sábado, 25 de febrero de 2012

Lévi-Strauss y la percepción del viajero


Hay todo tipo de textos que, si bien no están catalogados formalmente como libros de viaje, podríamos ubicarlos en ese género sin duda alguna. Si los buscamos en una librería tendremos que examinar la sección de filosofía, política, novelas, sociología o poesía pero, una vez que dimos con uno de ellos para alojarlo en nuestra biblioteca, tranquilamente le hacemos su lugar entre Marco Polo y una guía de Bolivia.

En este caso quisiera compartir un valioso fragmento de un extraordinario libro de viajes que las librerías suelen ubicar en la sección de antropología: se trata del célebre Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss.

Me cuesta creer que se haya escrito un libro de viajes sobre Brasil que lo supere. Su contenido es tan amplio y colorido como el país que recorre y, lo mejor de todo, lo que particularmente me entusiasma, mantiene un equilibrio muy logrado entre la importancia de las aventuras y la de las observaciones.

El fragmento que elijo para compartir tiene que ver con un problema propio de la percepción, es decir, la relación entre lo que se observa y la capacidad cognitiva que tiene el observador para aprehenderlo:


Cuanto menores eran las posibilidades de las culturas humanas para comunicarse entre sí y, por lo tanto, corromperse por mutuo contacto, menos capaces eran sus respectivos emisarios de percibir la riqueza y la significación de esa diversidad. En fin de cuentas soy prisionero de una alternativa: o antiguo viajero, enfrentado a un prodigioso espectáculo del que nada o casi nada aprehendería, o que, peor aún, me inspiraría quizá burla o repugnancia; o viajero moderno que corre tras los vestigios de una realidad desaparecida. Ninguna de las dos situaciones me satisface, pues yo, que me lamento frente a sombras, ¿no soy impermeable al verdadero espectáculo que toma cuerpo en este instante, para cuya observación mi formación humana carece aún de la madurez requerida? De aquí a unos cientos de años, en este mismo lugar, otro viajero tan desesperado como yo llorará la desaparición de lo que yo hubiera podido ver y no he visto. Víctima de una doble invalidez, todo lo que percibo me hiere, y me reprocho sin cesar por no haber sabido mirar lo suficiente.


Poco tengo que agregar; la cita se basta a sí misma. Sin embargo, no puedo dejar de comentar que, luego de haber leído este valioso fragmento, se me ocurrieron todo tipo de ejemplos de viajeros que, debido a lo que Lévi-Strauss llamaría su "formación humana", no estaban en condiciones de apreciar el terreno que transitaban tal como nosotros lo hubiéramos hecho, al punto de que lo que para ellos debió de ser algo desprovisto de todo encanto, se presenta ante nosotros como un espectáculo cultural tan maravilloso que apenas si somos capaces de imaginarlo. Uno de estos ejemplos es otro libro de viajes, un clásico de la cultura argentina: Viaje al Río de la plata de Ulrico Schmidl.


La persona y las circunstancias del viaje que narra este texto son, perturbadoramente, mucho más fascinantes que el texto mismo: se trata de un soldado alemán del siglo XVI que, luego de haber integrado la expedición de Pedro de Mendoza, en la que tuvo lugar la primera fundación de Buenos Aires, publicó en el año 1567 una crónica en donde, con pobrísimo vocabulario y escasos detalles, nos cuenta esa experiencia de veinte años de viaje por América conviviendo y guerreando con las diferentes tribus nativas. Es un texto que no llega a las cien páginas y que dedica uno o dos párrafos a aventuras que, según nuestra curiosidad, deberían ocupar un libro aparte de mil páginas, como mínimo. Está claro que un panorama cultural que resultaba mediocre para un soldado como Schmidl, quien debido a su condición de tal le tocó vivenciarlo, se presenta ante nuestros ojos como la más interesante y apasionante de las aventuras, quizá por el mero hecho de que no está a nuestro alcance.

Si quisiera citar un fragmento de esta antigua crónica, optaría por alguno de los que hacen de Schmidl un involuntario precursor de los relatos de viaje que tienen como propósito cuestionar o desmentir los estereotipos; al contrario de los demás cronistas europeos que registraron la conquista de América, este alemán nos cuenta que los conquistadores pierden la batalla contra los valientes nativos y, hambrientos, sitiados, rodeados de pueblos que consideraban salvajes, terminan ellos mismos, los españoles, comiéndose a sus semejantes, siendo quizá unos de los pocos habitantes de esas tierras que no tenían reparos a la hora de ejercer el canibalismo:

Y aconteció que tres españoles se robaron un rocín y se lo comieron sin ser sentidos; mas cuando se llegó a saber los mandaron prender e hicieron declarar con tormento; y luego que confesaron el delito los condenaron a muerte en horca. Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne para satisfacer el hambre. También un español se comió al hermano que había muerto en la ciudad de Bonas Ayres.



jueves, 23 de febrero de 2012

Viaje en el tren Sarmiento de Buenos Aires


Este blog de viajes no es para nada ortodoxo. Lo común del género consiste en publicar textos sobre lo que vimos la semana pasada en Grecia; pocos sitios hay que, en materia de viajes, consideran que ese viaje a Grecia tiene tanta relevancia como lo que nos pasó ayer en cierta esquina del barrio o un párrafo de Lévi-Strauss. En este caso, alentado por las tristes circunstancias de un accidente ferroviario, el tercero peor de la historia del país (cincuenta muertos y cientos de heridos), que tuvo lugar ayer en Once, terminal del tren Sarmiento, publicaré un texto sobre un simple viaje en ese tren que escribí a fines del año 2007. En ese entonces estaba a punto de salir, mochila al hombro, hasta Ecuador, proyecto que concreté exitosamente. Mientras preparaba esa travesía, intenté conseguir pasajes para el tren que viaja desde Retiro hacia Tucumán, un antiguo y romántico servicio que se caracteriza por lo económico y sufrido, ya que tarda un día en llegar y, si es verano, basta con romper un huevo y echarlo sobre un asiento para que se cocine. Desde luego que no conseguí el pasaje porque, con todo lo malo que sea el servicio, se agota rápidamente debido a que es extremadamente económico: hoy día está 70 pesos para un destino que, en micro, costaría más de 300. No conseguí pasaje para Tucumán, pero viajé desde Ramos Mejía hasta Once y, al otro día, escribí el siguiente texto:


Me veo parado en el andén de la estación Once, ansioso por volver a casa. Espero el tren Sarmiento, en honor a uno de los próceres que más se destacan por ideas de luz y de progreso. Estoy cansado, sucio y con mal humor. Son casi las siete de la tarde, la peor hora para tomar el tren, y lo sé, pero soy un argentino y volveré a caer en el mismo pozo en todas las oportunidades que se presenten, ya tendré tiempo para culpar al gobierno y al Fondo Monetario Internacional de todo lo que me pase. Además, a esta hora, tampoco es una gloria el colectivo, a una distancia de 40 kilómetros, avanzando cien metros cada diez minutos. Una niña me ofrece, a colaboración, un periódico. Es un ejemplar de los periódicos del subte, totalmente gratuito, que los niños se encargan de recoger en los vagones donde los dan para luego repartirlos, ellos mismos, en otros sitios donde no los dan, pidiendo a cambio algunas monedas. Si bien hay personas, como siempre, que se quejan de esta desfachatez, e incluso la consideran parte de la “viveza criolla”, yo creo que estos chicos, llevando esos periódicos a donde no están, se ganan bien sus monedas. El sistema los condena a la mendicidad, y ellos, que tienen todos los motivos para consagrarse a la delincuencia, no sólo no delinquen sino que además piensan maneras de ofrecer algún servicio. En los subtes, desde hace un tiempo, estos niños que piden monedas a cambio de estampitas tienen la costumbre de saludar con la mano o con un beso a los pasajeros. Esto, que no vi en ningún lugar del mundo, me parece maravilloso: la gran barrera social que separa a estos carenciados niños del resto de la población se destruye al menos durante un segundo con el gesto más sencillo y humano: un apretón de manos, un beso, una sonrisa, un mensaje que se puede traducir en “recuerda que yo también existo y soy parte de este país”. También sucede que esta costumbre tiene un lado muy desagradable: el tener que ver a los pasajeros que se niegan a saludarlos, muchas veces dejándolos con las manitas en suspenso. A bordo del tren que va desde Retiro a Tigre, observé en mi país, con respecto a estos niños, una de las más miserables escenas de discriminación: una rubia tarada, alumna de alguna de esas empresas privadas que se consideran universidades, le comentó a su compañera que la niña que repartía estampitas le daba asco porque estaba sucia. Pocas veces me dio tanto asco una persona como esa muchacha pulcra.

Acepto a uno de estos niños el diario La razón, que trae noticias sobre el conflicto social en Bolivia. Pero nada más abrir una página escucho, con mucha dificultad, una voz al mismo tiempo robótica y gutural que sale de los altoparlantes, comunicando algo de suma importancia para los pasajeros. Qué carajo dijo, pregunta una señora, y un muchacho, con aires de experto en descifrar los anuncios del tren Sarmiento, nos traduce que el próximo tren sale del andén contrario al que habían anunciado.

Hace ya media hora que cientos de pasajeros hacemos cola en el andén para entrar al tren con orden de prioridad, pero ahora todo se convulsiona e invierte de manera radical, de tal modo que los últimos quedan primeros y los primeros últimos. Entre la magnífica proliferación de insultos, lo que más pena me da es ver a un mendigo con muletas tener que dirigirse al extremo opuesto de la estación. Lo miro con cara de solidaridad, incluso dispuesto a preguntarle si precisa que lo ayude, pero casi me escupe. Me sumo entonces a la manada de desgraciados y corro al andén opuesto, ya que la luz del tren aparece a pocos metros y en cualquier momento estaciona: con suerte, con mucha suerte, podré conseguir un pedazo de suelo en el furgón de los ciclistas, y viajar sentado, inhalando el humo del tabaco y de la marihuana que se fuma en este vagón especial, solo para valientes, devenido en una especie de bar ambulante de mala muerte, con sus propias estrellas de rock incluidas en el repertorio de viajeros, artistas callejeros con guitarra al hombro que, seca va, seca viene, pasan la gorra entre gente más pobre que ellos. Lo pienso mejor, y saco la conclusión de que, a esta hora, es probable, en el furgón, morir apuñalado por el manubrio de alguna bicicleta, y a duras penas realizo mi ingreso en un vagón común, entre codazos, pisotones, empujones e insultos variados. En un espacio apropiado para cuarenta personas por suerte hay unas cien. Podría ser peor, pero llegando a la primera estación, Caballito, ya empiezan a dolerme las costillas, en la segunda los pies y los brazos y en Floresta ya estoy desesperado. Es poco decir que se viaja como ganado. Yo creo que el ganado viaja mejor. Al menos las vacas no hablan y yo, además del intenso apretujamiento, y de perder por momentos el aire, tengo que escuchar los insultos de los que esperan la comodidad de un taxi y los chistes de los que se bajan en la última parada. Porque, claro está, el problema es bajar y, ante cada estación, que sucede con un concierto de expresiones de dolor, constato lo difícil que es avanzar hacia la salida, sobre todo por la gente que, desafiando lo imposible, pretende subir al tren, siempre más numerosos que los ilusos que pretenden bajar. De esta manera llego a la temible estación Liniers. En Liniers hay un equilibrio: los que intentan bajar son ahora tan numerosos como los que intentan subir. El problema es que, producto de la circunstancia, hay en este tramo del viaje peligro de guerra civil. Se conforma inmediatamente el bando de los que bajan contra el de los que suben. En ninguna guerra dos bandos tuvieron fines tan claramente contrapuestos. Los que quieren bajar, quieren bajar primero, antes de que suban los que quieren subir que, por supuesto, ya alistándose desde que ven llegar el tren, mastican la idea fija de subir antes de que bajen los que quieren bajar. Se escuchan comentarios maquiavélicos, apasionados, tácticos, empieza a trenzarse, en pocos segundos, un complejo sistema de alianzas que funciona mediante gestos y sobreentendidos.

-Che, vayan haciendo lugar los que no bajan –dice, con un tono poco cortés, el que ya se posiciona como líder de los que bajan.

-Son muchos –advierte, con adrenalina, un señor que, poco antes de que el tren se detenga, mide el poder del bando enemigo.

El tren se detiene y durante un violento instante eterno, paralizado de una sorda impaciencia, algunas miradas amenazantes del bando de los que bajan se cruzan, a través de las ultrajadas ventanas de las puertas corredizas (quizá algún cartelucho de irrisoria precaución advierte que no debe hacerse lo que se hace), con las miradas también amenazantes de los que suben. Las puertas se abren y el espíritu de equipo estalla en mil pedazos, como los insultos, y esto califica como prueba de que no hay ficción más delirante que la del libertario pueblo hacia el socialismo: cada uno ahora lucha por su propia causa, no sólo los que bajan contra los que suben, también luchan los que bajan contra los demás que bajan y los que suben contra los demás que suben, sin descartar algunas fugaces alianzas y traiciones. Se me rompe una de las cintas de la mochila, me pegan un codazo, sufro mucho, me pisan, lucho despiadadamente por mi posición neutral de no tener que bajar ni que subir mientras todos, todos culpables, todos maleducados, todos impacientes, se dedican a acusar a los demás de culpables, impacientes y de maleducados, conformando, en pequeña escala, una formidable metáfora de la enferma y malsana ciudad que habitan. Ya subieron todos los que pudieron subir y bajaron todos los que pudieron bajar, pero el tren no avanza, ¿cómo podría hacerlo si las puertas están trabadas para que haya más lugar? La gente prefiere viajar con las puertas abiertas, con el riesgo de caer hacia una muerte dolorosa, si esto implica que durante el viaje haya lugar para dos, tres o quince más, los que van colgados, y además entra un poco de aire, ya que la ventilación de este tren sólo la he visto encendida después de que alguien se desmaya: el dinero que reciba la empresa del Estado puede ser rentable para unos pocos si no se invierte para los muchos. Yo pienso, con la lógica terrible de un argentino medio pelo, que podría haber sido peor, que al menos hoy a nadie se le ocurrió suicidarse entre dos estaciones, dado que los suicidios, entre otros aspectos de la realidad, son causa frecuente de todo tipo de demoras. Ánimo, que más difícil han sido los viajes en el tren que va desde Haedo hasta Temperley, atravesando exclusivamente villas miseria desde La tablada hasta Hospital español, con el guardia que pasa gritando a los pasajeros que cierren las ventanas si no quieren recibir un cascote en la frente o un balazo. Pero el viaje no termina, faltan dos estaciones, y podría suceder cualquier cosa. Faltan dos estaciones, claro, si es que consigo bajar. Entonces empieza a gritar una mujer, sentada en algún lado del tren, que tiene un bebé de dos meses en brazos. Sé la edad de su bebé porque lo que grita la mujer es justamente eso: ¡por favor, por favor, tengo un bebé de dos meses! Ya no puedo oír los gritos de ella, ni los de su bebé, porque ahora resulta que un músico callejero, con una voz horrible y estridente, canta desde no sé donde una curiosa versión de Carnaval toda la vida de Los fabulosos Cadillacs. El tren se detiene en Ciudadela, y nadie parece querer moverse, ni para subir ni para bajar. Como sólo me queda una estación, miro a los que tengo adelante con una cara que oscila entre el victimismo y la advertencia.

-Disculpá –le digo, sin verle la cara, al dueño del hombro contra el que desde hace rato clavo mi codo-, ¿bajás? Yo tengo que bajar en la otra.

-Y yo tenía que bajar en esta –me responde mientras el tren arranca.

Mi compañero de desgracia parece ser uno de esos hombres estoicos, resignados, que ya pasó por esto miles de veces, y que incluso es capaz de, en esas circunstancias, hablar de una manera desfallecida pero amena. Me dice:

-Mirá flaco, va a estar difícil, yo que vos trato de bajar por la ventana, que está más cerca. Yo te sigo.

-No sería la primera vez –le respondo, aunque poco convencido de la opción. Pero esto es el tercer mundo, Sudamérica amigo, Sudamérica de pura cepa, y sólo algunos extravagantes intelectuales pueden pensar, desafiando los mismos axiomas geográficos, que Latinoamérica está más en Cusco que en Buenos Aires, como si un triángulo fuera más triángulo en alguno de los tres lados en particular. Menos me va a costar llegar a Cusco que a mi casa desde el centro, reflexiono, pero ahora el tren está por llegar a mi estación, y veo que será imposible bajar. En efecto, luego de un frustrado intento de descenso, mi estación queda atrás como una más entre las otras. Ahora lo de la ventana va en serio, porque esto no se aguanta más, no pienso viajar hasta Moreno. Sucede entonces el diálogo bizarro que nunca puede faltar. Un morocho panzón, rulos a lo Maradona, par de cicatrices en la cara, tipo que, sin ocultarlo, viene gozando mucho de este viaje debido a la desesperación de todos, en fin, desagradable sujeto de mirada invariablemente irónica, argentinísima, que venía emitiendo unos “je, je” cada vez que alguien insultaba o recibía un pisotón, me pregunta a rajatabla:

-¿Usted es de Luján?

Luján es una ciudad que está lejos, oeste profundo, meta de clásicas peregrinaciones, nada tiene que ver con el trayecto de este tren excepto haciendo combinaciones desde la última estación. Le respondo:

-Por desgracia no, porque me parece que voy a terminar bajando por ahí.

-Jejeje –responde, y me clava una mirada bastante maliciosa. Recuerdo cierto episodio sucedido a bordo del colectivo 96, cuando a un muchacho que se jactaba de vivir en Rafael Castillo se le ocurrió, a la altura de ciudadela, adueñarse de la escoba del conductor, amenazando con un palazo en la cabeza a todo aquél que osara bajarse del vehículo en una parada que a él no le apeteciera. Si yo quisiera formar parte de cierta tendencia de cierta literatura argentina contemporánea, ciertos retratos intelectualoides encantados del barrio para hacer poesía retratando la magia de toda esta porquería, tal como hacen los que menos tienen que sufrirla como algún que otro egresado del Nacional Buenos Aires, no sabría ni por dónde empezar. Por suerte el colega de adelante, este ser solidario y agradable, la contracara del colega de atrás, se decidió, dado que nadie tomaba la iniciativa, a decir en voz alta, dirigiéndose a mí pero informando a todos:

-Abran la ventana, que ya nos pasamos muchos, se puede salir lo más bien por la ventana.


La señora que está sentada en la aludida ventana, una anciana con los labios pintados que lee el diario, lo más tranquila, como si estuviera en primera clase de un vuelo a Ginebra, se percata de que tendrá que colaborar al menos cerrando su diario, y dice:

-¡Pero si abren la ventana van a querer entrar los de afuera!

Luego de la batalla entre los que suben y los que bajan, nadie tiene ánimos de prefigurar una nueva contienda entre los de adentro y los de afuera. Desde luego que la ventana está como el país y, junto a otro interesado, todo esto haciendo como si la señora del asiento no existiera, hacemos un esfuerzo muy grande para abrirla. Dos estaciones después del lugar donde debía bajarme, en un barrio que me resulta antipático por el recuerdo de algunos asaltos, bajo del tren por la ventana. De no haberlo hecho de este modo, lo más probable hubiera sido bajar por la puerta, pero en una estación que se encuentra a la misma distancia de la mía que aquella en la que subí a este tren de mierda.

¿Y de dónde vuelvo? Ya lo he dicho: de la estación de Once, luego de media hora de subte desde Retiro con otros incidentes que prefiero callar para no ser redundante. ¿El propósito de este viaje a capital? Conseguir pasajes para un tren dos veces más viejo que el que acabo de sufrir, pero con trayecto hasta el norte del país. Por supuesto que no conseguí pasaje: luego de una espera infernal, llego por fin a la taquilla y me miran con una cara que significa ¿acaso usted es idiota?, o ¿usted de veras pensó que podría conseguir pasaje para dentro de dos semanas? Luego de ese fallido intento y de ese insufrible viaje en el tren Sarmiento, todavía estoy volviendo a mi casa, otra vez esperando el mismo tren pero para el lado contrario y, sin embargo, me siento positivo, feliz, considerando que un viaje de mochilero hasta Ecuador, de unos cinco mil kilómetros, no puede ser nada grave comparado a este viaje que, dentro de mi propia ciudad, tengo que hacer para ir desde la capital hasta mi barrio.

Al día siguiente, con el mismo entusiasmo, vuelvo a tomar el tren y me bajo en la estación de Flores. En una farmacia ubicada en la esquina de Nazca y Gaona me aplico la vacuna de la hepatitis A y B. Luego viajo hasta Puerto Madero porque en la calle Ingeniero Huergo, frente a la Universidad Católica, aplican gratuitamente la vacuna contra la fiebre amarilla, que es obligatoria para algunos países y muy recomendable para otros. En otra farmacia compro algunas curitas, pastillas para el dolor de muela, carbones y, finalmente, en una tienda especializada, una mochila de setenta kilos. Esta vez, en el viaje de regreso, me bajo en Liniers. Antes de tomar el colectivo 96, me entretengo caminando, ya estrenando la mochila, por la calle J. L. Suárez, completamente boliviana. Un hombre me para y me da un papel en donde leo “dos chicas al precio de una”, y luego me insiste para que lo acompañe y así me las presenta.

-Son dos hermanitas amigo, treinta pesos la media hora.

-No, gracias, lo que quiero es viajar a tu país -y entonces me ofrece llevarme hasta una agencia especial que hace viajes directos desde Liniers hasta Potosí, informándome que, en Bolivia, a los buses les llaman flotas. Pero yo ya había decidido, justo en el momento del pinchazo de la segunda vacuna, hacer una visita previa al norte argentino, y en la terminal de ómnibus saco pasaje de flota para Salta.

Viajar es enriquecedor



Viajar es enriquecedor. Este es un lugar común, pero lo común no le quita lo cierto. Pocas cosas son tan enriquecedoras como viajar, y esto se debe a un motivo fundamental: ver lo diferente nos ayuda a pensar y comprender mejor lo propio. El prejuicio de que alguien que se ha ido empieza a ser, por eso mismo, menos nacional que los que se quedaron, no es más que ignorancia propia del que no ha viajado nunca. Pocas veces fui tan argentino como cuando estuve fuera del país. La condición nacional se acentúa cuando se está en el extranjero. En principio esto se debe a que nuestra cultura es nuestro marco de referencia y eje de comparación ante todo lo que vemos, por lo tanto nos sujetamos contra ella todo el tiempo. Nos desplazamos y una serie de costumbres y rasgos culturales nos parecen llamativos. ¿Llamativos con respecto a qué? Claramente, con respecto a nuestro país, nuestro inevitable punto de referencia, de modo que la reflexión sobre lo propio se ejerce de manera constante, inevitable y prácticamente involuntaria, ya que todo lo que nos llama la atención lo hace porque difiere de lo que conocemos, así como lo coincidente resulta igualmente asombroso debido a encontrarlo en tierras extrañas. Nunca reflexionamos tanto sobre lo propio como cuando estamos lejos. Y luego surge, inevitablemente, la evaluación: ¿podría ser así en mi ciudad? ¿Por qué no es así en mi ciudad? ¿Cuáles son las ventajas y las desventajas de esta costumbre? Cuando un viajero vuelve a su país, lo hace lleno de criterios e ideas sobre las cosas. Y, además, puede decir, sin cuidado de las ironías, que volvió siendo más nacional que los que se quedaron. Yo sentí más de una vez que, por estar en tierras lejanas, era más argentino que antes, o al menos tenía una visión más profunda y completa de mi país: además de conocerlo desde dentro, también sé cómo se ve desde fuera, pude ver ese rostro que solo se le ve desde la distancia.

Como, más allá de las diferencias, toda cultura es una suma de las culturas que la rodean pero particularizada en su terreno, viajar nos permite tomar una conciencia más aguda acerca de qué es, de lo nuestro, lo que también es de otros, y qué es de los otros lo que también es nuestro: el viajero más experto podría ver que ese límite es mucho más superficial de lo que parece, incluso ficticio.

Ya sea de manera literal o literaria, me gusta viajar por otros países y culturas. Este tipo de enriquecimiento es uno de los motivos principales que me alientan a hacerlo. El hecho de que viajar sea tan enriquecedor, tan propicio para la reflexión y el cuestionamiento de lo propio, lo demuestra el ejemplo de que, como todo lo extraordinario, resulta una rareza. Los viajeros siempre son seres extraños; la gente carga sobre sus mochilas o maletas el peso de todo tipo de prejuicios. Hay una causa de fondo: lo que proviene de otros, lo que no se parece a lo que estoy acostumbrado, es sospechoso, seguramente será peor que todo lo que me es propio. Esta actitud, que como toda mediocridad está alimentada de un provinciano egocentrismo, es lo que hace que mucha gente nos mire de manera irónica o enjuiciadora cuando les relatamos las hazañas de alguien que acaba de recorrer el norte de África o el sudeste asiático. ¿De qué vive? ¿Tiene familia? ¿Tiene pareja? ¿Llamó a la tía para su cumpleaños? Cualquier cosa que sirva para generar, frente a la figura del viajero, todo tipo de mala disposición y desconfianza, es de inmediato incorporada al discurso de estas personas que, instintivamente, perciben que un viajero les trae una suma de criterios novedosos que atentarán, proponiendo superarlos, contra una suma de anquilosamientos y conceptos cerrados en los que están arraigados de modo tan penoso.

Este blog tiene la propuesta de hablar de viajes y viajeros justamente para ser uno más de los medios con los que, con todo orgullo y desinterés, se respete y difunda este enriquecimiento cultural que subyace al arte de viajar.



domingo, 19 de febrero de 2012

necesito paz


Los motivos por los cuales uno tiene la necesidad de emprender un viaje son tan variados como los destinos y las maneras de llevarlo a cabo. Quiero ahora hablar de uno de esos motivos en particular, bastante clásico, y muy propio de quien, como yo, habita una ciudad como Buenos Aires: huir de esta masa de neuróticos, alienados, cobardes, estúpidos, enfermos y horriblemente mediocres seres que nos rodean compartiendo esta cárcel urbana desesperante. Cárcel, por supuesto, de puertas abiertas para todos aquellos que estén a la altura de dejar atrás los barrotes, con todo lo que implique la fuga. No quiero, es necesario aclarar, dar a entender que soy el ser extraordinario y elevado que, cual porteño Zaratustra, mira de afuera este basurero plagado de psiquiatras y relojes, ¿quién no se enferma viviendo en la enfermedad? ¿Quién podría dejar de cantar, junto a José Larralde, “yo también soy raza humana” o “pariente de la jauría”? No, esa soberbia, aunque involuntaria, me incomoda. Sin embargo es cierto que quizá me sienta menos cómodo que otros aquí donde estoy y, por lo tanto, decidí, a partir de marzo, hacer un viaje por el noroeste argentino. El motivo con el que empecé este texto es uno de los principales.

Hace casi diez años que hago viajes, y ninguno de ellos fue dentro de mi propio país. No se trató de una decisión, simplemente no era el momento. Ahora sí llegó el momento: con mi mochila bien provista de carpa, aislante y bolsa de dormir, tengo la idea de bajar desde Salta a Buenos Aires haciendo el trayecto de la ruta 40 en Catamarca y en La rioja. Una ruta poco transitada que esconde más de un pueblo olvidado del resto del país. Hacia allí será mi fuga, necesaria como el aire y el agua. No quiero parecer soberbio, pero al carajo con esta multitud insana y decadente; al psicólogo que vaya otro, yo me voy para la ruta 40. El domingo 4 de marzo estoy saliendo para Salta.

sábado, 18 de febrero de 2012

Élévation

Vuela bien lejos es una frase que, a lo largo de mi vida, resultó proteica, ciertamente viajera. Atravesó varias épocas, se trasladó de un texto a otro convirtiéndose en título de proyectos siempre en camino que jamás llegaban a su puerto, como si el mero estado de movimiento sin arraigarse nunca en ningún sitio fuera una especie de condena que le hiciera justicia. Su origen es un verso del poema “Élévation” de Charles Baudelaire que, en su original francés, leemos así:

“Envole-toi bien long de ces miasmes morbides”.





Se trata de un soneto en el que el poeta le habla a su alma pidiéndole que se eleve volando más allá de las montañas, de los valles y los mares, bien lejos del peso de disgustos y enojos, ascendiendo hacia la meta de las alondras que comprenden el lenguaje de las flores y de las cosas mudas.

La literatura fue mi primer gran viaje que me llevó por el mundo, aunque todavía sin moverme de mi ciudad.

A los quince años tomé un lápiz y escribí “Envole-toi bien long” en la pared de mi cuarto.


Todavía no pensaba que alguna vez saldría siquiera de mi país. Ni siquiera lo concebía.

A los veinte años esta misma frase, vuela bien lejos, se convirtió en el título de un intento de novela que jamás terminé. El protagonista era un loco que tenía una bolsa verde en la que atesoraba objetos insignificantes, incluso residuales ante lo que Machado consideraba “la cordura del idiota”, pero que para él resguardaban alguna forma de alejamiento y superación de una realidad insoportable. Era un loco de Buenos Aires que andaba siempre dando vueltas por la misma esquina.

A los veinticuatro años, sin planearlo ni haberlo deseado, agregué a la manera literaria de viajar la manera literal que la complementa. Mediante la red virtual, que por ese momento estaba todavía en su tierna infancia, conocí a una gran mujer que me envió, luego de apenas unos pocos meses de habernos conocido, un pasaje a París para comenzar una relación más extraordinaria que cualquier viaje de los que hice desde entonces para verla. No es extraño que mi primer viaje haya sido hacia la tierra del poeta que había escrito “vuela bien lejos”.

Yo era un pibe de barrio de las afueras de Buenos Aires que no tenía dinero ni para pasar dos semanas en la costa atlántica y de pronto, de una manera para todos inexplicable, estaba en París; tenía que encontrarme con alguien que no había visto nunca y llevaba en el bolsillo todos mis ahorros, que eran unos 200 dólares; ni siquiera me había precavido de que en Europa la moneda es el euro.

Una serie de circunstancias propiciaron que estos viajes continúen. Conocí varios países de Europa y dos del norte de África. En mi vida se convirtió en algo habitual pasar unos cuantos meses en el extranjero. Empecé a escribir algunos relatos sobre estos viajes y, en un momento dado, creo que fue en Marruecos, pensé que todos ellos, juntos, podrían alguna vez formar parte de un libro cuyo título sería, como pueden adivinar: Vuela bien lejos.

Yo empecé a escribir literatura antes de leerla, porque soy poeta, y la poesía vino a buscarme antes de que se me ocurriera ir en busca de ella. Del mismo modo viajaba antes de haber planeado un viaje, y escribía textos de viaje antes de haber leído a otros viajeros.

Cuando empecé a tener curiosidad por ver qué escribían otras personas que viajaban sucedió que me encontré, navegado por la red virtual, con cronistas mochileros. Ellos me enseñaron que otra manera poco convencional de viajar por cuenta propia es mediante el arte alquímico de convertir las desventajas en recursos; que de esa manera se puede dar la vuelta al mundo sin tener más dinero que los que se limitan a dormitar una quincena en el balneario más cercano.

Decidí, ya que estaba, sumar a los viajes que hacía por Europa, siempre financiado por una cuenta ajena, algún viaje que se corresponda con mis propios recursos. El viaje mochilero era el único que se correspondía y, en enero del año 2008, mochila al hombro, sin más que mil dólares escondidos en un portavalor, recorrí Bolivia, Perú y Ecuador, escribiendo sobre lo que veía y sobre lo que pensaba de lo que veía. Allí terminó mi viaje mochilero, pero fue una escala para el otro: en Quito tomé un avión a España, de allí pasé a Francia, y de allí a Egipto. En cuatro meses visité más de cinco países de tres continentes, y sentí que viajar podía ser algo en serio, que podía, también literalmente, volar bien lejos.

Quién sabe si ese verso de Baudelaire fue el culpable de todo. Creo que es lo más probable. Lo seguro es que, luego de haber sido una posible novela o libro de viajes, es ahora el título de este blog en el que planeo ir publicando algunos textos relativos a los viajes.

El viaje de Vuela bien lejos no será un rejunte de algunas de mis experiencias de viaje: pretende ir más allá, mucho más lejos de mi mera experiencia para hablar sobre los viajes de otros y sobre el viaje en sí mismo en todas sus facetas desde el viajero que, literariamente, recorre el espacio desde su cuarto a través de un libro, progresando al que lo recorre de manera literal haciendo de los continentes y sus países los capítulos y las páginas de un texto que es el mundo entero, hasta llegar, finalmente, al gran viajero, el más completo: aquél que concilia estas dos maneras como el anverso y el reverso de una sola moneda que constituye toda su riqueza.