Este blog de viajes no es para nada ortodoxo. Lo común del género consiste en publicar textos sobre lo que vimos la semana pasada en Grecia; pocos sitios hay que, en materia de viajes, consideran que ese viaje a Grecia tiene tanta relevancia como lo que nos pasó ayer en cierta esquina del barrio o un párrafo de Lévi-Strauss. En este caso, alentado por las tristes circunstancias de un accidente ferroviario, el tercero peor de la historia del país (cincuenta muertos y cientos de heridos), que tuvo lugar ayer en Once, terminal del tren Sarmiento, publicaré un texto sobre un simple viaje en ese tren que escribí a fines del año 2007. En ese entonces estaba a punto de salir, mochila al hombro, hasta Ecuador, proyecto que concreté exitosamente. Mientras preparaba esa travesía, intenté conseguir pasajes para el tren que viaja desde Retiro hacia Tucumán, un antiguo y romántico servicio que se caracteriza por lo económico y sufrido, ya que tarda un día en llegar y, si es verano, basta con romper un huevo y echarlo sobre un asiento para que se cocine. Desde luego que no conseguí el pasaje porque, con todo lo malo que sea el servicio, se agota rápidamente debido a que es extremadamente económico: hoy día está 70 pesos para un destino que, en micro, costaría más de 300. No conseguí pasaje para Tucumán, pero viajé desde Ramos Mejía hasta Once y, al otro día, escribí el siguiente texto:
Me veo parado en el andén de la estación Once, ansioso por volver a casa. Espero el tren Sarmiento, en honor a uno de los próceres que más se destacan por ideas de luz y de progreso. Estoy cansado, sucio y con mal humor. Son casi las siete de la tarde, la peor hora para tomar el tren, y lo sé, pero soy un argentino y volveré a caer en el mismo pozo en todas las oportunidades que se presenten, ya tendré tiempo para culpar al gobierno y al Fondo Monetario Internacional de todo lo que me pase. Además, a esta hora, tampoco es una gloria el colectivo, a una distancia de 40 kilómetros, avanzando cien metros cada diez minutos. Una niña me ofrece, a colaboración, un periódico. Es un ejemplar de los periódicos del subte, totalmente gratuito, que los niños se encargan de recoger en los vagones donde los dan para luego repartirlos, ellos mismos, en otros sitios donde no los dan, pidiendo a cambio algunas monedas. Si bien hay personas, como siempre, que se quejan de esta desfachatez, e incluso la consideran parte de la “viveza criolla”, yo creo que estos chicos, llevando esos periódicos a donde no están, se ganan bien sus monedas. El sistema los condena a la mendicidad, y ellos, que tienen todos los motivos para consagrarse a la delincuencia, no sólo no delinquen sino que además piensan maneras de ofrecer algún servicio. En los subtes, desde hace un tiempo, estos niños que piden monedas a cambio de estampitas tienen la costumbre de saludar con la mano o con un beso a los pasajeros. Esto, que no vi en ningún lugar del mundo, me parece maravilloso: la gran barrera social que separa a estos carenciados niños del resto de la población se destruye al menos durante un segundo con el gesto más sencillo y humano: un apretón de manos, un beso, una sonrisa, un mensaje que se puede traducir en “recuerda que yo también existo y soy parte de este país”. También sucede que esta costumbre tiene un lado muy desagradable: el tener que ver a los pasajeros que se niegan a saludarlos, muchas veces dejándolos con las manitas en suspenso. A bordo del tren que va desde Retiro a Tigre, observé en mi país, con respecto a estos niños, una de las más miserables escenas de discriminación: una rubia tarada, alumna de alguna de esas empresas privadas que se consideran universidades, le comentó a su compañera que la niña que repartía estampitas le daba asco porque estaba sucia. Pocas veces me dio tanto asco una persona como esa muchacha pulcra.
Acepto a uno de estos niños el diario La razón, que trae noticias sobre el conflicto social en Bolivia. Pero nada más abrir una página escucho, con mucha dificultad, una voz al mismo tiempo robótica y gutural que sale de los altoparlantes, comunicando algo de suma importancia para los pasajeros. Qué carajo dijo, pregunta una señora, y un muchacho, con aires de experto en descifrar los anuncios del tren Sarmiento, nos traduce que el próximo tren sale del andén contrario al que habían anunciado.
Hace ya media hora que cientos de pasajeros hacemos cola en el andén para entrar al tren con orden de prioridad, pero ahora todo se convulsiona e invierte de manera radical, de tal modo que los últimos quedan primeros y los primeros últimos. Entre la magnífica proliferación de insultos, lo que más pena me da es ver a un mendigo con muletas tener que dirigirse al extremo opuesto de la estación. Lo miro con cara de solidaridad, incluso dispuesto a preguntarle si precisa que lo ayude, pero casi me escupe. Me sumo entonces a la manada de desgraciados y corro al andén opuesto, ya que la luz del tren aparece a pocos metros y en cualquier momento estaciona: con suerte, con mucha suerte, podré conseguir un pedazo de suelo en el furgón de los ciclistas, y viajar sentado, inhalando el humo del tabaco y de la marihuana que se fuma en este vagón especial, solo para valientes, devenido en una especie de bar ambulante de mala muerte, con sus propias estrellas de rock incluidas en el repertorio de viajeros, artistas callejeros con guitarra al hombro que, seca va, seca viene, pasan la gorra entre gente más pobre que ellos. Lo pienso mejor, y saco la conclusión de que, a esta hora, es probable, en el furgón, morir apuñalado por el manubrio de alguna bicicleta, y a duras penas realizo mi ingreso en un vagón común, entre codazos, pisotones, empujones e insultos variados. En un espacio apropiado para cuarenta personas por suerte hay unas cien. Podría ser peor, pero llegando a la primera estación, Caballito, ya empiezan a dolerme las costillas, en la segunda los pies y los brazos y en Floresta ya estoy desesperado. Es poco decir que se viaja como ganado. Yo creo que el ganado viaja mejor. Al menos las vacas no hablan y yo, además del intenso apretujamiento, y de perder por momentos el aire, tengo que escuchar los insultos de los que esperan la comodidad de un taxi y los chistes de los que se bajan en la última parada. Porque, claro está, el problema es bajar y, ante cada estación, que sucede con un concierto de expresiones de dolor, constato lo difícil que es avanzar hacia la salida, sobre todo por la gente que, desafiando lo imposible, pretende subir al tren, siempre más numerosos que los ilusos que pretenden bajar. De esta manera llego a la temible estación Liniers. En Liniers hay un equilibrio: los que intentan bajar son ahora tan numerosos como los que intentan subir. El problema es que, producto de la circunstancia, hay en este tramo del viaje peligro de guerra civil. Se conforma inmediatamente el bando de los que bajan contra el de los que suben. En ninguna guerra dos bandos tuvieron fines tan claramente contrapuestos. Los que quieren bajar, quieren bajar primero, antes de que suban los que quieren subir que, por supuesto, ya alistándose desde que ven llegar el tren, mastican la idea fija de subir antes de que bajen los que quieren bajar. Se escuchan comentarios maquiavélicos, apasionados, tácticos, empieza a trenzarse, en pocos segundos, un complejo sistema de alianzas que funciona mediante gestos y sobreentendidos.
-Che, vayan haciendo lugar los que no bajan –dice, con un tono poco cortés, el que ya se posiciona como líder de los que bajan.
-Son muchos –advierte, con adrenalina, un señor que, poco antes de que el tren se detenga, mide el poder del bando enemigo.
El tren se detiene y durante un violento instante eterno, paralizado de una sorda impaciencia, algunas miradas amenazantes del bando de los que bajan se cruzan, a través de las ultrajadas ventanas de las puertas corredizas (quizá algún cartelucho de irrisoria precaución advierte que no debe hacerse lo que se hace), con las miradas también amenazantes de los que suben. Las puertas se abren y el espíritu de equipo estalla en mil pedazos, como los insultos, y esto califica como prueba de que no hay ficción más delirante que la del libertario pueblo hacia el socialismo: cada uno ahora lucha por su propia causa, no sólo los que bajan contra los que suben, también luchan los que bajan contra los demás que bajan y los que suben contra los demás que suben, sin descartar algunas fugaces alianzas y traiciones. Se me rompe una de las cintas de la mochila, me pegan un codazo, sufro mucho, me pisan, lucho despiadadamente por mi posición neutral de no tener que bajar ni que subir mientras todos, todos culpables, todos maleducados, todos impacientes, se dedican a acusar a los demás de culpables, impacientes y de maleducados, conformando, en pequeña escala, una formidable metáfora de la enferma y malsana ciudad que habitan. Ya subieron todos los que pudieron subir y bajaron todos los que pudieron bajar, pero el tren no avanza, ¿cómo podría hacerlo si las puertas están trabadas para que haya más lugar? La gente prefiere viajar con las puertas abiertas, con el riesgo de caer hacia una muerte dolorosa, si esto implica que durante el viaje haya lugar para dos, tres o quince más, los que van colgados, y además entra un poco de aire, ya que la ventilación de este tren sólo la he visto encendida después de que alguien se desmaya: el dinero que reciba la empresa del Estado puede ser rentable para unos pocos si no se invierte para los muchos. Yo pienso, con la lógica terrible de un argentino medio pelo, que podría haber sido peor, que al menos hoy a nadie se le ocurrió suicidarse entre dos estaciones, dado que los suicidios, entre otros aspectos de la realidad, son causa frecuente de todo tipo de demoras. Ánimo, que más difícil han sido los viajes en el tren que va desde Haedo hasta Temperley, atravesando exclusivamente villas miseria desde La tablada hasta Hospital español, con el guardia que pasa gritando a los pasajeros que cierren las ventanas si no quieren recibir un cascote en la frente o un balazo. Pero el viaje no termina, faltan dos estaciones, y podría suceder cualquier cosa. Faltan dos estaciones, claro, si es que consigo bajar. Entonces empieza a gritar una mujer, sentada en algún lado del tren, que tiene un bebé de dos meses en brazos. Sé la edad de su bebé porque lo que grita la mujer es justamente eso: ¡por favor, por favor, tengo un bebé de dos meses! Ya no puedo oír los gritos de ella, ni los de su bebé, porque ahora resulta que un músico callejero, con una voz horrible y estridente, canta desde no sé donde una curiosa versión de Carnaval toda la vida de Los fabulosos Cadillacs. El tren se detiene en Ciudadela, y nadie parece querer moverse, ni para subir ni para bajar. Como sólo me queda una estación, miro a los que tengo adelante con una cara que oscila entre el victimismo y la advertencia.
-Disculpá –le digo, sin verle la cara, al dueño del hombro contra el que desde hace rato clavo mi codo-, ¿bajás? Yo tengo que bajar en la otra.
-Y yo tenía que bajar en esta –me responde mientras el tren arranca.
Mi compañero de desgracia parece ser uno de esos hombres estoicos, resignados, que ya pasó por esto miles de veces, y que incluso es capaz de, en esas circunstancias, hablar de una manera desfallecida pero amena. Me dice:
-Mirá flaco, va a estar difícil, yo que vos trato de bajar por la ventana, que está más cerca. Yo te sigo.
-No sería la primera vez –le respondo, aunque poco convencido de la opción. Pero esto es el tercer mundo, Sudamérica amigo, Sudamérica de pura cepa, y sólo algunos extravagantes intelectuales pueden pensar, desafiando los mismos axiomas geográficos, que Latinoamérica está más en Cusco que en Buenos Aires, como si un triángulo fuera más triángulo en alguno de los tres lados en particular. Menos me va a costar llegar a Cusco que a mi casa desde el centro, reflexiono, pero ahora el tren está por llegar a mi estación, y veo que será imposible bajar. En efecto, luego de un frustrado intento de descenso, mi estación queda atrás como una más entre las otras. Ahora lo de la ventana va en serio, porque esto no se aguanta más, no pienso viajar hasta Moreno. Sucede entonces el diálogo bizarro que nunca puede faltar. Un morocho panzón, rulos a lo Maradona, par de cicatrices en la cara, tipo que, sin ocultarlo, viene gozando mucho de este viaje debido a la desesperación de todos, en fin, desagradable sujeto de mirada invariablemente irónica, argentinísima, que venía emitiendo unos “je, je” cada vez que alguien insultaba o recibía un pisotón, me pregunta a rajatabla:
-¿Usted es de Luján?
Luján es una ciudad que está lejos, oeste profundo, meta de clásicas peregrinaciones, nada tiene que ver con el trayecto de este tren excepto haciendo combinaciones desde la última estación. Le respondo:
-Por desgracia no, porque me parece que voy a terminar bajando por ahí.
-Jejeje –responde, y me clava una mirada bastante maliciosa. Recuerdo cierto episodio sucedido a bordo del colectivo 96, cuando a un muchacho que se jactaba de vivir en Rafael Castillo se le ocurrió, a la altura de ciudadela, adueñarse de la escoba del conductor, amenazando con un palazo en la cabeza a todo aquél que osara bajarse del vehículo en una parada que a él no le apeteciera. Si yo quisiera formar parte de cierta tendencia de cierta literatura argentina contemporánea, ciertos retratos intelectualoides encantados del barrio para hacer poesía retratando la magia de toda esta porquería, tal como hacen los que menos tienen que sufrirla como algún que otro egresado del Nacional Buenos Aires, no sabría ni por dónde empezar. Por suerte el colega de adelante, este ser solidario y agradable, la contracara del colega de atrás, se decidió, dado que nadie tomaba la iniciativa, a decir en voz alta, dirigiéndose a mí pero informando a todos:
-Abran la ventana, que ya nos pasamos muchos, se puede salir lo más bien por la ventana.
La señora que está sentada en la aludida ventana, una anciana con los labios pintados que lee el diario, lo más tranquila, como si estuviera en primera clase de un vuelo a Ginebra, se percata de que tendrá que colaborar al menos cerrando su diario, y dice:
-¡Pero si abren la ventana van a querer entrar los de afuera!
Luego de la batalla entre los que suben y los que bajan, nadie tiene ánimos de prefigurar una nueva contienda entre los de adentro y los de afuera. Desde luego que la ventana está como el país y, junto a otro interesado, todo esto haciendo como si la señora del asiento no existiera, hacemos un esfuerzo muy grande para abrirla. Dos estaciones después del lugar donde debía bajarme, en un barrio que me resulta antipático por el recuerdo de algunos asaltos, bajo del tren por la ventana. De no haberlo hecho de este modo, lo más probable hubiera sido bajar por la puerta, pero en una estación que se encuentra a la misma distancia de la mía que aquella en la que subí a este tren de mierda.
¿Y de dónde vuelvo? Ya lo he dicho: de la estación de Once, luego de media hora de subte desde Retiro con otros incidentes que prefiero callar para no ser redundante. ¿El propósito de este viaje a capital? Conseguir pasajes para un tren dos veces más viejo que el que acabo de sufrir, pero con trayecto hasta el norte del país. Por supuesto que no conseguí pasaje: luego de una espera infernal, llego por fin a la taquilla y me miran con una cara que significa ¿acaso usted es idiota?, o ¿usted de veras pensó que podría conseguir pasaje para dentro de dos semanas? Luego de ese fallido intento y de ese insufrible viaje en el tren Sarmiento, todavía estoy volviendo a mi casa, otra vez esperando el mismo tren pero para el lado contrario y, sin embargo, me siento positivo, feliz, considerando que un viaje de mochilero hasta Ecuador, de unos cinco mil kilómetros, no puede ser nada grave comparado a este viaje que, dentro de mi propia ciudad, tengo que hacer para ir desde la capital hasta mi barrio.
Al día siguiente, con el mismo entusiasmo, vuelvo a tomar el tren y me bajo en la estación de Flores. En una farmacia ubicada en la esquina de Nazca y Gaona me aplico la vacuna de la hepatitis A y B. Luego viajo hasta Puerto Madero porque en la calle Ingeniero Huergo, frente a la Universidad Católica, aplican gratuitamente la vacuna contra la fiebre amarilla, que es obligatoria para algunos países y muy recomendable para otros. En otra farmacia compro algunas curitas, pastillas para el dolor de muela, carbones y, finalmente, en una tienda especializada, una mochila de setenta kilos. Esta vez, en el viaje de regreso, me bajo en Liniers. Antes de tomar el colectivo 96, me entretengo caminando, ya estrenando la mochila, por la calle J. L. Suárez, completamente boliviana. Un hombre me para y me da un papel en donde leo “dos chicas al precio de una”, y luego me insiste para que lo acompañe y así me las presenta.
-Son dos hermanitas amigo, treinta pesos la media hora.
-No, gracias, lo que quiero es viajar a tu país -y entonces me ofrece llevarme hasta una agencia especial que hace viajes directos desde Liniers hasta Potosí, informándome que, en Bolivia, a los buses les llaman flotas. Pero yo ya había decidido, justo en el momento del pinchazo de la segunda vacuna, hacer una visita previa al norte argentino, y en la terminal de ómnibus saco pasaje de flota para Salta.