentrándonos en las serranías.

Los perros nos siguen durante un sendero alrededor de un paisaje paradisíaco. Marcelo va recogiendo hiervas: la cola de caballo, la poleo, la muña muña.

A veces voy por las piedras y a veces por el río. Veo una tarántula, a veces me quema el sol y a veces me refresco en la sombra, pocas veces me siento en alguna piedra para descansar un minuto. Los perros se trepan por todos lados con mucha agilidad, a veces alguno de ellos caza una pequeña laucha. En más de un tramo en donde el río crece Marcelo aprovecha para sumergirse, los perros nadan entre los peces.

La sorpresa del paseo es una quebrada cerrada por los cerros de la que cae una cascada desde quince metros de altura. Es una perla de la región, de difícil acceso, ni siquiera tiene nombre y pocos son los turistas que hayan podido disfrutarla. Caminamos tres horas hasta llegar a ella. Al pie de la misma hay una piedra que sirve de asiento para darse la ducha más refrescante que uno pueda imaginarse. Ahí nos quedamos, sin palabras, rodeados de los perros, comiendo algunos tomates y bebiendo agua fresca de la vertiente. No hace falta nada más, ni siquiera las palabras. Uno podría quedarse aquí toda la tarde, pasar la noche, quedarse otro día, pasar una semana.

Durante dos horas la única palabra necesaria la pronuncia Marcelo:

-Mirá –me dice, señalando hacia un punto del paisaje. Es para que vea un cóndor.

jueves, 15 de marzo de 2012

Hualfín, entre la espada y el cerro

A partir de Santa María, más allá de los poblados de San José y Casa de Piedra, la ruta 40 se extiende hacia el sur atravesando una llanura desolada. Los cerros se ven, lejanos, en el horizonte, aparece un árbol cada cuarto de hora, hay muchos tramos de tierra y, además, algunos de los pocos ríos que no están del todo secos cruzan la ruta con sus crecidas, forman un pequeño lago rojizo en medio del camino y un cartel indica que, en caso de creciente, se transita bajo propio riesgo. No he visto, en tramos de cuarenta kilómetros, ni una estación de servicio, tampoco un teléfono. Sí veo, a la altura del Desmonte, una camioneta con una rueda completamente hundida en uno de estos cruces pantanosos; cuatro o cinco personas empujan mientras un chico saca tierra mojada con una pala alrededor de la rueda. Desde la ruta a Uyuni, en Bolivia, que no veía esta escena tan típica de caminos por los que se transita bajo propio riesgo, lo cual es lógico, pues no será el intendente el que se embarre hasta la rodilla.

En Punta de Balastro hay que detenerse hasta que a un caballo, muy orondo en medio del camino, se le da la gana hacerse a un lado para que pasemos.

En medio de estas regiones desoladas, el pueblo de Hualfín emerge ante los ojos del viajero como un verdoso oasis rodeado de llamativos cerros y viñedos.

Hay un dilema que me atormentó en otros pueblos, pero que en Hualfín se manifiesta con unas dimensiones considerables.

Uno llega a un pueblo postergado, esquivado por el turismo, casi ignorado por las guías de viaje y, una vez que lo conoce, descubre que tiene todo lo necesario para convertirse en un punto de visita clásico e inevitable, si se movieran los engranajes necesarios para que esto suceda. Entonces vienen las preguntas: ¿esto es una suerte o una desgracia? ¿Es una torpeza de las autoridades o una decisión de los pobladores? ¿Será que el pueblo, para visitarlo, tiene más encanto así como está, y si se desarrollase su potencial turístico terminaría echándose a perder? ¿Qué le conviene más a los pobladores para su nivel de vida? En pocas palabras, ¿es mejor que sea así, o es peor?

Soy el único que baja en este pueblo de paso. Vengo en el micro de la empresa Parra, único servicio desde Santa María a Belén, que sale una sola vez al día: esta vez no tuve la paciencia suficiente para hacer dedo en una región sin sombra por la que pasa un vehículo cada hora. Cuando pido bajar en Hualfín el chofer hace a su acompañante unos gestos que traduzco así: “este tarado va a bajar en este pueblo pensando que es turístico”. A mi vez, la didascalia en modo pensamiento que emerge de mi cabeza en esta historieta provinciana tiene el siguiente texto: “este tarado piensa que ignoro que este pueblo no es turístico, y es tan tarado como para ser incapaz de sospechar que bajo justamente por eso”.

La plaza principal de Hualfín tiene la elementalidad de todas las ideas geniales: es un pequeño cerro mirador. Hay dos o tres bancos en base, pero la verdadera plaza está arriba, subiendo por un muy bien montado sendero de escalones que rodea el cerrillo. En la cima, que es una sólida terraza blanca, se eleva un monumento a la Virgen del Valle, que se verá desde todos los puntos del pueblo que, a la vez, se ven desde este mirador. Desventaja: no creo que a la viejecita placera le haga gracia subir escalones.

Dejo la mochila abajo, por supuesto, sin pensar en la posibilidad de que alguien se la lleve, y subo a este mirador, a este cerro convertido en plaza, para admirar el magnífico paisaje de Hualfín, rodeado de imponentes cerros coloridos, muy típicos de Catamarca, pero que aquí se complementan por terrenos muy fértiles, bosques de altos árboles frutales, cultivos de la vid y de pimiento. Distingo pocas casas, todas muy dispersas; no hay, por modesto que sea, ningún tipo de aglomerado urbano que no sería raro en un pueblo que, según los últimos datos, cuenta con más de mil habitantes.

Aledaño a este cerro se posa, majestuosamente, la única celebridad de Hualfín: la Iglesia Nuestra Señora del Rosario. Doña María Medina de Montalvo, poderosa propietaria de una estancia en la que se formó la población de Hualfín, hizo traer desde Chile adobe y madera de algarrobo para construir esta iglesia en el año 1770. Es la segunda más antigua de Catamarca, sin duda una de las más bellas. Ahora mismo no cumple ningún servicio religioso, es un museo para que visiten los que están de paso hacia Belén o Santa María y, movidos por la curiosidad, se les ocurra bajar un cuarto de hora de sus autos. Esto me cuenta la primera pobladora con la que hablo, una chica que prendió la luz de la Iglesia para que pueda verla. Al lado de la Iglesia está el museo José Saravia, con piezas arqueológicas de las culturas que habitaron esta región: Condorhuasi, Ciénaga, Aguada y el asentamiento de Belén. También sirve de información turística. En el umbral de esta pequeña sala hay dos chicas dormitando. Tengo que aplaudir para que despierten y noten, con asombro, la llegada de un visitante, para colmo en marzo.

-Hola, disculpen que las haya despertado… ¿No vienen muchos turistas en marzo, no? –hago esta pregunta estúpida justamente porque ya noté que el centro urbano está completamente muerto.

-Nadie –responde-. Usted es el único.

-Leí por internet que hay un camping municipal, ¿queda lejos?

-No hay ningún camping, solo algunas aguas termales donde se puede acampar, por ejemplo las Termas de la Quebrada o Los nacimientos, a unos diez quilómetros.

Sabía que existían estas aguas termales en las inmediaciones, lo leí en una guía que advierte el difícil acceso a las mismas y la casi nula infraestructura.

-Ah… No sé dónde podría pasar la noche, porque también leí por internet que este pueblo no tiene ningún tipo de hospedaje.

Se asombran de que tenga la idea de pasar la noche. Daban por hecho que seguiría camino haciendo dedo o de alguna otra manera.

-Hay dos lugares donde alojarse, la Hostería Municipal Juan Chelemín, o una económica que está a un kilómetro, la Alta Huasi.

Me gusta oír el nombre Chelemín. Se trata del gran cacique que, en 1630, organizó un célebre alzamiento calchaquí integrando tribus desde Salta hasta San Juan. Lo descuartizaron dos años después en Shincal, pero la llama de su rebelión siguió ardiendo entre las tribus durante varias décadas. Nunca deja de ser notable que las municipalidades rindan homenaje a los personajes que, cuando vivían, se encargaban de descuartizarlos. Los indios y los gauchos, primero perseguidos y luego ensalzados en postales, siempre han sido carne de cañón para la construcción de esta patria, y sobre todo los esclavos africanos, a los que todavía no les toca este merecido reconocimiento.

Pasaría la noche en la Posada Chelemín, pero no está a la altura de mi bolsillo, y el mismo Chelemín quisiera prenderla fuego si la viera.

De las dos chicas con las que hablo, una decide volver a recostarse para seguir durmiendo. La otra me repite que hay, un kilómetro más abajo en la ruta 40, una hostería que funciona hace cinco años. De parador para los buses se convirtió en el hospedaje Alta Huasi, y además de la posada Chelemín es el único servicio de alojamiento que hay en Hualfín. Le comento que, en internet, incluso la guía turística oficial de la Nación desconoce de Hualfin hasta los datos más elementales. No tienen ni idea de lo que pasa en este pueblo, ya que hace cinco años que tiene una hostelería Alta Huasi y todavía no se enteraron, además de que aseguran la existencia de un camping.

-¿Qué puedo ver por acá, además de pasear por el pueblo?

-La Bodega Hualfín, que se la recomiendo, y nuestro Pucará. Hay tres yacimientos arqueológicos entre los cerros que nos rodean.

Vuelvo a cargarme la mochila y camino por la ruta 40 hacia Alta Huasi. Paso por la posada Chelemín, que no tiene signos de vida. Toco el timbre y, con cara de siesta interrumpida, me atiende un hombre que me recomienda parar en Alta Huasi, porque es más barato. Pienso que la posada está cerrada, que este hombre, un cuidador, es el único que hay en ella, y sería molesto activar los servicios, quiero decir el mero hecho de prender la luz, llamar a una mucama o habilitar la cocina para un solo huésped.

Sigo camino por una curva de la ruta. Veo dos o tres casas de adobe, en una de ellas hay un niño muy contento bañándose adentro de un barril. Me cruzo con otro habitante de Hualfín al que le pregunto si falta mucho para el hospedaje Alta Huasi y, de paso, por donde anda el Pucará. El tipo se pone nervioso, empieza a tartamudear un poco, se nota que quiere cumplir a la perfección su papel de paisano amable, útil, servicial, que satisface todas las necesidades del forastero, pero la aparición del tal es tan repentina e inesperada, lo toma tan por asalto, que queriendo decirme todo termina con nada. Voy más a lo concreto con un comentario:

-¿Acá cerca queda la famosa mina Bajo La Alumbrera no?

Este tema lo estabiliza.

-Sí, a pocos kilómetros, y también la Farallón Negro…

En los últimos meses el clásico conflicto minero estalló con mucha intensidad en Catamarca. Particularmente en esta zona de la ruta 40 hubo varios cortes para impedir que los camiones de Bajo la Alumbrera puedan pasar con los suministros. Hubo mucha represión, muchos heridos, un tema de portada. Se me ocurre una pregunta grandiosamente estúpida:

-¿Se puede visitar esa mina?

-No, es privado todo eso, y ahora no creo que dejen que…

-…que alguien vaya, con la excusa de visitarlos, para ponerles una bomba y que en lugar de los cerros vuelen ellos…

El hombre se ríe, ahora habla tranquilo. Le comento que me parece una lástima que en una zona de tanto potencial turístico las autoridades, con el argumento de un supuesto desarrollo, solamente activen la minería a cielo abierto, a cargo de empresas extranjeras que, recaudando millones de dólares cada año, dejen el saldo de un medio ambiente contaminado y unos pueblos que, me atrevo a pronosticar, quedarían, luego de un siglo de minería, igual de pobres que antes, pero con la salud más deteriorada.

No hay nadie alojado en el Hospedaje Alta Huasi. Me atiende una señora muy amable con las manos manchadas de harina. Cuando le digo que quiero pasar la noche empieza a prender luces y correr sillas que bloquean el paso. Hay un complejo de habitaciones, tanto privadas como compartidas, en medio de una sala de estar. Esta todo muy limpio y confortable. Todo esto es para mí, puedo dormir en la habitación que se me de la gana, el hospedaje entero es mío al precio de sesenta pesos.

Intento sacar información sobre el pueblo hablando con esta señora. Le pregunto sobre la casona que había sido habitada por Felipe Leguizamón y doña Gualberta del Llano, poderosos propietarios del siglo pasado, estancia en la que se había alojado Lavalle en 1841. Me dice que todo esto está desaparecido.

Al fin liberado de mi carga vuelvo hacia la plaza principal de la iglesia. Hay algunas casas muy bonitas pintadas de distintos colores. Una de ellas, muy pequeña, chalecito de ladrillos rojos con una puerta y una ventana es, como indica un cartel, el “mini-hospital de Hualfín”. Hay una camioneta convertida en ambulancia, con una pequeña caja en la que a cualquier herido se le terminarían de romper los huesos. También está la despensa Rosita, una biblioteca y una desapercibida municipalidad.

Un cartel de la sí promocionada ruta del vino indica la Bodega Hualfín a un kilómetro. Voy en esa dirección y, luego de pasar por una escultura hecha con muy buen gusto que representa una gran copa de vino llena de uvas, me encuentro con que la calle desaparece; fuera ya de zona urbana, estoy en un gran terreno por el que tengo que cruzar un río de agua embarrada que me llega hasta la rodilla. No hay más remedio que descalzarse y arriesgarse a que la corriente no sea lo suficientemente intensa como para provocar un resbalo fatal. Observan mi hazaña un grupo caballos.

Pasado el río empieza un barrio en donde algunos ancianos, con su infaltable sombrero, ven morir el día en la vereda. Algunos adolescentes van y vienen conduciendo motos, el medio de transporte típico de la región, además de las camionetas. Paso por una despensa que vende latas de conserva, jabones y zapatillas. Luego de pasar por una encantadora iglesia de piedra llego a la Plaza del Encuentro. Es una enorme plaza, muy hermosa, que tiene en el centro un monumento en honor a las culturas originarias; hay tres figuras indígenas entre dos grandes jarrones rojos. Una placa informa que fue construida en noviembre del año pasado por el intendente Alfredo Felipe Romero, con el fin de “que sirva de esparcimiento y descanso para toda la comunidad”.

No me encuentro con nadie en esta Plaza del Encuentro, el silencio y la soledad de este pueblo son absolutos, es un encuentro conmigo mismo. Alrededor de la plaza veo que, entre los viñedos, hay algunos bosques que tienen senderos trazados para recorrerlos. Doy con la bodega de casualidad, yendo y viniendo por las callecitas de tierra de un barrio de adobe, con algunos niños jugando a la pelota y abuelitas sentadas detrás de las puertas. Anuncia la Bodega Hualfín un cartel imponente, pero parece estar cerrada, no veo signos de vida por ningún lado. Leo en el folleto que me dieron en el museo de la iglesia que se trata de un emprendimiento municipal; cuenta con una superficie de cien hectáreas de vid, está equipada con tecnología de punta en acero inoxidable, y su maquinaria de molienda permite elaborar 250.00 kgm. de uvas Malbec y Torrontés, albergando en la cava de crianza 200 barricas. No está nada mal para un pueblo que tiene un hospital más modesto que la despensa Rosita donde, ya de vuelta hacia mi hospedaje, compro una lata de sardinas y otra de choclo cremoso, porque no veo en el pueblo ningún sitio donde pueda sentarme a comer, ni siquiera en el hospedaje que, poco antes del anochecer, encuentro completamente vacío, sin la señora que lo cuida o administra, con la puerta abierta para mí solo y un silencio tan absoluto que, de una sola tirada, duermo desde las diez de la noche hasta que me despierta un gallo a las siete.

Amanezco en Hualfín el catorce de marzo de este año 2012. Sigo siendo el único del hospedaje. Si no les hubiera pagado ayer, tendría que dejarles el dinero sobre la mesa. Pienso visitar el Pucará, uno de los tres yacimientos arqueológicos, antes de hacer dedo hacia Belén.

El acceso al Pucará Pozo Verde es sobre la ruta 40, entre el hospedaje Alta Huasi y la Hostería Chelemín, detrás de un abandonado estadio de fútbol con las tribunas a medio construir. Es un paseo formidable, y su escasa infraestructura turística lo hace más encantador todavía. Sobre un terreno rojizo lleno de cactus, hay algunas chozas indígenas de piedra. La cantidad y variedad de piedras que hay es lo primero que llama la atención. Se ven, por ejemplo, algunas piedras bola, que los hualfines utilizaban para atacar a sus enemigos. Granitos gruesos y medianos, rocas sedimentarias de edad terciaria, areniscas, arcillitas rojas. Es un sitio de una relevancia histórica y cultural impresionante, pero la falta de apoyo e inversión para las investigaciones dejaron todo en un romántico estado de abandono, a veces indefenso ante los saqueos de los ocasionales visitantes. El Pucará me lleva a la escalada de un cerro que alterna el naranja y el rojo, hay un camino que debo transitar con un cause de agua colorada que me llega a las rodillas. Es una vista tan hermosa que uno piensa quedarse en este sitio hasta que se haga de noche. A medida que avanzo hay pequeñas cascadas y el terreno se vuelve cada vez más rústico e inhóspito.

Este sitio me está gustando tanto o más que las cascadas del Río Colorado de Cafayate, con la diferencia, en este caso el encanto, de estar del todo desprovisto de infraestructura turística. La única desventaja, ante la inexistencia de guías o folletos, es la cantidad de información que uno se pierde sobre las características del sitio. Hay por aquí y por allá unos cuantos carteles de chapa con información, pero son tan antiguos que el óxido los ha corroído al punto de que es imposible leer más de dos palabras seguidas.

Cuando salgo de este sitio impresionante, una de las joyas más discretas de nuestro tesoro nacional, el cansancio no me impide ir en busca de otro de los yacimientos arqueológicos. La señora del hospedaje, que tenía una colección de piedras que se había traído del Pozo Verde para su jardín, me dijo que el otro sitio estaba muy cerca de este. Tengo que esperar media hora hasta que pase alguien para preguntar. Finalmente pasa un hombre que lleva un par de machetes y una pala. Le pregunto sobre el otro Pucará y, sin palabras, me señala con el dedo un cerro.

El segundo sitio que visito carece de todo cartel indicativo. Se trata de la cima de uno de los cerros de la región, no hubiera sabido cuál si no me lo señalaba un paisano. Para acceder al sendero que lo escala tuve que pasar por el patio de un rancho, casi invadiendo la intimidad familiar de un hombre que, rodeado de sus hijos, encendía el fuego en un horno de barro.

La escalada de este cerro me hostiga con plantas espinosas que obstaculizan un paso más rústico que el que suelen tener los cerros trabajados para ser visitados. Más de una vez estoy a punto de caerme. Una vez en la cima, rodeado de restos indígenas cuya historia no puedo conocer, disfruto la grandiosidad del paisaje y el dilema vuelve a dar vueltas por mi cabeza: ¿es mejor o peor que un sitio como este carezca de infraestructura turística? Esta pregunta, desde luego, la planteo siempre de una manera objetiva, considerando si esto conviene o no a los pobladores, a la inversión en las investigaciones, al desarrollo general de la región. Si fuera por mi parte, el dilema no existiría: estar aquí arriba, solo, rodeado de verdaderas ruinas, disfrutando el bellísimo paisaje de un pueblo poco conocido, me siento el viajero más afortunado del noroeste argentino, y el único problema de todo esto es pensar en que debo seguir camino.

martes, 13 de marzo de 2012

Fuerte Quemado

Si se lo mira desde el sur del país, Fuerte Quemado es, ya en la frontera con Tucumán, el último pueblo de Catamarca. Es bastante difícil verlo en un mapa, tendría que ser uno muy detallado. Los alrededor de trescientos habitantes de Fuerte Quemado viven en un pueblo desconocido para la gran mayoría de los argentinos.

Su calle principal es la ruta 40 que, en esa región, es una calle de tierra por la que casi no pasa ningún vehículo. Apenas se ve un camión con una bomba de agua que, yendo y viniendo, se encarga de regar la ruta durante toda la tarde. Los autos que, bajando por la ruta 40, van desde Salta hacia Catamarca, no pasan por Fuerte Quemado: mediante un rodeo por la 307 pasan por Amaicha del Valle, de Tucumán, y bajan por la 337 hasta Santa María, es un semicírculo que esquiva el pueblo. Esto es, de hecho, lo que me pasó cuando venía desde Salta: la camioneta que me levantó tomó el desvío y, los tucumanos que me llevaban, habitantes de una provincia que limita con este pueblo, ignoraban que existía. Hasta la desolada ruta 40 se encarga de esquivarlo. Si no fuera así, la gente de Fuerte Quemado podría, al menos, distraerse viendo pasar a los coches, pero ni siquiera eso.

Viajo a Fuerte Quemado desde Santa María. Un colectivo de la empresa Parra hace este trayecto de quince kilómetros que separan ambos pueblos. Me subo al colectivo en la calle Vicente Saadi, la que cruza el río. Avanzo por la ruta provincial 39 hacia las Mojarras, un pueblo al pie de los cerros, ideal para treparse por ellos. Luego de media hora empiezo a ver, a ambos lados del camino de tierra, algunas casas de adobe. Un poco más adelante una escuela, la 242, un edificio sólido y lindo, está mucho mejor que cualquier colagio de los que di clases en el conurbano de Buenos Aires. No veo ninguna plaza ni Iglesia, tampoco gente. Esto dura menos de un cuarto de hora hasta que vuelvo a ver campo abierto y llano, entonces el colectivo se detiene para doblar con la intención de volver por donde venía. Le pregunto al chofer si ya estamos en Fuerte Quemado. Me responde que acabamos de pasar por todo el pueblo y que ahora regresa a Santa María.

Bajo en medio de la nada un poco confundido. Mi única compañera es una anciana.

-¿Se perdió, joven?

No, no, vine a visitar este pueblo, ¿usted es de aquí?

-No, vivo en un pueblito que está siete kilómetros más arriba, ay, espero que alguien pase y me lleve…

Me cuenta que fue a Santa María a pedir turno en el médico para su madre, que no me imagino la edad que debe tener. Me angustia que no tenga, en donde vive, ni siquiera un teléfono para solicitarlo. De eso se deduce que tampoco ha de haber uno en Fuerte Quemado.

-Señora, ¿no hay ningún servicio que pueda alcanzarla?

-Solo la empresa Aconquija, que va para las Ruinas Quilmes, pero pasa dentro de dos horas.

-Ay… ¿y no le conviene sentarse en la sombra y esperarlo…? ¡Son siete kilómetros!

No quiero imaginarme cómo ha de hacer, el día del turno, la madre de esta anciana para llegar a Santa María, ese pueblo que para esta gente es sinónimo de ciudad que lo tiene todo.

-Voy a ir yendo despacito, seguro que pasa alguien y me alcanza.

Le cuento que yo también tenía pensado ir más tarde para ese lado porque, aunque no tengo buenas referencias, me gustaría visitar las Ruinas Quilmes.

-Espere que pase el Aconquija, o haga dedo, que aquí la gente es muy buena, y muy sana.

Me despido de esta anciana un tanto angustiado. Es desesperante que, para pedir un turno al médico, tenga que hacer bajo un sol abrasador las mismas travesías que un mochilero de treinta años. Sin embargo, no parece turbada. Acepta la situación con naturalidad, y estoy casi seguro de que no cambiaría la vida que lleva por ninguna otra. Quiero comprobarlo y, antes de despedirme, le digo que soy de Buenos Aires, le comento lo tranquilo que me parece el lugar donde estamos parados.

-Yo también viví en Buenos Aires, trabajé en un taller de Palermo más de veinte años. Esto es otra cosa, aquí es lindo, la gente es muy sana.

Fuerte Quemado fue fundado en el año 1618. En el siglo XVII los jesuitas levantaron aquí un fuerte que, cuando estallaron las grandes resistencias calchaquíes contra el poderío español, los indígenas lograron avanzar sobre este fuerte y lo prendieron fuego, lo cual explica el nombre que le ha quedado desde entonces. Esto es lo poco que había podido averiguar, además de que tiene una iglesia del año 1871, Nuestra Señora del Valle, y un museo llamado Baudilio Vázquez, propiedad del señor Filomeno Pastrana, vecino del pueblo que ha juntado varias piezas arqueológicas de las culturas que habitaron esta región. Nada más.

Camino bajo el sol por el pueblo más tranquilo que, después de Alemanía, visité en toda mi vida. No es lo mismo: Alemanía es un pueblo abandonado, y está habitado por fantasmas. Fuerte Quemado, al contrario, es un pueblo actual habitado por personas, pero son poquísimas y, para colmo, llego un lunes a la hora de la siesta.

A medida que avanzo van apareciendo las casas, casi todas de adobe. Hay, como en todo pueblo, muchos perros, algunos de ellos dormidos al lado de las puertas de sus amos que, primera cosa que anoto, están todas abiertas. Puedo entrar a cualquiera de estas casas y estoy seguro de que sería bien recibido.

Los perros de Fuerte Quemado no son muy amistosos. La mayoría de ellos tienen un aspecto enfermo y me ladran enojados cuando paso. Al lado de un cactus veo un cartel antiguo y oxidado que indica los kilómetros que faltan para llegar a algunos sitios, pero no se entiende nada, el tiempo borró las letras. Cartel que diga Fuerte Quemado no hay por ningún lado, el pueblo no está anunciado ni en los carteles de la ruta en sus inmediaciones.

Oigo de pronto unos gritos histéricos que casi me hacen saltar: una viejecita, que por su edad podría ser la madre de la que todavía debe estar caminando por la ruta, se pelea con los animales de su rancho. Mierda, dice, arrastrando las erres, mieshda.

Pasa un chico en bicicleta con el delantal blanco de la escuela, me dice hola. Poco después pasa una moto, conducida por una mujer, que lleva un niño delante de ella y otro atrás. Algo que no deja de asombrar: pasa un camión de Coca cola que va abasteciendo las despensas. Poco a poco empiezo a ver la vida del pueblo, que no parece ir más allá de esto. El silencio es absoluto, ni siquiera pájaros hay en Fuerte Quemado. No puedo pensar lo que puede ser este pueblo en invierno un día de tormenta.

No había visto la Iglesia porque está detrás de una plaza, oculta tras altos árboles. Está, desde luego, cerrada. Hay un cartel que informa sobre el museo arqueológico, indica que está detrás del cartel en cuestión y, por su dibujo, me doy cuenta que coincide con el de una casa también de adobe, la única que está cerrada. Hago palmas pero nadie responde.

Advierto en algunos jardines una de las originalidades del pueblo: rústicas esculturas hechas nada más que con troncos y ramas que representan animales.

Hay algunas despensas, las de ramos generales, no más de tres o cuatro, pero tienen todo lo necesario. Entro en la primera que encuentro. Es un lugar oscuro, me ladra un minúsculo perro sarnoso con la mitad de la cara deformada. Sentados a ambos lados de una pequeña mesita, dos hombres con sombrero toman vasos de vino Toro.

-Buenos días –me saludan, sin asombrarse de mi presencia.

-Hola, ando visitando el pueblo. ¿Venden algo que pueda almorzar?

Uno de ellos pega un grito y, después de unos diez minutos donde nadie dice nada, aparece una mujer que me pregunta qué necesito. Me dice que puede hacerme un sánguche de salame y queso, gaseosas tiene de todas.

-Mientras la mujer prepara mi almuerzo trato de conversar con los dos hombres y consigo que uno suelte la lengua. El otro parece querer participar de la conversación en todo momento pero no le salen las palabras, se limita a asentir o a señalar a su compañero como diciendo “ahí está, eso es”.

Su compañero, un señor bien gaucho, me cuenta que nació en Fuerte Quemado hace más de ochenta años. Que en sus tiempos había por ahí ruinas arqueológicas de tribus cuyos nombres no recuerda, pero todo está perdido porque no se trató con cuidado. De hecho él mismo, de niño, jugaba con esas cosas. Me dice que pocos kilómetros más adelante hay un lugar llamado la Ventana, con un “socavón”, o algo así, especie de pasadizo subterráneo antiguo, construido por los indios, que estaba interesante para visitar pero seguro que ahora no está más, hará medio siglo que no va a verlo. Le comento que en el museo arqueológico de Santa María hay dos o tres urnas funerarias, del período inca, encontradas en Fuerte Quemado, a las dos les faltan algunos pedazos.

Mientras escucho las cosas tan interesantes que cuenta este hombre veo que la mujer me está haciendo un emparedado de unas dimensiones impresionantes. Es un pan que debe tener más o menos veinte centímetros. Con un rústico cuchillo corta delgadas fetas de salame mejor que cualquier carnicero con una máquina, pero tarda bastante y tiene que hacer mucha fuerza.

Pienso que podría estar, fácil, en el siglo XIX, en una pulpería hablando con un gaucho.

La conversación se termina cuando la mujer me da la bolsa con el descomunal sanguche del que espero comer yo y cuatro o cinco perros, para que se me vayan amigando. El otro hombre ya volvió a su ensimismamiento, y el que me hablaba se sirve otro vaso de vino y da a entender que no tiene más nada que contar.

Vuelvo a la soledad de la ruta de tierra. Hay dos o tres perros dormidos, patios con viejas carretas o escaleras con peldaños de troncos, una anciana tejiendo detrás de una puerta, un hombre durmiendo detrás de una ventana, algunas gallinas, una canilla goteando en medio de un círculo de piedras.

Veo una notable casa de paredes lisas que, además de la puerta y sus dos ventanas, tiene un gran cartel que dice “Centro obrero 1920”, época de grandes matanzas de trabajadores en el sur del país. ¿Cómo averiguar la historia de este sitio? ¿Serían anarquistas, socialistas, anarcosocialistas? ¿Habrá habido aquí algún suceso notable de la lucha obrera poco registrado en los libros?

Llego al cerro El Calvario. Tiene un sendero de piedras con las distintas etapas del Vía Crucis. Entre alborotados saltamontes y lagartijas lo escalo hasta la cima. Una vez arriba tengo la vista panorámica del pueblo. Veo, detrás de unos bosques, el río, y las casas de adobe apenas se distinguen entre los árboles. Si no hubiera andado por abajo no podría saber que lo que hay ahí es un pueblo.

Los cerros del Valle de Yokavil, y los de Tucumán y Salta más lejos, siempre imponentes y silenciosos, rodean esta desolación. De pronto vuelvo a ver para abajo y veo que pasa por la ruta el colectivo de Aconquija. Pensaba tomarlo para ver las Ruinas Quilmes que, no tengo dudas, es la única posibilidad de llegar a ellas, ya que por Fuerte Quemado no pasan autos para hacerles dedo.

El colectivo que va para Santa María pasa dentro de tres horas. Durante todo ese tiempo, yendo y viniendo por la ruta, me dedico a sacar fotos hasta que, agotado por el sol y la caminata, me siento en una de las piedras que hacen de banco en el umbral de una casa de adobe. La casita vecina tiene una puerta de madera pintada de verde, de la que cuelgan nada más que tres deshilachadas tiras de cortina. Las miro fijamente hasta llegar a percibir los leves movimientos capaces de generar los insignificantes soplos de viento en los indulgentes pedazos de sombra bajo esta tarde calurosa.

Veo un par de tetras de vino Toro tirados por ahí. Imagino que es muy común, en este barrio, aligerar el solitario paso del tiempo con consuetudinarios tragos de vino.

En todo este tiempo no pasó en dirección a Salta ningún auto o camión. La señora de la madre enferma todavía debe estar caminando por la ruta.

Me paro del indolente banco de piedra, camino unos pasos, vuelvo otros, me siento en otro umbral de una casa que no tiene puerta.

Aquí me quedo, silencioso, con la mirada perdida, pensando que, si viviera en este pueblo, yo también sería, dentro de algunos años, incapaz de sostener una conversación con otra persona que dure más de cien palabras.