Medina, palabra que se lee مدينة en su original árabe, significa ciudad,
refiriéndose tradicionalmente a la de Arabia Saudita, cuna del profeta Mahoma. La
palabra también se usa para referirse a la parte tradicional o antigua de las
ciudades o los pueblos del Magreb, las tierras más occidentales del imperio del
Islam. La medina de Fez se jacta de ser la más antigua y grande del mundo. La
UNESCO la declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad ; los viajeros
que la visitan suelen decir de ella que es un lugar maravilloso, inverosímil,
en donde se sintieron dentro de una noche de las mil y una, pudiendo viajar por
el tiempo o por otro mundo.
Antes de visitarla esto era lo único
que sabíamos de ella y, además, que fue fundada en el siglo IX, que fue un
antiguo centro cultural y capital nacional antes de Rabat, y que es todavía, lo
mismo que hace once siglos, un místico laberinto en donde se entreveran más de
nueve mil callejas superpobladas de unos muy comerciantes marroquíes. Se
ingresa a la medina por unas puertas, en árabe "babs" y, una vez dentro, uno ya no
sabe dónde está, para dónde va ni, mucho menos, cómo podría salir. Es casi
imposible para un visitante ubicarse en este desquiciado entrevero de pasajes y
pasillos; si uno observa un mapa de Fez, el espacio de la medina está en
blanco.
Cuando llegamos a Marruecos sabíamos
que nuestro objetivo principal de interés urbano era visitar este sitio.
Habríamos volado directamente hacia Fez de haber habido un vuelo; tuvimos que
entrar por Casablanca, y nada más poner un pie viajar hasta aquí en tren. Llegamos
anoche, pasada la hora de cenar. Salimos del tren hacia una estación tan oscura
que la poca luz que había provenía de la luna, suficiente para distinguir una
alborotada multitud de sombras. Un hombre con una linterna nos guió hasta la
salida; atravesamos un túnel que nos dejó en una plazoleta, donde nos rodeó un
grupo de personas vociferando en árabe palabras que no entendíamos, se peleaban
entre ellos para ganarse nuestra atención. Seguimos a uno de los que gritan
taxi, taxi, y en cuestión de segundos nos abre la puerta de un descascarado
Fiat 124, con una canasta en el techo en la que arrojamos nuestras maletas.
Subimos atrás y vemos que, en el asiento del acompañante, viaja un hombre sin
expresión en la cara, parece petrificado; lo saludamos pero ni se mueve. El
conductor arranca y va a toda velocidad hacia la dirección de nuestro hotel, se
suma a un tráfico que juzgo tres veces más alocado que el porteño. A mí no me
había convencido del todo lo del canasto del techo, menos aún cuando veo que el
auto se mete por calles oscuras y muy pobladas; algunas personas, en las
esquinas, se acercan al auto y estiran las manos hacia el techo: me asomo a la
ventana y compruebo que la gente se acerca a nuestro equipaje para acomodarlo,
ya que las bruscas maniobras despiden las maletas para todos lados. Pasamos la
noche y amanecemos dispuestos, ahora sí, a conocer la medina. Muy temprano por
la mañana salimos a la calle; no habíamos dado un paso fuera del hotel cuando
se nos presenta un hombre con credencial de guía oficial, esto es, autorizado,
ya que el común de los marroquíes, en su diaria batalla por ganar dinero con el
turismo, son todos guías improvisados, por más poco idóneos que sean para
brindar este servicio. Con respecto a los guías, hay un dato que puede ser de
utilidad: aunque uno conozca relativamente el terreno, puede ser conveniente
contratar un guía, así sea para librarse de tener que negarle el servicio al
resto del pueblo durante todo el día. Basta con preguntar a alguien una calle
para que quiera, con insistencia, acompañarnos durante todo el paseo.
-Mi nombre es Hassan –nos dice Hassan
con una sonrisa, demostrando enseguida que sabe que nuestra lengua es el
español y que él la domina mejor que nosotros. Le decimos que preferimos hacer
las cosas por nuestra cuenta y nos da buenos motivos para cambiar de idea: en
primer lugar, es muy aconsejable ir acompañados al menos la primera vez, para
comprender sus características principales y saber ubicarnos mañana; finalmente,
que él, ya considerado nuestro guía, es un hombre muy instruido e interesado
por su país tanto como por la cultura española, y podrá darnos datos
invalorables sobre todo.
-Hassan –le cuento-, ella es española
pero yo no, soy argentino, y abre los ojos con asombro. No sabe qué decir sobre
mi país, tiene muy pocos datos en su mente, pero como ya lo contratamos tendrá
ocasión de preguntarme alguna cosa sobre un sitio tan exótico como Buenos
Aires.
Es difícil narrar la entrada a la
medina. Fue, de hecho, nuestra primera experiencia en regla con la cultura
musulmana, y entramos por la puerta grande. No hubo, para esta experiencia,
ningún tipo de situación preeliminar que no sean las palabras de Hassan
aconsejándome que guarde bien la billetera, o al menos no puedo recordar nada
más. Mi primer recuerdo de la medina es estar ya del todo envuelto por la
medina, empujado, manoseado, invadido por la medina. Es como un cerrar y abrir
de ojos en el que de pronto ya no está E., ni Hassan, ni América, ni Europa, ni
el siglo XXI, nada más que un auténtico y repentino estado de mareo, como si
acabase de recibir un golpe sin dolor en la cabeza, quizá de morder algún hongo
alucinógeno de inesperado, intenso efecto. Pasa un tiempo, no sé cuánto, hasta
que empiezo a distinguir del bullicio el sonido que corresponde a un
martillazo, o el cacareo de una gallina, o el rodar de una vieja carreta, o el
discurso para mí inteligible de algunos hombres que me exhortan a todo tipo de
asuntos pidiéndome, sugiriéndome, rogándome o advirtiéndome. Alá, Alá, Alá y,
de pronto:
-Alejandro, Alejandro, ¡cuidado!
Hassan me grita, quizá por tercera
vez, para que me haga a un lado, porque se me viene encima un burro, lleva la
carga de cajones llenos de envases de vidrio, lo trae un anciano con la cabeza
envuelta en la capucha verde de su chilaba que no puede detener su marcha. Me hago a un lado, para dejar pasar, de un
salto que me despabila, y entonces la veo a E., encontramos nuestros ojos y la
mirada de ella, con algo de entusiasmo e incredulidad, es un espejo de la mía.
No les creemos a nuestros ojos; Europa ya no existe más, no pudimos haber
estado allí hace uno o dos días, no puede seguir estando allí ahora. Hassan,
que espera a que nos decidamos a empezar el paseo, o a que por fin estemos en
estado de prestarle atención a lo que tenga que explicar, nos mira divertido,
asombrado de nuestro asombro. Todavía hay dos o tres personas ofreciéndome
cosas, una de ellas pone debajo de mi nariz una piedra aromática. Consigo
acercarme a E., pero no hay nada que decir más que misión cumplida, ahora sí,
llegamos, aquí estamos en las entrañas del Magreb, aturdidos por el bullicio;
esto es lo que buscábamos y supera lo que habíamos podido imaginar. Esta es la
antigua medina de Fez, y he aquí a los musulmanes que la habitan sobreviviendo,
es decir: rezan, compran y venden. Imagino, quizá sin equivocarme, que casi
todo tiene el mismo aspecto que ha de haber tenido varios siglos atrás, que en
esta cultura de radical tradicionalismo todo puede suceder en una eternidad
recelosa de las variaciones. Para nosotros, los occidentales, han sucedido, en
un sinfín de idas y vueltas, todo tipo de revoluciones filosóficas y políticas,
agonizamos, morimos y volvimos a nacer transitando nuevas costumbres en donde
todo se ha dado vuelta quince veces cada siglo; aquí, al contrario, todos
siguen, al igual que los abuelos de los abuelos, con los etéreos preceptos del
Islam, cada día releyendo un solo libro, el Corán. Todos visten chilabas,
calzan babuchas, llevan el sombrero de fieltro con forma de cubilete. ¿Qué es
la medina de Fez? No admite el singular: son los colores, los olores, los
ruidos, los animales, las miradas de las mujeres centelleando sobre el hijab y,
ante todo, las tiendas, las infinitas, singulares, irrepetibles tiendas, porque
todos los oficios, desempeñados del mismo modo que las generaciones anteriores,
se conglomeran en la medina, cada uno en su sector o zoco, pero entreverados de
cualquier modo: afiladores, curtidores, carpinteros, tintoreros, zapateros, caldereros,
carniceros, herreros, tejedores, orfebres, perfumistas, vidrieros. Entre ellos,
con la mirada perdida o suplicante, los mendigos y los tullidos; correteando
van los niños, prematuramente adultos en su afán de conseguir dinero; más
vistosas todavía, las mujeres, las mujeres musulmanas que fascinan al turista
con sus apenas entrevistos rostros, van y vienen llevando bolsas de fruta,
canastos de verdura, van y vienen con el cuerpo más pequeño que la mirada. Este
es un mundo de ojos; las expresiones de las miradas son las frases silenciosas
de un idioma muy hablado: seducción, ruego, desaprobación, desesperación, el
orgullo. Es posible, en la medina, sin decir una sola palabra, sin precisar
decirla, dejarse llevar por un elocuente laberinto de miradas y sentir
felicidad y angustia, rechazo y pasión, respeto y amargura, a veces todo al
mismo tiempo. Es inevitable: la medina nos satura. Llega el momento en el que
no aguantamos más, pero alguien nos da a oler una piedra de ámbar y entramos en
la órbita de nuevo. Dice Hassan:
-Estamos en Fez el Bali. En el siglo
XIII esta medina era el centro intelectual y cultural del reino de Marruecos.
Por entonces tenía unos 125.000 habitantes, y hoy hay cerca de… ¡Alejandro,
cuidado!
Tengo que echarme a un lado para que pase
otro burro cargado de lana. Detrás del burro, un niño transporta, empujando una
carreta, más lana. Ve que lo miramos y, encantado de la vida, posa para que le
saquemos una foto. Le doy unos dirham y me saluda. Me cuesta seguir las
explicaciones de Hassan. Quien lea esta crónica deberá perdonar la ausencia de
muchos detalles de interés histórico, sobre todo los enciclopédicos, pero en
este pueblo no hay nada más histórico y cultural que el cotidiano y tradicional
presente de este pueblo vestido de túnicas; de visita por Marruecos, el célebre
Enrique Santos Discépolo escribió que, en medio de tanta chilaba, le pareció
que los vestidos de las tiendas habían salido a pasear por sí solos. Es en sí
mismo un espectáculo esta mezcla de aromas y colores, todo mezclado, lo santo y
lo profano, las oraciones a Dios y los martillazos, las alfombras y los burros,
todo el cielo y el infierno desparramado entre anchos y altos cubos de
especias. Hay que palpar, oler, probar, hablar un poco con todo el mundo: el
otro existe, sus ojos se clavan en los nuestros, los cuerpos se chocan, nos
conmueve la pobreza, el orgullo y, sobre todo, la enorme devoción de un pueblo
que reza.
La primera vez que sucedió me pareció
un tanto gótico, casi tenebroso. Es un eco, una especie de sonido gutural pero
amplificado, parece el de la vocal “o” extendida a lo largo de un túnel
vehemente, como viniendo desde lejos, desde un milenio lejos. No sé de qué
medio se valen para amplificar esta voz, pero viene desde todos los puntos
cardinales: primero desde uno, después desde los otros, poco a poco ocupa toda
la medina, el país, el continente. Al oír este llamado tan solemne, algunos
musulmanes dejan lo que sea que estén haciendo, se descalzan, entran en la
mezquita más cercana o, en su defecto, se postran allí mismo donde estén para
abandonarse ante el creador de todo.
-Es el llamado de las oraciones –explica
Hassan-. Veremos algunas mezquitas, pero desde afuera. Ustedes no pueden
entrar. Para entrar hay que ser musulmán.
-¿Cuántas veces tienen que rezar por
día?
-Cinco veces.
El llamado a la oración es el Azán;
comúnmente lo lanzan desde la parte más alta del alminar de las mezquitas, y
pueden usar micrófonos, único recurso que los diferencia de sus antepasados. A
los musulmanes que se encargan de hacer este llamado se los llama almuédanos.
Si supiera árabe, más que el sonido prolongado de una vocal abierta, podría
distinguir algunas frases como ven a la
oración, no hay más Dios que Alá,
Dios es grande.
-Impresionante –le comento. Luego
agrega que, si sumáramos todos los llamados de todos los países islámicos del
mundo, que son ciertamente muchos, resultaría que en todo momento hay algún
llamado a la oración, que en verdad se trata de un sólo llamado que se extiende
a todo el mundo musulmán y, cuando termina en un país, empieza en el otro,
conformando un devoto círculo infinito.
Sarmiento, en 1847, escribió desde
Argelia que nuestras más devotas beatas se hubiera ruborizado ante la
religiosidad del pueblo árabe. Estoy seguro que no vio nada muy diferente a lo
que tengo esta tarde ante mis ojos. Uno no sabe lo que es un pueblo religioso
si no visitó un país musulmán. Si nosotros, desde nuestros ordinarios patrones
culturales, decimos que esta medina es como entrar en la Edad Media , esto se
debe a que, dentro de la evolución histórica de nuestra cultura, juzgamos la Edad Media como el
período de gran predominio religioso, y aquí sentimos, con respecto a lo
religioso, que nunca hubo otra cosa que lo equivalente a nuestra Edad Media.
Hay que resaltar de los árabes que son tan religiosos como comerciantes. Después
de rezar, los dos verbos que parecen agotar la vida árabe son comprar y vender.
A los viajeros nos venden, y nos venden de todo.
La medina es una tienda infinita. Los
tiendas son de todo tipo; algunas un establecimiento muy formal, casi un local;
otras parecen estar detrás de un hoyo
irregular de las paredes, a través del cual se asoma la encapuchada
cabeza de un hombre casi siempre barbudo; también hay marroquíes que se arrojan
al piso con lo que tengan, o van caminando con sus mercaderías a cuestas. Fez
es patria de artesanos, es difícil, al menos en la medina, ver productos de
fábrica, porque cada hombre o familia vende lo que ha hecho con sus propias
manos. Esto explica bien el regateo: sería realmente irrisoria la existencia de
tarifas fijas, así como absurda una ley de mercado propia de países
industriales que producen objetos en serie. Aquí cada objeto tiene un valor
único porque es único, y también debe ser único su precio. Uno no sabe para
dónde mirar, por doquier se amontonan lanas, pieles, alfombras, platos de
cobre, vestidos, teteras, pipas, pañuelos, babuchas. Los objetos nos rodean,
nos marean, nos enloquecen. Párate a ver uno, y enseguida vendrá a ti un
vendedor, y puede que te invite a entrar a su tienda; te mostrará todo el proceso de fabricación de
sus productos, tendrás que tomarte, para cumplir con las leyes de la cortesía,
una taza de té a la menta que servirán muy caliente. También los alimentos
exhiben su proceso. Recuerdo una tienda de pollos: en el mostrador, al alcance
de las moscas, los pollos muertos; por detrás, en unos estantes manchados de
sangre, los pollos vivos. Y uno va por la medina mientras ve cómo los
degüellan. La sangre se ve: en estas sociedades, al contrario de las nuestras,
el dolor está menos escondido, y por eso puede parecernos que todo es más cruel
simplemente porque es más auténtico, porque no podemos salir de compras sin ver
qué es lo que hay que hacer para tener servido un pollo en nuestra mesa.
Es difícil observar con detenimiento
las cosas que nos llaman la atención, prácticamente todas. Muchas veces vamos a
la carrera, como empujados por el alocado dinamismo de la población, y dejamos
atrás una tienda que luego no sabremos si la soñamos. Otras veces, aunque no
haya nada más deseado, rehusamos detenernos ante una tienda porque sabemos que
seremos exhortados a comprar todo lo que venda, disgustados sus dueños de ser
considerados como objetos de interés turístico. Veo, a la carrera, una de las
tantas tiendas humildísimas, adosadas a las paredes de este laberinto, un
cuartucho detrás de dos abiertas ventanas de madera. Es un carnicero. Sobre el
mostrador, que es del mismo material que las paredes, un alféizar más ancho que
lo necesario para la ventana, el hombre manipula pedazos de carne fresca con un
cuchillo en la mano. Debajo de la ventana hay una gruesa canasta llena de
caracoles en su salsa. Una pala azul de plástico, como las que usan los niños
en la playa, sirve para poner caracoles en una bolsa de consorcio, y también se
comen, así como vemos, listas para ser probadas, algunas cabezas de ganado.
Hassan nos invita a visitar unas
cuantas tiendas distinguidas. Conoce a todos los propietarios; los guías cobran
de los propietarios una comisión de la ganancia que dejen los turistas que les
llevan. Nos muestra un taller, aledaño a su tienda, en donde hacen todo tipo de
artesanías de lujo: fuentes, platos, adornos. Desde luego, nos muestran todo el
proceso y el problema es que, luego de tantas atenciones, uno se siente
obligado a comprar. Y comprar es regatear, y el regateo, para los occidentales,
es una faena muy desgastante y enojosa. Compro en esta tienda una pequeña
narguile para fumar. Mi primera experiencia de regateo es pésima: el hombre
resulta agresivo, irascible, casi intratable. Dicen que, si uno acepta a la
primera el precio que le ofrecen, el vendedor puede ofenderse, porque no se
concibe una compra sin el regateo, es la violación de la ley más cotidiana.
Esto no es del todo cierto: antes de ofenderse, pueden sentirse muy contentos
por haber vendido cualquier bagatela a un precio exorbitante. Por lo general,
hay que adquirir el producto a un precio que resulta cinco o seis veces
inferior al primero que se propone. Si te dicen 600 dirhan, hay que discutir
hasta llegar, como mínimo, a los 250. Cada céntimo que se rebaja cuesta gritos,
muecas, seños fruncidos, simulacros de retirada. Es mi primera vez, y no cuento
con la suficiente paciencia, de modo que me estafan de tal manera que salgo de
la tienda pensando que nunca más volveré a comprar nada en este país, ni un
vaso de agua en medio del desierto. Pero E. quisiera ver alguna cartera de
cuero y allí vamos, a los curtidores, una de las atracciones principales de
esta medina.
Los curtidores están en el barrio de
Chuara, cerca de la plaza es-Seffarin. Antes de visitarlos, Hassan nos comenta
con su mejor sonrisa:
-Puede oler mal porque, para teñir las
pieles, fabrican colores con elementos naturales, por ejemplo la misma mierda
de las palomas.
Subimos a la Terrasse de Tannerie, Belle Vue, ubicada al 6 de Hay
Lablida Choura Ancienne Médina, una tienda imprescindible, impresionante,
extraordinaria. Con o sin necesidad de pieles, todo viajero que visita la
medina de Fez viene a parar a este sitio. Desde el balcón se puede hacer esa
foto que sale en casi todas las guías turísticas: la curiosísima y antigua
construcción de un sitio de irregulares y grandes cubas, todas rodeadas de unas
precarias construcciones que, más que ventanas, parecen tener agujeros abiertos
por balas de cañón. Veo a los curtidores caminando entre las blancas cubas en
donde tiñen las pieles que ya estuvieron una semana bajo cal. Es un trabajo
insufrible, penoso, y se hace de manera tradicional, del mismo modo que se
hacía hace siglos, bajo un sol sofocante, saltando entre las bases irregulares
de estas piletas malolientes llenas de tintes naturales de un rojo amapola, un
amarillo azafrán, un marrón dátil. Me quedo viendo el espectáculo de esta
maraña de cubas para no estar en la tienda, para que no quieran explicarme todo
con el único propósito de vendérmelo. Pero ahí está E., discutiendo con un
vendedor para comprar una cartera. En esta tienda, si uno tiene el carácter y
la paciencia suficiente, comprará un abrigo de cuero, el mismo que cuesta 300
euros en Europa, a 100, pero si no tiene carácter y paciencia se lo llevará,
con suerte, a 400. Parece que E. se decidió a regatear: se queja, reformula
ofertas, debate, se agarra la cabeza, hace cuentas. Llegan a un acuerdo, es un
precio razonable, y el vendedor, luego de darle la mano, le dice, no se sabe si
en serio o en broma, que le gustaría tomarla como su segunda esposa. En ese
momento entro yo en escena, y este pretencioso vendedor, llamado Mohamed, un
petizo fornido y algo excedido de peso, me da un abrazo como un gesto de
amistad o de ironía, yo no sé, pero una vez que está abrazado, me levanta un
poco por el aire, sonríe con los dientes que le quedan hasta que digo bueno, ya
está bien, nos vamos. En todos lados dan ganas de entrar; una vez dentro, de
huir, y una vez que uno logró huir, de volver.
Salimos de la tienda y nos perdemos,
nuevamente, en un alocado laberinto de más tiendas, pasillos, talleres.
Recuerdo, en el zoco de los hilanderos, colgantes madejas de todos los colores exhalando
vahos de vapor en pasillos muy estrechos, para poder avanzar hay que apartarlas
con ambas manos. Habíamos empezado muy temprano este paseo, todavía está lejos
el mediodía, y yo ya estoy agotado, sobresaturado, mareado.
-Hassan, en cualquier momento lo que
te voy a preguntar es si hay farmacias.
-Hombre, claro, te mostraré una que...
-No, no, si era broma…
Pero ya estamos en la farmacia, y
Hassan abraza a su amigo el farmacéutico. Incluso aquí, si uno es extranjero y
está apurado por conseguir algún medicamento, antes que nada tendrá que hacerse
amigo del farmacéutico, oír su historia, la de su farmacia, y ver el proceso de
elaboración de algunos de sus remedios, la mayoría de ellos extrañas medicinas
naturales, depositadas dentro de viejos frascos o botellas llenas de arábicas
inscripciones. Para mi desgracia, E. le comenta al farmacéutico que yo tengo
siempre la nariz tapada, lo que se llama, en España, vegetaciones. El
farmacéutico, que nunca se saca una enorme sonrisa de la cara, me sienta en una
silla y empieza a aplicarme en la nariz, para que aspire, un algodón con no sé
qué cosa a la que llama Tapa. Es fuerte, picante, arde como el infierno al que
estoy condenado como buen infiel. Me tiene como tres cuartos de hora en esta
situación, sin siquiera dejarme para atender a algunas personas que entran a su
maldita farmacia, entre éstas dos turistas canadienses que, divertidas, me
sacan una foto. Pero debo admitir que el remedio me sienta de maravilla, y a
partir de entonces respiro como un ser humano. Antes de librarme de esta
visita, el farmacéutico me hace mojar el dedo con un aceite, me dice que me lo
meta en la nariz y, luego de otro fastidioso regateo, me vende una bolsita
llena de esta cosa picante pero efectiva que dilató mis fosas nasales.
Llega la hora de almorzar, y es una
suerte, porque estamos agotados, sudados, pegoteados, aturdidos. Entramos en un
lugar llamado Zohra. Aquí no se usan cubiertos para comer, hay que arreglarse
con las manos, me encanta. Excepto para los líquidos, que pueden tomarse con
cuchara, hay que mancharse los dedos. El ritual de la comida tiene carácter
colectivo, por supuesto: se echa lo que hay sobre una fuente común, a veces
sobre un fino y enorme pan, y todos comen, por decirlo así, del mismo plato.
Pruebo cuscús, el plato tradicional, hecho a base de sémola de trigo. De postre
tengo que tomarme unos cuantos vasos del té de menta casi hirviendo. Hubiera
preferido algunos dulces, porque los árabes son golosos, y hacen algunos que
son una maravilla. El dueño de este popular restaurante, con tres o cuatro
mesas pegadas, todas llenas de gente vociferando, es un anciano canoso, de
mirada bondadosa, que tiene dos esposas muy jóvenes.
Conversamos con Hassan sobre la
religión islámica, coincidencias y discrepancias con el cristianismo. Hassan
nos habla de las abluciones, sobre el cuidado que deben tener los musulmanes
cuando están impuros: en caso de ellos, después de tener sexo, y en cuanto a
ellas, cuando tienen la regla. También nos cuenta que, en los baños de las
casas, los retretes no pueden estar de frente a La Meca , y a veces esto genera
una disposición del mobiliario un tanto incómoda. Está claro que estos pueblos
no han separado la religión de ningún aspecto de la vida. Este almuerzo es
reparador. Estoy por fin sentado, y hablando solamente con tres o cuatro
personas, sin que el resto de la medina se me eche encima. Y la conversación,
de asuntos culturales, nos obliga a darle un plan más clásicamente cultural a
lo que sigue de la visita. Porque las nueve mil y una calles de esta medina,
además de las tiendas, los hornos y los baños públicos, se entreveran alrededor
de todo tipo de monumentos, palacios, mezquitas, plazas, medrazas, fuentes. Los
lugares religiosos no podremos visitarlos, por ejemplo la zagüía de Moulay Idris II, el fundador de la ciudad. Es un centro de
peregrinaciones, y a veces se ven a las mujeres que llegan con una vela en la
mano, para pedir la bendición. Rodeado de martillazos, dentro de la plaza
es-Seffarin, está la biblioteca de la mezquita más importante, la Qaraouiyine. Esta
biblioteca es del siglo IX, tiene 366 columnas y un patio de cerámica azul para
hacer abluciones.
Visitamos una antigua madraza. Las
madrazas, o medersas, son las academias religiosas donde se enseñaba la
teología coránica. Alojaban a los estudiantes que deseaban profundizar sus
conocimientos en materia de religión, retórica y derecho. Sin la autorización
del Sultán no podía enseñarse nada, y desde luego que no podía enseñarse nada
que fuera extraño a los inmutables cánones islámicos. Todas las madrazas tienen
que estar cerca de una mezquita y tener un patio rodeado de las celdas, es
decir, las habitaciones de los estudiantes. No está muy restaurada, pero esto
sucede con la mayoría de los monumentos de la medina. No es una lástima: se ve
todo más auténtico, se aprecia mejor la antigüedad, el olor del sitio, y uno
imagina, dentro de estas celdas, las historias que pudieron suceder en otros
tiempos.
Estamos
agotados. Ya no damos más. Le rogamos a Hassan que nos saque de la medina, y se
ríe, ¿acaso no queríamos movernos solos? Luego de todo el día en la medina, nos
resulta imposible orientarnos. Hay algunos pocos mojones que uno tiene que
fijar en su mente, y se trata de las puertas de las murallas, los mejores
puntos de referencia. Una de ellas es la llamada Bab Boujeloud, de un lado
esmaltada en azul, el color de Fez, y del otro en verde, el del Islam. Detrás
de su arco vemos el alminar de la mezquita Sidi Lezzaz, y además conduce a una
calle principal, la Tala
el-Kbira. Ya sobre el arco de la entrada sabemos que, luego de huir de la
medina, lo primero que haremos es desear, pese a todo, volver a visitarla al
día siguiente.
Vemos el Palacio Real de Fez, que no
se puede visitar. El rey no vive aquí, sino en Rabat, pero de todos modos no se
puede ver por dentro, lo cual es una lástima porque, sin ser nosotros
musulmanes, tampoco nos dejarán ver por dentro ningún tipo de lugar sagrado.
Vemos, desde fuera, las siete puertas doradas de este palacio, de un amarillo
resplandeciente que contrasta con el verde de los tejados y el rojo de las dos
banderas que flamean a sus extremos. La arquitectura árabe es preciosa,
compleja y sencilla al mismo tiempo, pero sobre todo lujosa, ostentosa sin
ningún tipo de pudor. La estética matemática de esta arquitectura nos recuerda
que las matemáticas se las debemos a ellos. Le decimos a Hassan que, ahora sí,
fuera del laberinto, preferimos manejarnos solos. Nos dice Salam Aleikum, para que nos familiaricemos con este saludo cuyo
significado es: que Alá te acompañe.
Cuando se nos dice Salam Aleikum,
debemos responder, invirtiendo el orden, Aleikum
Salam, que significa: que Alá te
acompañe a ti también. Y luego
agrega su última explicación:
-Fez es
color, olor y dolor.