miércoles, 9 de mayo de 2012

Marruecos: una visita a la medina de Fez.


Medina, palabra que se lee  مدينة  en su original árabe, significa ciudad, refiriéndose tradicionalmente a la de Arabia Saudita, cuna del profeta Mahoma. La palabra también se usa para referirse a la parte tradicional o antigua de las ciudades o los pueblos del Magreb, las tierras más occidentales del imperio del Islam. La medina de Fez se jacta de ser la más antigua y grande del mundo.  La UNESCO la declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad; los viajeros que la visitan suelen decir de ella que es un lugar maravilloso, inverosímil, en donde se sintieron dentro de una noche de las mil y una, pudiendo viajar por el tiempo o por otro mundo.
Antes de visitarla esto era lo único que sabíamos de ella y, además, que fue fundada en el siglo IX, que fue un antiguo centro cultural y capital nacional antes de Rabat, y que es todavía, lo mismo que hace once siglos, un místico laberinto en donde se entreveran más de nueve mil callejas superpobladas de unos muy comerciantes marroquíes. Se ingresa a la medina por unas puertas, en árabe "babs" y, una vez dentro, uno ya no sabe dónde está, para dónde va ni, mucho menos, cómo podría salir. Es casi imposible para un visitante ubicarse en este desquiciado entrevero de pasajes y pasillos; si uno observa un mapa de Fez, el espacio de la medina está en blanco.
Cuando llegamos a Marruecos sabíamos que nuestro objetivo principal de interés urbano era visitar este sitio. Habríamos volado directamente hacia Fez de haber habido un vuelo; tuvimos que entrar por Casablanca, y nada más poner un pie viajar hasta aquí en tren. Llegamos anoche, pasada la hora de cenar. Salimos del tren hacia una estación tan oscura que la poca luz que había provenía de la luna, suficiente para distinguir una alborotada multitud de sombras. Un hombre con una linterna nos guió hasta la salida; atravesamos un túnel que nos dejó en una plazoleta, donde nos rodeó un grupo de personas vociferando en árabe palabras que no entendíamos, se peleaban entre ellos para ganarse nuestra atención. Seguimos a uno de los que gritan taxi, taxi, y en cuestión de segundos nos abre la puerta de un descascarado Fiat 124, con una canasta en el techo en la que arrojamos nuestras maletas. Subimos atrás y vemos que, en el asiento del acompañante, viaja un hombre sin expresión en la cara, parece petrificado; lo saludamos pero ni se mueve. El conductor arranca y va a toda velocidad hacia la dirección de nuestro hotel, se suma a un tráfico que juzgo tres veces más alocado que el porteño. A mí no me había convencido del todo lo del canasto del techo, menos aún cuando veo que el auto se mete por calles oscuras y muy pobladas; algunas personas, en las esquinas, se acercan al auto y estiran las manos hacia el techo: me asomo a la ventana y compruebo que la gente se acerca a nuestro equipaje para acomodarlo, ya que las bruscas maniobras despiden las maletas para todos lados. Pasamos la noche y amanecemos dispuestos, ahora sí, a conocer la medina. Muy temprano por la mañana salimos a la calle; no habíamos dado un paso fuera del hotel cuando se nos presenta un hombre con credencial de guía oficial, esto es, autorizado, ya que el común de los marroquíes, en su diaria batalla por ganar dinero con el turismo, son todos guías improvisados, por más poco idóneos que sean para brindar este servicio. Con respecto a los guías, hay un dato que puede ser de utilidad: aunque uno conozca relativamente el terreno, puede ser conveniente contratar un guía, así sea para librarse de tener que negarle el servicio al resto del pueblo durante todo el día. Basta con preguntar a alguien una calle para que quiera, con insistencia, acompañarnos durante todo el paseo.  

-Mi nombre es Hassan –nos dice Hassan con una sonrisa, demostrando enseguida que sabe que nuestra lengua es el español y que él la domina mejor que nosotros. Le decimos que preferimos hacer las cosas por nuestra cuenta y nos da buenos motivos para cambiar de idea: en primer lugar, es muy aconsejable ir acompañados al menos la primera vez, para comprender sus características principales y saber ubicarnos mañana; finalmente, que él, ya considerado nuestro guía, es un hombre muy instruido e interesado por su país tanto como por la cultura española, y podrá darnos datos invalorables sobre todo.
-Hassan –le cuento-, ella es española pero yo no, soy argentino, y abre los ojos con asombro. No sabe qué decir sobre mi país, tiene muy pocos datos en su mente, pero como ya lo contratamos tendrá ocasión de preguntarme alguna cosa sobre un sitio tan exótico como Buenos Aires.
Es difícil narrar la entrada a la medina. Fue, de hecho, nuestra primera experiencia en regla con la cultura musulmana, y entramos por la puerta grande. No hubo, para esta experiencia, ningún tipo de situación preeliminar que no sean las palabras de Hassan aconsejándome que guarde bien la billetera, o al menos no puedo recordar nada más. Mi primer recuerdo de la medina es estar ya del todo envuelto por la medina, empujado, manoseado, invadido por la medina. Es como un cerrar y abrir de ojos en el que de pronto ya no está E., ni Hassan, ni América, ni Europa, ni el siglo XXI, nada más que un auténtico y repentino estado de mareo, como si acabase de recibir un golpe sin dolor en la cabeza, quizá de morder algún hongo alucinógeno de inesperado, intenso efecto. Pasa un tiempo, no sé cuánto, hasta que empiezo a distinguir del bullicio el sonido que corresponde a un martillazo, o el cacareo de una gallina, o el rodar de una vieja carreta, o el discurso para mí inteligible de algunos hombres que me exhortan a todo tipo de asuntos pidiéndome, sugiriéndome, rogándome o advirtiéndome. Alá, Alá, Alá y, de pronto:
-Alejandro, Alejandro, ¡cuidado!
Hassan me grita, quizá por tercera vez, para que me haga a un lado, porque se me viene encima un burro, lleva la carga de cajones llenos de envases de vidrio, lo trae un anciano con la cabeza envuelta en la capucha verde de su chilaba que no puede detener su marcha.  Me hago a un lado, para dejar pasar, de un salto que me despabila, y entonces la veo a E., encontramos nuestros ojos y la mirada de ella, con algo de entusiasmo e incredulidad, es un espejo de la mía. No les creemos a nuestros ojos; Europa ya no existe más, no pudimos haber estado allí hace uno o dos días, no puede seguir estando allí ahora. Hassan, que espera a que nos decidamos a empezar el paseo, o a que por fin estemos en estado de prestarle atención a lo que tenga que explicar, nos mira divertido, asombrado de nuestro asombro. Todavía hay dos o tres personas ofreciéndome cosas, una de ellas pone debajo de mi nariz una piedra aromática. Consigo acercarme a E., pero no hay nada que decir más que misión cumplida, ahora sí, llegamos, aquí estamos en las entrañas del Magreb, aturdidos por el bullicio; esto es lo que buscábamos y supera lo que habíamos podido imaginar. Esta es la antigua medina de Fez, y he aquí a los musulmanes que la habitan sobreviviendo, es decir: rezan, compran y venden. Imagino, quizá sin equivocarme, que casi todo tiene el mismo aspecto que ha de haber tenido varios siglos atrás, que en esta cultura de radical tradicionalismo todo puede suceder en una eternidad recelosa de las variaciones. Para nosotros, los occidentales, han sucedido, en un sinfín de idas y vueltas, todo tipo de revoluciones filosóficas y políticas, agonizamos, morimos y volvimos a nacer transitando nuevas costumbres en donde todo se ha dado vuelta quince veces cada siglo; aquí, al contrario, todos siguen, al igual que los abuelos de los abuelos, con los etéreos preceptos del Islam, cada día releyendo un solo libro, el Corán. Todos visten chilabas, calzan babuchas, llevan el sombrero de fieltro con forma de cubilete. ¿Qué es la medina de Fez? No admite el singular: son los colores, los olores, los ruidos, los animales, las miradas de las mujeres centelleando sobre el hijab y, ante todo, las tiendas, las infinitas, singulares, irrepetibles tiendas, porque todos los oficios, desempeñados del mismo modo que las generaciones anteriores, se conglomeran en la medina, cada uno en su sector o zoco, pero entreverados de cualquier modo: afiladores, curtidores, carpinteros, tintoreros, zapateros, caldereros, carniceros, herreros, tejedores, orfebres, perfumistas, vidrieros. Entre ellos, con la mirada perdida o suplicante, los mendigos y los tullidos; correteando van los niños, prematuramente adultos en su afán de conseguir dinero; más vistosas todavía, las mujeres, las mujeres musulmanas que fascinan al turista con sus apenas entrevistos rostros, van y vienen llevando bolsas de fruta, canastos de verdura, van y vienen con el cuerpo más pequeño que la mirada. Este es un mundo de ojos; las expresiones de las miradas son las frases silenciosas de un idioma muy hablado: seducción, ruego, desaprobación, desesperación, el orgullo. Es posible, en la medina, sin decir una sola palabra, sin precisar decirla, dejarse llevar por un elocuente laberinto de miradas y sentir felicidad y angustia, rechazo y pasión, respeto y amargura, a veces todo al mismo tiempo. Es inevitable: la medina nos satura. Llega el momento en el que no aguantamos más, pero alguien nos da a oler una piedra de ámbar y entramos en la órbita de nuevo. Dice Hassan:
-Estamos en Fez el Bali. En el siglo XIII esta medina era el centro intelectual y cultural del reino de Marruecos. Por entonces tenía unos 125.000 habitantes, y hoy hay cerca de… ¡Alejandro, cuidado!
Tengo que echarme a un lado para que pase otro burro cargado de lana. Detrás del burro, un niño transporta, empujando una carreta, más lana. Ve que lo miramos y, encantado de la vida, posa para que le saquemos una foto. Le doy unos dirham y me saluda. Me cuesta seguir las explicaciones de Hassan. Quien lea esta crónica deberá perdonar la ausencia de muchos detalles de interés histórico, sobre todo los enciclopédicos, pero en este pueblo no hay nada más histórico y cultural que el cotidiano y tradicional presente de este pueblo vestido de túnicas; de visita por Marruecos, el célebre Enrique Santos Discépolo escribió que, en medio de tanta chilaba, le pareció que los vestidos de las tiendas habían salido a pasear por sí solos. Es en sí mismo un espectáculo esta mezcla de aromas y colores, todo mezclado, lo santo y lo profano, las oraciones a Dios y los martillazos, las alfombras y los burros, todo el cielo y el infierno desparramado entre anchos y altos cubos de especias. Hay que palpar, oler, probar, hablar un poco con todo el mundo: el otro existe, sus ojos se clavan en los nuestros, los cuerpos se chocan, nos conmueve la pobreza, el orgullo y, sobre todo, la enorme devoción de un pueblo que reza.
La primera vez que sucedió me pareció un tanto gótico, casi tenebroso. Es un eco, una especie de sonido gutural pero amplificado, parece el de la vocal “o” extendida a lo largo de un túnel vehemente, como viniendo desde lejos, desde un milenio lejos. No sé de qué medio se valen para amplificar esta voz, pero viene desde todos los puntos cardinales: primero desde uno, después desde los otros, poco a poco ocupa toda la medina, el país, el continente. Al oír este llamado tan solemne, algunos musulmanes dejan lo que sea que estén haciendo, se descalzan, entran en la mezquita más cercana o, en su defecto, se postran allí mismo donde estén para abandonarse ante el creador de todo.
-Es el llamado de las oraciones –explica Hassan-. Veremos algunas mezquitas, pero desde afuera. Ustedes no pueden entrar. Para entrar hay que ser musulmán.
-¿Cuántas veces tienen que rezar por día?
-Cinco veces.
El llamado a la oración es el Azán; comúnmente lo lanzan desde la parte más alta del alminar de las mezquitas, y pueden usar micrófonos, único recurso que los diferencia de sus antepasados. A los musulmanes que se encargan de hacer este llamado se los llama almuédanos. Si supiera árabe, más que el sonido prolongado de una vocal abierta, podría distinguir algunas frases como ven a la oración, no hay más Dios que Alá, Dios es grande.
-Impresionante –le comento. Luego agrega que, si sumáramos todos los llamados de todos los países islámicos del mundo, que son ciertamente muchos, resultaría que en todo momento hay algún llamado a la oración, que en verdad se trata de un sólo llamado que se extiende a todo el mundo musulmán y, cuando termina en un país, empieza en el otro, conformando un devoto círculo infinito.
Sarmiento, en 1847, escribió desde Argelia que nuestras más devotas beatas se hubiera ruborizado ante la religiosidad del pueblo árabe. Estoy seguro que no vio nada muy diferente a lo que tengo esta tarde ante mis ojos. Uno no sabe lo que es un pueblo religioso si no visitó un país musulmán. Si nosotros, desde nuestros ordinarios patrones culturales, decimos que esta medina es como entrar en la Edad Media, esto se debe a que, dentro de la evolución histórica de nuestra cultura, juzgamos la Edad Media como el período de gran predominio religioso, y aquí sentimos, con respecto a lo religioso, que nunca hubo otra cosa que lo equivalente a nuestra Edad Media. Hay que resaltar de los árabes que son tan religiosos como comerciantes. Después de rezar, los dos verbos que parecen agotar la vida árabe son comprar y vender. A los viajeros nos venden, y nos venden de todo.
La medina es una tienda infinita. Los tiendas son de todo tipo; algunas un establecimiento muy formal, casi un local; otras parecen estar detrás de un hoyo  irregular de las paredes, a través del cual se asoma la encapuchada cabeza de un hombre casi siempre barbudo; también hay marroquíes que se arrojan al piso con lo que tengan, o van caminando con sus mercaderías a cuestas. Fez es patria de artesanos, es difícil, al menos en la medina, ver productos de fábrica, porque cada hombre o familia vende lo que ha hecho con sus propias manos. Esto explica bien el regateo: sería realmente irrisoria la existencia de tarifas fijas, así como absurda una ley de mercado propia de países industriales que producen objetos en serie. Aquí cada objeto tiene un valor único porque es único, y también debe ser único su precio. Uno no sabe para dónde mirar, por doquier se amontonan lanas, pieles, alfombras, platos de cobre, vestidos, teteras, pipas, pañuelos, babuchas. Los objetos nos rodean, nos marean, nos enloquecen. Párate a ver uno, y enseguida vendrá a ti un vendedor, y puede que te invite a entrar a su tienda;  te mostrará todo el proceso de fabricación de sus productos, tendrás que tomarte, para cumplir con las leyes de la cortesía, una taza de té a la menta que servirán muy caliente. También los alimentos exhiben su proceso. Recuerdo una tienda de pollos: en el mostrador, al alcance de las moscas, los pollos muertos; por detrás, en unos estantes manchados de sangre, los pollos vivos. Y uno va por la medina mientras ve cómo los degüellan. La sangre se ve: en estas sociedades, al contrario de las nuestras, el dolor está menos escondido, y por eso puede parecernos que todo es más cruel simplemente porque es más auténtico, porque no podemos salir de compras sin ver qué es lo que hay que hacer para tener servido un pollo en nuestra mesa.
Es difícil observar con detenimiento las cosas que nos llaman la atención, prácticamente todas. Muchas veces vamos a la carrera, como empujados por el alocado dinamismo de la población, y dejamos atrás una tienda que luego no sabremos si la soñamos. Otras veces, aunque no haya nada más deseado, rehusamos detenernos ante una tienda porque sabemos que seremos exhortados a comprar todo lo que venda, disgustados sus dueños de ser considerados como objetos de interés turístico. Veo, a la carrera, una de las tantas tiendas humildísimas, adosadas a las paredes de este laberinto, un cuartucho detrás de dos abiertas ventanas de madera. Es un carnicero. Sobre el mostrador, que es del mismo material que las paredes, un alféizar más ancho que lo necesario para la ventana, el hombre manipula pedazos de carne fresca con un cuchillo en la mano. Debajo de la ventana hay una gruesa canasta llena de caracoles en su salsa. Una pala azul de plástico, como las que usan los niños en la playa, sirve para poner caracoles en una bolsa de consorcio, y también se comen, así como vemos, listas para ser probadas, algunas cabezas de ganado.
Hassan nos invita a visitar unas cuantas tiendas distinguidas. Conoce a todos los propietarios; los guías cobran de los propietarios una comisión de la ganancia que dejen los turistas que les llevan. Nos muestra un taller, aledaño a su tienda, en donde hacen todo tipo de artesanías de lujo: fuentes, platos, adornos. Desde luego, nos muestran todo el proceso y el problema es que, luego de tantas atenciones, uno se siente obligado a comprar. Y comprar es regatear, y el regateo, para los occidentales, es una faena muy desgastante y enojosa. Compro en esta tienda una pequeña narguile para fumar. Mi primera experiencia de regateo es pésima: el hombre resulta agresivo, irascible, casi intratable. Dicen que, si uno acepta a la primera el precio que le ofrecen, el vendedor puede ofenderse, porque no se concibe una compra sin el regateo, es la violación de la ley más cotidiana. Esto no es del todo cierto: antes de ofenderse, pueden sentirse muy contentos por haber vendido cualquier bagatela a un precio exorbitante. Por lo general, hay que adquirir el producto a un precio que resulta cinco o seis veces inferior al primero que se propone. Si te dicen 600 dirhan, hay que discutir hasta llegar, como mínimo, a los 250. Cada céntimo que se rebaja cuesta gritos, muecas, seños fruncidos, simulacros de retirada. Es mi primera vez, y no cuento con la suficiente paciencia, de modo que me estafan de tal manera que salgo de la tienda pensando que nunca más volveré a comprar nada en este país, ni un vaso de agua en medio del desierto. Pero E. quisiera ver alguna cartera de cuero y allí vamos, a los curtidores, una de las atracciones principales de esta medina.
Los curtidores están en el barrio de Chuara, cerca de la plaza es-Seffarin. Antes de visitarlos, Hassan nos comenta con su mejor sonrisa:
-Puede oler mal porque, para teñir las pieles, fabrican colores con elementos naturales, por ejemplo la misma mierda de las palomas.
Subimos a la Terrasse de Tannerie, Belle Vue, ubicada al 6 de Hay Lablida Choura Ancienne Médina, una tienda imprescindible, impresionante, extraordinaria. Con o sin necesidad de pieles, todo viajero que visita la medina de Fez viene a parar a este sitio. Desde el balcón se puede hacer esa foto que sale en casi todas las guías turísticas: la curiosísima y antigua construcción de un sitio de irregulares y grandes cubas, todas rodeadas de unas precarias construcciones que, más que ventanas, parecen tener agujeros abiertos por balas de cañón. Veo a los curtidores caminando entre las blancas cubas en donde tiñen las pieles que ya estuvieron una semana bajo cal. Es un trabajo insufrible, penoso, y se hace de manera tradicional, del mismo modo que se hacía hace siglos, bajo un sol sofocante, saltando entre las bases irregulares de estas piletas malolientes llenas de tintes naturales de un rojo amapola, un amarillo azafrán, un marrón dátil. Me quedo viendo el espectáculo de esta maraña de cubas para no estar en la tienda, para que no quieran explicarme todo con el único propósito de vendérmelo. Pero ahí está E., discutiendo con un vendedor para comprar una cartera. En esta tienda, si uno tiene el carácter y la paciencia suficiente, comprará un abrigo de cuero, el mismo que cuesta 300 euros en Europa, a 100, pero si no tiene carácter y paciencia se lo llevará, con suerte, a 400. Parece que E. se decidió a regatear: se queja, reformula ofertas, debate, se agarra la cabeza, hace cuentas. Llegan a un acuerdo, es un precio razonable, y el vendedor, luego de darle la mano, le dice, no se sabe si en serio o en broma, que le gustaría tomarla como su segunda esposa. En ese momento entro yo en escena, y este pretencioso vendedor, llamado Mohamed, un petizo fornido y algo excedido de peso, me da un abrazo como un gesto de amistad o de ironía, yo no sé, pero una vez que está abrazado, me levanta un poco por el aire, sonríe con los dientes que le quedan hasta que digo bueno, ya está bien, nos vamos. En todos lados dan ganas de entrar; una vez dentro, de huir, y una vez que uno logró huir, de volver.
Salimos de la tienda y nos perdemos, nuevamente, en un alocado laberinto de más tiendas, pasillos, talleres. Recuerdo, en el zoco de los hilanderos, colgantes madejas de todos los colores exhalando vahos de vapor en pasillos muy estrechos, para poder avanzar hay que apartarlas con ambas manos. Habíamos empezado muy temprano este paseo, todavía está lejos el mediodía, y yo ya estoy agotado, sobresaturado, mareado.
-Hassan, en cualquier momento lo que te voy a preguntar es si hay farmacias.
-Hombre, claro, te mostraré una que...
-No, no, si era broma…
Pero ya estamos en la farmacia, y Hassan abraza a su amigo el farmacéutico. Incluso aquí, si uno es extranjero y está apurado por conseguir algún medicamento, antes que nada tendrá que hacerse amigo del farmacéutico, oír su historia, la de su farmacia, y ver el proceso de elaboración de algunos de sus remedios, la mayoría de ellos extrañas medicinas naturales, depositadas dentro de viejos frascos o botellas llenas de arábicas inscripciones. Para mi desgracia, E. le comenta al farmacéutico que yo tengo siempre la nariz tapada, lo que se llama, en España, vegetaciones. El farmacéutico, que nunca se saca una enorme sonrisa de la cara, me sienta en una silla y empieza a aplicarme en la nariz, para que aspire, un algodón con no sé qué cosa a la que llama Tapa. Es fuerte, picante, arde como el infierno al que estoy condenado como buen infiel. Me tiene como tres cuartos de hora en esta situación, sin siquiera dejarme para atender a algunas personas que entran a su maldita farmacia, entre éstas dos turistas canadienses que, divertidas, me sacan una foto. Pero debo admitir que el remedio me sienta de maravilla, y a partir de entonces respiro como un ser humano. Antes de librarme de esta visita, el farmacéutico me hace mojar el dedo con un aceite, me dice que me lo meta en la nariz y, luego de otro fastidioso regateo, me vende una bolsita llena de esta cosa picante pero efectiva que dilató mis fosas nasales.
Llega la hora de almorzar, y es una suerte, porque estamos agotados, sudados, pegoteados, aturdidos. Entramos en un lugar llamado Zohra. Aquí no se usan cubiertos para comer, hay que arreglarse con las manos, me encanta. Excepto para los líquidos, que pueden tomarse con cuchara, hay que mancharse los dedos. El ritual de la comida tiene carácter colectivo, por supuesto: se echa lo que hay sobre una fuente común, a veces sobre un fino y enorme pan, y todos comen, por decirlo así, del mismo plato. Pruebo cuscús, el plato tradicional, hecho a base de sémola de trigo. De postre tengo que tomarme unos cuantos vasos del té de menta casi hirviendo. Hubiera preferido algunos dulces, porque los árabes son golosos, y hacen algunos que son una maravilla. El dueño de este popular restaurante, con tres o cuatro mesas pegadas, todas llenas de gente vociferando, es un anciano canoso, de mirada bondadosa, que tiene dos esposas muy jóvenes.
Conversamos con Hassan sobre la religión islámica, coincidencias y discrepancias con el cristianismo. Hassan nos habla de las abluciones, sobre el cuidado que deben tener los musulmanes cuando están impuros: en caso de ellos, después de tener sexo, y en cuanto a ellas, cuando tienen la regla. También nos cuenta que, en los baños de las casas, los retretes no pueden estar de frente a La Meca, y a veces esto genera una disposición del mobiliario un tanto incómoda. Está claro que estos pueblos no han separado la religión de ningún aspecto de la vida. Este almuerzo es reparador. Estoy por fin sentado, y hablando solamente con tres o cuatro personas, sin que el resto de la medina se me eche encima. Y la conversación, de asuntos culturales, nos obliga a darle un plan más clásicamente cultural a lo que sigue de la visita. Porque las nueve mil y una calles de esta medina, además de las tiendas, los hornos y los baños públicos, se entreveran alrededor de todo tipo de monumentos, palacios, mezquitas, plazas, medrazas, fuentes. Los lugares religiosos no podremos visitarlos, por ejemplo la zagüía de Moulay Idris II, el fundador de la ciudad. Es un centro de peregrinaciones, y a veces se ven a las mujeres que llegan con una vela en la mano, para pedir la bendición. Rodeado de martillazos, dentro de la plaza es-Seffarin, está la biblioteca de la mezquita más importante, la Qaraouiyine. Esta biblioteca es del siglo IX, tiene 366 columnas y un patio de cerámica azul para hacer abluciones.
Visitamos una antigua madraza. Las madrazas, o medersas, son las academias religiosas donde se enseñaba la teología coránica. Alojaban a los estudiantes que deseaban profundizar sus conocimientos en materia de religión, retórica y derecho. Sin la autorización del Sultán no podía enseñarse nada, y desde luego que no podía enseñarse nada que fuera extraño a los inmutables cánones islámicos. Todas las madrazas tienen que estar cerca de una mezquita y tener un patio rodeado de las celdas, es decir, las habitaciones de los estudiantes. No está muy restaurada, pero esto sucede con la mayoría de los monumentos de la medina. No es una lástima: se ve todo más auténtico, se aprecia mejor la antigüedad, el olor del sitio, y uno imagina, dentro de estas celdas, las historias que pudieron suceder en otros tiempos.       
            Estamos agotados. Ya no damos más. Le rogamos a Hassan que nos saque de la medina, y se ríe, ¿acaso no queríamos movernos solos? Luego de todo el día en la medina, nos resulta imposible orientarnos. Hay algunos pocos mojones que uno tiene que fijar en su mente, y se trata de las puertas de las murallas, los mejores puntos de referencia. Una de ellas es la llamada Bab Boujeloud, de un lado esmaltada en azul, el color de Fez, y del otro en verde, el del Islam. Detrás de su arco vemos el alminar de la mezquita Sidi Lezzaz, y además conduce a una calle principal, la Tala el-Kbira. Ya sobre el arco de la entrada sabemos que, luego de huir de la medina, lo primero que haremos es desear, pese a todo, volver a visitarla al día siguiente.
Vemos el Palacio Real de Fez, que no se puede visitar. El rey no vive aquí, sino en Rabat, pero de todos modos no se puede ver por dentro, lo cual es una lástima porque, sin ser nosotros musulmanes, tampoco nos dejarán ver por dentro ningún tipo de lugar sagrado. Vemos, desde fuera, las siete puertas doradas de este palacio, de un amarillo resplandeciente que contrasta con el verde de los tejados y el rojo de las dos banderas que flamean a sus extremos. La arquitectura árabe es preciosa, compleja y sencilla al mismo tiempo, pero sobre todo lujosa, ostentosa sin ningún tipo de pudor. La estética matemática de esta arquitectura nos recuerda que las matemáticas se las debemos a ellos. Le decimos a Hassan que, ahora sí, fuera del laberinto, preferimos manejarnos solos. Nos dice Salam Aleikum, para que nos familiaricemos con este saludo cuyo significado es: que Alá te acompañe. Cuando se nos dice Salam Aleikum, debemos responder, invirtiendo el orden, Aleikum Salam, que significa: que Alá te acompañe a ti también.  Y luego agrega su última explicación:
            -Fez es color, olor y dolor. 





jueves, 26 de abril de 2012

Viajando a Potosí con Eli, la reina de Tica Tica


La noche nos sorprende sudados, hambrientos y embarrados. Viajo en un grupo compuesto por un santafecino, tres cordobesas, dos porteños y una finlandesa, todos unidos a los bolivianos que, a punto de abordar una flota de la empresa Diana Tours, nos llevará desde Uyuni hasta Potosí por el precio de cuarenta pesos bolivianos. El precio es muy económico pero bastante acorde con el servicio que ofrece este autobús viejo y destartalado.
         -Potosí, Potosí, ¡nos vamos! –advierte el vocero, y nos despedimos de un nublado y lluvioso pueblo de Uyuni, esperando nuestro turno para librarnos de las mochilas. Pisamos una vereda embarrada, llena de tiendas ambulantes. Un hombre se sube al techo del vehículo y debemos arrojarle nuestro empapado equipaje. Uyuni es sal y barro, charco y choza, chola y mochilero. Una vez que están todas las mochilas en el techo, se las cubre con una lona azul para darle varias vueltas de soga. Ya está todo guardado y el motor en marcha. El espacio es ciertamente reducido. Chocamos nuestros codos al menor movimiento; estoy incómodo y es difícil cambiar de posición, complicado moverse, imposible estirar las piernas hacia ningún lado.  Observo que sellan las ventanas con cinta adhesiva negra. El camino que nos espera es en gran medida de cornisa y carece de asfalto e iluminación; además de incómodo, es bastante peligroso.  También dedujimos que será largo, por lo tanto nos ocupamos, antes de emprenderlo, de comprar por medio peso boliviano el derecho de utilizar un reducido e inmundo sanitario, entrada que incluye un trozo de papel higiénico que se deshace antes de poder usarlo. Otra precaución es la de llevar algo de comida, de modo que, en una de las tantas tiendas callejeras, tuvimos que despertar, para comprar provisiones, a una mujer que cabeceaba abrigada entre sus ponchos y trenzas. Nos vendió dos anchos vasos de plástico llenos de pollo, mezclado con arroz y papa. En otra tienda regateamos la clásica botella de dos litros de agua. Ya tenemos todo lo necesario cuando, a duras penas, encajamos nuestros cuerpos en los asientos traseros. Le pregunto a la finlandesa si alguna vez había viajado así, me sonríe. La oscuridad es total, no puedo ni soñar con la posibilidad de escribir algo en la libreta. La flota se pone en marcha, de los chirriantes parlantes empieza a sonar la cumbia; ya no hay asientos libres pero sigue entrando gente que se acomoda en el piso, entre ellos una familia entera, con sus niños y abuelas, cargando canastas repletas de menesteres. Los engranajes del vehículo entran en debate, ¿nos desarmamos esta noche o esperamos otra década? Barro, poncho, cumbia, pasa el pueblo detrás de la ventana, pero no lo vemos, ¿cuánto durará la travesía? ¿Llegaremos, tal como está estipulado, a las dos de la mañana? ¿Habrá algo abierto en Potosí? Ya tenemos luna, apagan las luces, ahora solo vemos algunas sombras y, detrás de la ventana, el manto negro de una oscuridad que acaba de tragarse el paisaje andino. Tenemos hambre pero no sabemos si arriesgarnos con ese pollo, que no tiene el mejor aspecto. Sé que más adelante lo devoraré con todo gusto, será el momento en que el estómago diga ven Bolivia, ven, que ya estamos en la onda, a mancharse bien los dedos con el arroz y el pollo frío y, si no hay coraje, a mascar la coca, que esto avanza sin prisa y falta no se cuánto para llegar a Potosí, mientras tanto solo importa lo que pasa ahora.    
         En la oscuridad de la flota se enciende una luz que nos salva a todos de la incómoda monotonía de este viaje. La luz de esta profunda noche boliviana se llama Eli, que salió de entre un entramado de hermanos y canastas. Rompe el estereotipo nacional: habla mucho, no puede parar de hablar, nos ha descubierto y tiene cosas que contarnos, habla por todos los demás pasajeros, tan callados, con ese silencio resignado a esta vida de flota lenta y destartalada que no llega nunca.
         Eli tiene cuatro años y dos trenzas. Viste una pollera y un saquito, no podemos verla pero seguro que todo eso está lleno de colores. Está muy entusiasmada:
         -Yo voy a bailar mañana.
         -¿Ah sí? ¿Sabés bailar? ¿Quién te enseñó?
         -Yo ya sabía desde antes. Oye, ¿por qué tú hablas así?
         -Porque vengo de lejos.
         Como ya es tarde bajan un poco el volumen de la cumbia. Durante mucho tiempo las únicas voces que se oirán son las nuestras. Eli nos cuenta que en la mina va a la escuela, y que allí también baila. Tiene una hermana más chiquita, una más grande, una mamá. Todo esto sucede en Tica Tica.
         -¿En Tica Tica? ¿Es tu pueblo?
         -¡Claro gringo! Yo voy a bailar en Tica Tica, y me va a ver Dios.
         -¿Dios está en Tica Tica?
         -No, Dios vive en Sucre. Vive en una casa grande que está llena de comida, pero no le puedes pedir porque te castiga.
         Eli habla con absoluta seguridad y soltura. Es tan sentenciosa que se asombra de cualquiera que desconozca sus verdades. Eli es feliz.
         -¿Y Dios no sale de esa casa? –le pregunto, con mucha curiosidad.
         -No, no sale, porque si sale se ensucia.
         Durante un minuto nos quedamos mudos ante semejante afirmación. Sin embargo, me atrevo a cuestionar sus criterios:
         -Yo creo que a veces debe salir; mañana, por ejemplo, tiene que ir a verte bailar a Tica Tica.
         -¡Claro gringooo!
         Debe ser la primera vez que no me enojo ante un latinoamericano que me llama gringo, pero no puedo evitar preguntarle:
         -Eli, ¿qué son los gringos?
         -Uy, ¡en La Paz hay harto gringo!
         -Ajá. ¿Y son buenos o malos?
         -Son buenos, porque te compran chocolate.
         Mientras conversamos se va acercando, poco a poco, muy tímida, la hermana mayor de Eli, que se llama Zaira. Se apoya en un asiento cercano, como para escucharnos, pero con aire de no estar interesada. Al contrario de su hermanita, ni una sola palabra sale de su rostro cabizbajo, casi colgándole del cuello. Eli tiene que presentarla:
         -Ella es Zaira, mi hermana. Tiene doce años y en Navidad hizo el arroz.
         -¿Y a Papá Noel lo conocen?
         -¡Claro! ¡Él viene en un avión a matar policías!
         -¿Papá Noel viene en avión? ¿Y a matar policías? –pregunto estupefacto.
         -Sí, pero una vez Dios lo vio y lo chicoteó harto con un zapato. Estaba con las ovejitas.
         -Ah, ¿y las ovejitas las trajo en el avión ese?
      Eli me mira con ojos asombrados, como no dando crédito de mi ignorancia. Responde con tono indulgente:
         -Las ovejitas de Papá Noel vuelan…
         Desde algún punto de la penumbra, se escucha el ahogo de un pasajero que ya no pudo contener la risa. Me acomodo para intentar recibir la botella de agua que, viajando de mano en mano, viene desde una de las chicas cordobesas. Mientras tanto reflexiono sobre lo idiotas que somos los extranjeros, nuestras estúpidas preguntas, ¿para qué se van a subir a un avión las ovejitas, si las ovejitas vuelan? Cuando destapo la botella pongo su pico en la boca de Eli, inclinándola de a poco y con cuidado. Tiene mucha sed, toma un trago que dura el tiempo que aguanta sin respirar, y luego otro igual de largo. Además de sed, tiene mucha hambre. Nos cuenta que en lo que va del día no comió otra cosa que un poco de arroz y papa, al mediodía. Nuestros dos vasos llenos de pollo, ese plato que una hora antes teníamos reparos en consumir, se convierte en un manjar, un enorme privilegio. Cuando le damos a Eli la pechuga del primero de estos vasos, observo que la niña, antes de probar bocado, se baja de nuestros asientos para ir a compartirlo con su hermana y su madre, que está acurrucada en el piso un metro y medio más adelante. Vuelve por más pollo y otro trago de agua, está muy contenta y seguimos conversando. Repasamos la lista de vocales y de colores mientras la hermana mayor se va animando a acercarse un poco más, como si las manos de ese Dios invisible, el que vive en Sucre, la fueran empujando hasta el segundo vaso de pollo que ambiciona sin atreverse a pedir. Le damos el vaso y, sin decir palabra, lo toma y se vuelve hacia donde está su familia, para compartirlo con todos. Mientras tanto, Eli nos sigue contando cosas, se entretiene recitando, uno a uno, nuestros nombres; saco la libreta y trato, sin lograrlo, de anotar algunas frases pronunciadas en esta conversación. Eli me señala:
         -Y tú eres, y tú eres… ¡Alejandro! ¿Qué estás escribiendo gringo?
         Qué estoy escribiendo me pregunta, qué estoy escribiendo. Eli, estoy tratando de escribirte a ti, pero es difícil, hay en esta flota tanta incomodidad, y tanta vida, que no puedo escribir sobre esta noche que me regala tu país. ¿Qué estoy escribiendo? Buena pregunta, aunque mejor sería qué estoy tratando de escribir, tan incómodo, a oscuras, atravesando un camino de tierra y de cornisa en este país de hechos contundentes, donde quisiera que, en lugar de tinta, salga de mi lapicera la rústica pureza de la tierra, el color del hambre y de tus trenzas, la voz de ese Dios que vive en Sucre pero viaja a Tica Tica para ver tu baile entre los cerros.
         Eli tiene sueño, de repente. Despliega el poncho de su madre y se tiende con naturalidad a lo largo de nuestras piernas. Enseguida duerme, tal vez sueña con la mina, con una casa de adobe en Tica Tica, con su hermana más pequeña que gatea o la mayor que hace arroz, con la abuela que entra al gallinero o su madre tejiendo un gorro de quince colores, o tal vez con ese Dios que vive en Sucre en una casa llena de comida. Pasan dos horas hasta que su familia tiene que bajar, hemos de estar en Tica Tica, la primera parada del trayecto. No pudo despertar para despedirse, la devolvemos a su madre envuelta y dormida. Zaira, la hermana, antes de irse, se acerca para hablarme en serio, para decir las únicas palabras que pronuncia en todo el viaje:
         -¿Quieren llevársela?
         Bajo cinco minutos para estirar las piernas. En medio de la oscuridad apenas se ven del pueblo dos o tres construcciones de ladrillo a medio terminar, un perro escuálido y una pensión pobrísima. Una familia entera, cargando numerosas bolsas y canastas, desaparece en la oscuridad de un camino de tierra.
En lo que queda del viaje, ya no tengo margen para conmoverme. La primera vez que la flota se detiene conjeturo que pinchamos, porque el vehículo se inclina a mi izquierda y por momentos sube y baja oyéndose el choque metálico de algunas herramientas. Pero al poco tiempo sucede de nuevo, y ya parece improbable la posibilidad de pinchar tan seguido. No es difícil comprender que de cuando en cuando la flota se entierra en algún pozo demasiado cenagoso, y entonces es preciso hacer palanca y rellenar el charco con algunas piedras para seguir avanzando. Pero luego las paradas son más graves, y no menos numerosas. Basta explicar una de ellas para darse una idea general de todas. El procedimiento regular es el siguiente: bajan dos o tres hombres, los más expertos en estos menesteres, protegidos con unos overoles amarillos. Cuentan con palas, con sogas y con piedras que recolectan casi a ciegas, tanteando el cerro, al costado del camino. Al menos dos de ellos empiezan a cavar, mientras un tercero estudia la situación general y, arrojándose cuerpo a tierra al costado de la rueda, quita el agua enlodada a manotazos a medida que el hueco adquiere profundidad. Nunca falta un mochilero precavido que ofrece la luz de su linterna para alumbrar el objetivo de los cavadores. Cuando resulta evidente que la cosa requiere tiempo, que el problema es más hondo, del tamaño del pozo o de la ciénaga, poco a poco van bajando todos los pasajeros, algunos para ayudar, otros para tomar aire, y casi todos para empujar y alivianar el peso cuando llegue el momento de la gloria. Es en estas paradas cuando las cholas aprovechan para retirarse unos metros al costado del camino, casi entrando al cerro, y recogen sus polleras para hacer todo lo que necesitan hacer. Hay veces que nos engañamos, y parece que la flota puede seguir viaje. Entonces se prenden las luces y se ve la sombra de las mujeres incorporándose con las polleras a medio bajar, dispuestas a correr para no quedar en el medio del camino haciendo dedo. Pero las falsas alarmas son numerosas: siempre falta un poco más. Entonces empiezan a improvisarse más recursos: un gordo se aparece desde no se dónde con un enorme palo dispuesto a hacer palanca, y otros dos hombres llegan con más palas. ¿De dónde salieron tantas palas? De otra flota: cuando se queda una, las demás tienen que esperar, porque no hay más que un “carril”. Aquí todos estamos en la misma: los que se quedan obligan a quedarse a los que habían resistido el pozo. El camino se llena de sombras y de murmullos, pero lo más asombroso de todo es que no hay expresiones de asombro, porque todo esto es lo habitual.
Ya avanzado el pozo, retirada la mayor cantidad de ciénaga y puestas las piedras donde más conviene, empujo la flota con el barro hasta los tobillos junto a otros seis o siete que solicitan la colaboración de todos. Fuerza, fuerza, músculos tensados y dientes apretados, y la flota parece que quiere, pero vuelve; es preciso cavar un poco más, poner más piedras, sacar más agua. A la tercera, o tal vez a la cuarta empujada, somos nosotros los que tenemos que esquivar el pozo, y la flota ruge, enciende sus luces y vuelve a vivir. ¡Arranca, arranca! Pero no es conveniente que se detenga pronto, podría quedarse nuevamente: la flota avanza, avanza unos cuántos metros para tantear el terreno, avanza medio quilómetro, mientras todos nosotros, un poco desesperados, le seguimos el rastro en el medio de la noche. ¡Avanza, pero que pare ya! Corremos detrás de ella pisando charcos y tratando de no darnos de bruces contra el barro por culpa de alguna piedra; corremos a ciegas, a los gritos, hasta que empezamos a preocuparnos, ¿va a parar no? ¿Va a parar?
La flota se detiene, y todos somos felices. Nadie sabe cuánto vale esto, nadie sabe la alegría que se siente cuando uno puede seguir viaje luego de un altercado como éste; nadie sabe, hasta que llega a Bolivia, lo rico que puede ser un pollo con papas frías. ¡Ahora sí! Pero no cantemos victoria, porque a poco de salir, volvemos a detenernos, y lo relatado se relató una vez, pero no solamente una vez ha sucedido. ¿Otra vez? ¿Otra vez lo mismo? No tanto: debemos detenernos, porque se quedó la flota de adelante, y parece que hace rato que están intentando seguir. Algunos siguen durmiendo, otros bajan a tomar más aire, y otros ayudamos a los de adelante; hoy por ti y el kilómetro siguiente será por mí. ¿A qué hora llegaremos a Potosí? Si tenemos suerte, llegaremos a Potosí, y mañana veremos qué nos pasa, qué hacemos, qué comemos, dónde paramos o para dónde seguimos, porque Bolivia es así.  


enero del 2008

miércoles, 25 de abril de 2012

Ginebra, la ciudad perfecta


Walter Benjamin, célebre literato alemán, observa que el lujo de la ciudad de Berlín comienza sobre el asfalto, debido a la principesca anchura de sus veredas. En veredas como las de Berlín, el más pobre de los transeúntes puede sentirse un gran señor que pasea por la explanada de su castillo. Yo, que posiblemente sea el más pobre de entre todos los que pasean por Ginebra, olvido mi situación económica debido a razones urbanas: en Ginebra cualquier peatón puede sentir que está paseando por los jardines de su mansión, hasta cuando sale a comprar un paquete de fideos.
La abundancia de productos de lujo, la esplendorosa joyería de los escaparates, las arregladas flores de los numerosos parques y otra cantidad de cosas por el estilo se hacen tan cotidianas a la vista que pueden equivaler, si nos sentimos en casa, a los valiosos jarrones o pinturas que engalanan nuestro salón. Siendo así, no es extraño que un ciudadano ginebrino, con su característica severidad, se moleste tanto ante el transeúnte que arroja un papel a la vía pública, tal como si hubiera sido arrojado sobre la alfombra de su sala de billar. Beber agua de las fuentes potables de esta ciudad es como llenar la copa en el ponche de la sala de baile, y hacer pis en el Lago Lemán sería algo así como mearse en la pecera de nuestro respetable anfitrión.
            En la rue de la Tour-de-l'Ile sobresale el Banco Safdie, elegante edificio francés adosado a una antigua torre. Tiene un reloj enorme de dorados números romanos. Es el punto más antiguo de la ciudad, con información tallada en letras mayúsculas: “Jules Cesar, dans ses commentaires, mentionne son passage a Geneve au debut de la guerre des gaules 58 abs avant J-C”. Cada hora suena la austera campana de la cúpula. Al solemne son de este tañido, cuando comienza a oscurecer, Ginebra deja de ser una ciudad para convertirse en un pueblo que se va a dormir temprano, con un silencio cortés.



La casa está en orden. Oscurece, me siento a escribir en uno de los tantos bancos que están frente al lago. Los pájaros revolotean por encima de los patos y solo oigo el barullo que causa el viento sacudiendo los veleros de las embarcaciones. Experimento una profunda sensación de soledad. No se trata de una soledad metafísica, lírica o filosófica. Es, no tengo dudas, una soledad urbana que, a esta altura, me permito calificar de ginebrina. La soledad ginebrina se siente en todo el cuerpo al igual que una lluvia helada. Oprime la garganta, angustia. Es el círculo de un reloj de pared en el salón de una casa antigua, rica y triste, con el monótono avance de la aguja frente a un anciano, único habitante que, en sus últimos años, la observa sabiendo que no le queda nada por hacer en la vida. Se puede pasear por estas calles durante horas, pararse frente a las tiendas, utilizar el transporte público, todo esto sin haber hablado con nadie ni haber visto que los demás lo hagan.
Ginebra es una ciudad ideal para ser un solitario entre otros solitarios. Hay, entre los solitarios, un acuerdo tácito: mantener todo lo que sostiene esta situación de soledad. Se relacionarán lo que sea indispensable para lograr esto, no más. Para que esta soledad no se quiebre, es necesario que no haya conflictos, relaciones, intercambios, y la ciudad parece actuar en función de este ideal. Dentro del trato mínimo e indispensable que es necesario para mantener las cosas en funcionamiento, hay que cumplir, como parte de los deberes cívicos, con una suma de fórmulas cordiales, frases hechas, convenciones por medio de las cuales uno puede, más que estar con otros, tolerarlos durante unos pocos minutos. En Ginebra hay frases que se oyen todo el tiempo:
-Bon après midi.
-Bonne fin de soirée.
Compras un simple caramelo y el vendedor te dirá buenos días, tome su vuelto por favor, que lo disfrute, muchas gracias, que tenga un buen día y que pase un mejor fin de semana, hasta luego. Al principio, uno se queda maravillado ante esta extraordinaria cortesía. Durante un minuto podríamos pensar que los ginebrinos son los seres más amables y filantrópicos del universo, pero qué error tan grosero. Poco tardamos en advertir que se trata de meras convenciones, dichas en todo momento y a toda persona, sin conllevar nunca una puerta abierta hacia ningún género de confianza, intimidad, verdadero interés por el prójimo o simpatía. En pueblos pobres de Latinoamérica, gente hosca y de pocas palabras no tuvo problema en invitarme a dormir en su casa. Aquí, el que me vendió ese caramelo, luego de despedirme con el deseo de que tenga un buen fin de semana, ya puede verme caer en un pozo del que quedo colgado, notar que solo necesito una mano para no caer al vacío, y quedar ahí tan tranquilo, hasta conservando la cordial sonrisa, sin que le competa en nada la acción de darme un elemental auxilio, porque él solo tenía que ser cortés con un cliente, para lo demás que vengan los de la Cruz Roja.
De todas las frases que se oyen todo el tiempo, hay dos que, antes del bonjour, del del s'il vous plaît  y del au revoir, me producen una irritación particular: merci y pardon. Serán pronunciadas con tanta afectada frecuencia que terminarán por enloquecernos. En Ginebra hay que decir merci y pardon, como mínimo, cincuenta veces por día. Algunas de esas veces ni siquiera tendrán sentido, pueden decirse cuando uno roza a otro, estornuda o se tropieza, sirven para todo, hasta se la dice uno a sí mismo cuando resbala con la nieve. Es difícil, hasta que pase un tiempo después de haber estado en Ginebra, quitárselas de la cabeza. El año pasado, de regreso a Buenos Aires, le dije merci al estupefacto oficial argentino que me selló el pasaporte. Y, por supuesto, se le dice bonjour al desconocido que se cruza con nosotros en las calles de las comunas. Con la característica tonada ginebrina, ese acento más musical y cantarín que el del francés parisino, oímos todo el tiempo estas frases que marcan las fronteras de un trato definido, premeditado, regulador del inevitable encuentro con el otro que tiene lugar en toda ciudad. Es una manera eficaz de mantener un cierto tipo de vida social que nos libere de una verdadera cercanía o compromiso con el resto de los mortales. Forma parte de las concesiones que un solitario debe hacer para seguir en soledad. Pero, por encima de estas convenciones, debe regir como administrador de la vida social un sistema adecuado. Cuanto más perfecto sea el sistema, menos necesidad habrá de relacionarse con los otros, hasta llegar al punto de que, una vez dicho pardon y merci una docena de veces, uno puede relacionarse solamente con este sistema de todos y de nadie que garantiza el anonimato, la reserva, la invisibilidad, ventajas de particular conveniencia para los que tienen bienes que los demás codician.          
Me paro durante un instante para buscar un cigarrillo y encenderlo. Camino unos metros hacia el lago y regreso, oigo el sonido seco de cada paso y es angustiante. Fumo dos o tres pitadas y me sucede algo muy ginebrino: sentirme en falta por arrojar ceniza al asfalto. Esto puede estar mal; imagino que alguien, salido de repente no sé de dónde, podría venir a reconvenirme, incluso a convencerme, luego de una serie de razones cívicas y médicas, formuladas con rigidez pero con total derecho, de que lo que acabo de hacer, empezando por fumar, está mal, muy mal, y que yo sería una persona mejor si no volviera a hacerlo.
Un buen escritor es capaz de resumir todas estas páginas que estoy escribiendo en un solo párrafo. Con respecto a Suiza, lo mejor que leí sobre este país es un párrafo de Ernesto Sábato. En Sobre Héroes y Tumbas, Fernando Vidal Olmos, su gran personaje, dedica a Suiza unas pocas palabras para decir más de lo que yo soy capaz en un libro entero:

“La primera vez que pasé por ese país tuve la sensación de que era barrido totalmente cada mañana por las amas de casa (echando, por supuesto, la tierra a Italia).Y fue tan poderosa la impresión que repensé la mitología nacional. Las anécdotas son esencialmente verdaderas porque son inventadas, porque se las inventa pieza por pieza, para ajustarlas exactamente a un individuo. Algo semejante sucede con los mitos nacionales, que son fabricados a propósito para describir el alma de un país, y así se me ocurrió en esa circunstancia que la leyenda de Guillermo Tell describía con fidelidad el alma suiza: cuando el arquero le dio con la flecha en la manzana, seguramente en el medio exacto de la manzana, se perdieron la única oportunidad histórica de tener una gran tragedia nacional. ¿Qué puede esperarse de un país semejante? Una raza de relojeros, en el mejor de los casos”.

Insuperable, pero el libro que me acompaña en este viaje lo escribió Fernando Pessoa. En una de las tantas páginas de Soares que abro al azar leo la siguiente frase: “Adoramos la perfección, porque no la podemos tener; nos repugnaría si la tuviéramos. Lo perfecto es lo inhumano, pues lo humano es lo imperfecto”.
¿Adoramos la perfección? Algo de esto hay, indudablemente, en la naturaleza humana. Los griegos, que inventaron la cultura occidental, nos legaron el poema de un mundo de ideas puras, de arquetipos intemporales, una eternidad armónica en la que, al menos filosóficamente, podemos refugiarnos de la imperfección. También la hermosa filosofía budista nos propone, como ideal máximo de vida, un estado similar al de la muerte.  Sin embargo, también hay algo de lo otro: la pasión, el azar, la aventura, la deliciosa imprevisibilidad de la imperfecta vida humana. La ciudad de Ginebra, más apolínea que dionisíaca, parece haber resuelto la extirpación de las pasiones. ¿Realmente gozan los ginebrinos de este ascetismo calvinista? Leo en un artículo el siguiente informe:

“Cada año se matan en Suiza entre 1.300 y 1.400 personas, lo que da 4 muertos por día y representa una tasa de 19,1 suicidios cada 100 habitantes. Esta es superior al promedio mundial, que es de 14,5 cada 100 mil habitantes, y en el contexto europeo ubica al país al mismo nivel que Austria, Bélgica y Francia. Las muertes por suicidio superan a las causadas por accidentes de tránsito, consumo de drogas y SIDA juntos. Con las muertes por accidentes de tránsito y SIDA en disminución, el suicidio es la principal causa de muerte de los varones de entre 14 y 44 años. En conjunto, el 10% de la población intenta suicidarse al menos una vez. El informe de la Oficina Federal de la Salud Pública dice que “no se dispone apenas de conocimientos científicos que permitan explicar por qué Suiza tiene una tasa de suicidios relativamente alta en comparación con sus vecinos”.

            Me roba una irónica sonrisa aquello de que la Oficina Federal de la Salud Pública observe que no hay, para esto, conocimientos científicos. Este organismo, que delata en sus criterios un ridículo positivismo sociológico, así sea por el mero hecho de contemplar la posibilidad de que existan, para explicar los suicidios, conocimientos científicos, más bien debería dejar hablar a los filósofos y a los poetas a no ser que, de tan platónicos, hayan decretado el destierro de los mismos, tal como sugiere el filósofo griego en la República. A mí me parece natural que haya tantos suicidios en una sociedad que no hace más que buscar la perfección. ¿Acaso la perfección sirve para otra cosa que para fumar el último cigarrillo y pegarse un perfecto tiro?
            Este estilo de vida ginebrino, solitario, prudente, calculado, ordenado, es sin duda una de las particularidades que ocasionan el interés de los visitantes. Nunca falta alguien que, habiendo pasado por aquí, cuenta algo sobre lo ordenada que es la ciudad y sus ciudadanos. Sin embargo, poco se ha escrito sobre Ginebra. Pareciera que la misma perfección de la ciudad resiente la escritura sobre ella. Como si uno no encontrase mucho que decir sobre un sitio que no ofrece imperfecciones. Por cierto hábito literario, se tiende a escribir sobre sobresaltos, tragedias, escándalos, aventuras, en tanto que un sistema de correcto y regular funcionamiento queda marginado de los grandes relatos de lo extraordinario. Sin embargo, yo creo que, en Ginebra, lo extraordinario existe, y se trata justamente de esta tendencia a que nada extraordinario suceda. Bien pensado, esto es algo realmente extraordinario. Un lugar que parece destacarse porque no haya nada nuevo que contar es un lugar que tiene, justamente, esta rareza digna de ser narrada.     
            Solamente conozco un libro sobre Ginebra. Lo escribió una española, la catalana Rosa Regàs, luego de haber habitado la ciudad como funcionaria de uno de los organismos internacionales. El título del libro es, sin más, Ginebra. Se lo encargó el director de una colección sobre ciudades. Se trata de un libro muy malo, y se nota que cumple con un encargo. Como la ciudad que describe, es eficiente pero demasiado acotado, fresco pero sobrio, y lo único que realmente me interesó fue la ordenación de una serie de datos y de impresiones sobre la vida ginebrina que eran las previsibles. De este libro rescato lo único que considero que vale la pena, algunas anécdotas de esas que, en Ginebra, uno oye todo el tiempo sobre el estilo de vida ginebrino, y algún que otro párrafo como por ejemplo este:

“Además de no mirar, el ginebrino no gesticula ni tiene expresión en la cara. No gesticula porque no habla, no se asusta porque nada ocurre, no ríe porque no hay nada de que reír, no se sorprende porque no hay nada de que sorprenderse y no chilla porque no hay nada que sobresalga lo suficiente de la normalidad como para provocar un chillido”.

            Por mi parte, muchas veces he sentido, luego de largos paseos por Ginebra, que esta ciudad debería estar habitada por estatuas.
            Alguien podría decir que son numerosos los pueblos en los que todo sucede según una monótona rutina. Pero Ginebra no es un pueblo, es una célebre ciudad, uno de los grandes centros financieros del mundo y, para colmo, sus habitantes no son la homogénea progenie de una raza o etnia determinada: son ciudadanos de todos los países del mundo. Resulta inquietante observar que este ejemplo de armonía cívica funciona en un grupo humano tan heterogéneo. En este sentido, tampoco es válido recordar que la afrancesada Ginebra, el último cantón en unirse a la Confederación, es la ciudad menos suiza de Suiza, y que el verdadero espíritu de perfección helvético se halla más bien en los demás pueblos del país, casi todos rurales. No me resulta tan asombroso observar esta tendencia a la perfección en un pueblo suizo, eminentemente rural, habitado por suizos de varias generaciones. Lo asombroso es observarlo en esta ciudad heterogénea, sin duda la más multiracial del mundo, con todo el cosmopolitismo que la caracteriza.
            Si uno quisiera describir aquellos rasgos que hacen de Ginebra una ciudad tan ordenada, no sabe por dónde empezar. Mejor aún, da igual por dónde sea que uno empiece: finalmente todo terminará articulándose y, cada una de las partes, acabarán, en conjunto, dando la impresión de un todo armónico. El mismo espíritu de eficiencia, higiene, orden y reserva rige en el modo de administrar los servicios públicos, en el sistema de limpieza de los parques, los hábitos nocturnos, el estilo de la prensa, las excursiones, el interior de las casas. Cada detalle forma parte de un plan general. Hasta la Fiesta de la Música, extraordinario evento de tres días que se realiza una vez al año, se desenvuelve con extremado orden y organización, de modo tal que termina de dar su concierto una banda de heavy metal y a los cinco minutos ya juntaron los papeles del piso.  Recuerdo mi primera tarde en Ginebra.  Me habían comentado detrás de que líneas no se puede estacionar y, si uno lo hace, no tiene muchas posibilidades de quedar impune, no tanto porque las autoridades lo descubran: los ciudadanos denuncian. En efecto, veo un auto estacionar en un lugar prohibido. Recuerdo que tenía patente rusa. El segundo de los ciudadanos que pasó por allí, lo vi con mis propios ojos, sacó su teléfono e hizo la denuncia. Al instante estaba allí el inspector haciendo la multa. Yo, recién aterrizado desde la neurótica Buenos Aires, lo primero que pensé fue que estaba en una ciudad de viles delatores, seres obsecuentes y vendidos al sistema. Pero eso es un error: los ciudadanos ginebrinos no son ni obsecuentes ni vendidos al sistema. Es más simple: son el sistema. El Estado no es un poder paternalista que impone, por la fuerza, una serie de leyes y costumbres a una turba convulsionada. El Estado es aquí la ciudadanía: los ciudadanos, defendiendo al Estado, se defienden a sí mismos. Ellos cumplen con el Estado porque el Estado cumple con ellos. Rosa Regàs recuerda algunas de esas votaciones que llaman la atención del visitante. En una oportunidad los ginebrinos votaron contra el aumento de vacaciones anuales. Reflexionaron que esta semana adicional implicaría un gasto extra para el erario público, y por lo tanto ellos mismos contribuirían a pagar este gasto. En otra oportunidad votaron a favor de un impuesto en autopistas por entonces gratuitas, comprendiendo que el impuesto repartía el gasto de mantenimiento entre los usuarios.  Ginebra es una obra de arte cívico, quizás uno de los pocos lugares del mundo en donde, luego de leer un texto de educación cívica, no se tiene la sensación de haber leído una novela de ciencia ficción. 
            Desde luego que las calles son limpias. Ni un solo papel injuria las impecables aceras de la ciudad. En todos los barrios hay numerosos contenedores de basura, todos tan bien puestos que hasta da pena arrojarles desperdicios, pero a nadie se le ocurre arrojar basura en otro lado. Estos contenedores están clasificados según el tipo de deshechos: uno para papeles, otro para latas, uno para botellas verdes, otro para botellas blancas. La basura se recicla y se publican las cifras de lo que supone este ahorro. Igualmente inconcebible es la posibilidad de que la ciudad se vea ensuciada por las necesidades de los numerosísimos perros de todas las razas que pasean junto a sus dueños, de todas las naciones. Para las defecaciones de estos perros, todos ellos registrados, vacunados y bien educados, siempre hay una caninnete, casilla provista de unas bolsas rojas especiales. No vaya a creerse que en Ginebra, se trate de un animal o de una cosa, algo quedará fuera del sistema. También las bicicletas deben tener su documentación y su placa. En toda la ciudad hay carriles especiales para ellas, y no es asombroso verlas sin cadena, en ausencia de sus dueños. En cuanto a los carriles, además de haberlos especiales para los autobuses, los taxis y los ciclistas, hay que añadir que no se limitan a señalar, con eficientes inscripciones, cuándo hay que girar a la izquierda o a la derecha: también indican los nombres de los barrios a los que uno llega si los sigue.
Un ginebrino no puede sentir, en ningún momento, que el sistema lo abandona. Necesita que lo lleve del brazo todo el tiempo, indicando lo que sucede y lo que puede suceder después. Y ningún verbo es más pertinente que el verbo indicar. En Ginebra todo está indicado: los horarios de llegada de los autobuses, el precio de cada mercadería en la vidriera, el estado del clima y de los caminos, la cantidad de calorías, grasas, minerales y vitaminas de cada uno de los productos del supermercado. En su buzón del correo, los ginebrinos reciben cada día todo tipo de folletos que contienen, además de la información inherente a las cuestiones urbanas, el catálogo de las novedades de productos. Continuamente se publican librillos como la Guide practique de Genève en donde uno se entera de la completa y actualizada lista  de restaurantes, comercios, inmobiliarias, hoteles, museos, excursiones y todo tipo de servicios, cada uno de ellos con el detalle de la dirección, los teléfonos, la página web, los horarios, las tarifas. El ciudadano ginebrino siempre tiene a mano toda la información que necesita para tenerlo todo previsto, para poder salir de su casa ya sabiendo a dónde va, a qué hora tiene que llegar, hasta qué hora puede quedarse, cuánto le costará, y sabe que esa información no va a fallarle ni por un céntimo, un segundo, una calle. Resulta innecesario tener que preguntar nada a nadie, preguntar es casi de mal gusto, un gesto que revela que uno no se tomó el trabajo de informarse, siendo este servicio de información sumamente accesible y, utilizarlo, el primer deber cívico. Y realmente funciona, ya que, en realidad, pocas veces tuve la necesidad de preguntar algo a alguien, y esta es una de las ventajas que tienen los solitarios: la ciudad parece hecha para ellos, para la gente que quiere que el resto del mundo la deje en paz, para no tener que hablar con nadie ni saber nada de nadie. Ciertamente, son propias de la ciudad ciertas características que parecen haber sido pensadas para la gente que vive sola. En los supermercados se destacan los platos hechos, como recién servidos en un restaurante, listos para el consumo de una sola persona, así como abundan, en el mercado inmobiliario, los apartamentos de un solo ambiente, y las mesas para uno en los bares y restaurantes. Y uno ve que, en efecto, la ciudad está llena de gente que anda sola. Pocas veces he visto a dos desconocidos trabar diálogo, ni siquiera estando en el mismo banco del mismo parque, y jamás se hablan los pasajeros de los autobuses, aunque evidentemente se conozcan las caras por ser compañeros de rutina. Este estado de aislamiento en el que parecen sumirse los ginebrinos resulta tanto más extraño tratándose de una ciudad pequeña, de muy pocos habitantes, con todas las características sociales y demográficas dispuestas para que la gente se conozca. Pero Ginebra es calvinista, y al ginebrino le gusta la soledad, la reserva, el aislamiento, y nada está peor visto que la ostentación, la popularidad, el personalismo, el escándalo. Tampoco quieren nada de esto los empresarios o políticos que llegan a Ginebra para abrir cuentas numeradas o entablar negociaciones. De hecho, siendo ésta una de las ciudades más ricas del mundo, no sobresale de ningún modo por el esplendor de sus propiedades ni de sus habitantes. Las casas son ricas, pero discretas, y esta misma discreción parece extenderse a todo, como los bancos mismos que, siendo los que manejan las fortunas más colosales del planeta, son establecimientos del todo sencillos, casi ordinarios, muchas veces señalizados con una pequeña placa; lejos de convencer por medio de mármoles verdes y salones lujosos, se ganan la confianza de sus clientes debido a una suma de virtudes que son las del país, la de la economía del país, las del calvinismo: la experiencia milenaria de sus banqueros, la prudencia y la eficacia de las gestiones, la certeza de que al pan se le llamará pan y vino al vino, el profundo y profesional conocimiento de todo lo relativo a la buena administración del dinero.
Sería injusto decir que el secreto bancario, presente en tantos otros sitios del mundo como Andorra, Panamá, Las Bahamas, Hong Kong o Uruguay, explique el legendario interés que despiertan los bancos suizos; la tradición de excelencia bancaria de este país, que data de siete siglos de antigüedad, es ciertamente anterior a esta Suiza devenida en un centro financiero internacional, de modo que es la real seriedad y confiabilidad de los suizos lo que garantiza la seguridad de los negocios.
Todavía en el año 1871 un viajero como Lucio Mansilla, entonces coronel, podía decir de Suiza lo siguiente:

“El europeo ama la montaña, el argentino la llanura.
Esto caracteriza dos tendencias.
Desde las alturas físicas, se contemplan mejor las alturas morales.
Los pueblos más libres y felices del mundo son los que viven en los picos de la tierra.
Ved la Suiza”.

Hoy en día nos resulta extraño asociar el nombre de Suiza con las alturas morales. Hace ya un buen tiempo que asociamos el nombre de Suiza con la más inmoral especulación capitalista, el lavado de dinero, la protección de las fortunas obtenidas a costa del sufrimiento ajeno. Sin embargo, cualquiera que haya realmente visitado Suiza habrá advertido que, si este país se convirtió en un modelo de eficiencia y seguridad, molde en el que luego se ha volcado toda la iniquidad capitalista, no se debe a un ordinario espíritu de ambición: hay algo más, hay aquí una verdadera vocación de orden, eficiencia y seguridad que trasciende la cuestión bancaria, incluso doy por hecho que el sistema bancario es, aunque importantísimo, sólo un aspecto de esta seriedad, de esta discreción, de esta tendencia a la máxima eficacia con la mínima ostentación porque, como puede observar cualquiera que haya habitado esta ciudad, todos estos hábitos y costumbres conforman un tradicional modelo de vida que se aplica a todos los sectores, y que viene desde tiempo atrás.
Hay veces que uno no se resuelve entre pensar que Ginebra es así porque se convirtió en un gran sistema financiero internacional, o si se convirtió en este gran sistema financiero internacional porque es así. 
En una oportunidad olvidó E. un billete de cien francos en un cajero automático; al volver, luego de dos horas en un sitio de mucha circulación de gente, el billete estaba allí. En otra oportunidad perdió el teléfono en el pueblo de Vevey: cuando llegamos a Ginebra, luego de una hora y media de viaje, el teléfono había sido enviado por correo y estaba en camino. Nunca supimos quién lo encontró y se tomó el trabajo de averiguar los datos del portador de ese número, ni tampoco hacía falta: era un suizo, cualquier suizo, el primero que haya pasado por ahí.
A los ginebrinos no les importa que un famoso haya llegado a Ginebra, aunque de hecho pasen por ella, o vivan en ella, todo tipo de estrellas de la música y del cine. La reserva, más allá de ser una característica del sistema bancario, es un ideal de vida, y desprecian todo aquello que atente contra ella. Es el sistema mismo, al parecer, el único que puede saberlo todo e intrometerse en todo. La administración funciona mediante una serie de organismos competentes que no pierden ni un detalle sobre los ciudadanos: cambio de trabajo, de automóvil, de pareja, de domicilio, todo lo sabe el Estado, así como los ciudadanos tienen acceso a lo que el Estado hace. He visto en todas las comunas carteles que informan, al detalle, la agenda de tareas realizadas y por realizar de la administración, y también todas las empresas de la ciudad publican las astronómicas cifras de los beneficios obtenidos en el año. En otra crónica escribí las cifras de los salarios que cobran los trabajadores de las distintas ramas: fue muy fácil averiguarlos, porque todo el tiempo, en Ginebra, circulan este tipo de informaciones para tener al tanto de todo a todos.
En cuanto a los organismos estatales, aquellos que en nuestros países subdesarrollados suelen ser los causantes de nuestras más kafkianas pesadillas, hay que destacar, en Ginebra, el funcionamiento de los PTT (Poste, Télégraphe, Téléphone), institución de derecho público, sin personalidad jurídica, representada por el gobierno federal. Los ginebrinos utilizan los PTT para muchas de las gestiones inherentes a sus derechos y obligaciones cívicas. Estos PTT, que cuentan con más de ciento veinte oficinas muy bien distribuidas en todas las comunas,  disponen de eficientes y calificados empleados que, para ser contratados a partir de los 17 años, previamente deben cumplir con cursos de un año para las mínimas tareas, o cursos de 4 o 5 años si se trata de servicios técnicos como el del teléfono. Si alguna de las cabinas de la ciudad, todas limpias, activas, y con los números de todo el país a mano, tuviera el más mínimo desperfecto, en cuestión de minutos sería asistida por uno de estos empleados, del mismo modo que unas sofisticadas máquinas de limpieza limpian los caminos de nieve un minuto después de las nevadas. Pero más se destaca el servicio de correo, en cuyas oficinas los empleados tienen a mano todo aquello que un cliente necesita para todo tipo de operaciones, entre las cuales cuenta el franqueo de paquetes postales de hasta 20 kilos, quizás único país en el mundo que los permita. Si bien los transportes postales se hacen por medio de trenes de alta velocidad y aviones, es común ver en la ciudad unos coches especiales, camionetas amarillas que, como los vehículos ingleses, tienen el volante a la derecha, pero en este caso para que el cartero pueda bajar directamente a la vereda y entregar una carta sin perder ni un segundo. También los ginebrinos utilizan los PTT para pagar las facturas de todos sus gastos fijos: agua, gas, teléfono, alquiler, electricidad, servicios técnicos. El modo de pago es tan rápido y eficiente que cualquier ginebrino efectúa sus pagos en cuestión de minutos.
            Cuando la obediencia y la educación cívica son tan prominentes, desde luego que uno de los motivos es el buen funcionamiento de la administración. Para que los ciudadanos cumplan con una administración, es necesario que haya una administración que cumpla con los ciudadanos. Este virtuosismo cívico es imposible de lograr mediante la mera autoridad o la coerción: la única manera de que esto sea posible es mediante la disposición que tienen todos los ciudadanos de cumplir con las leyes. Es indudable que, para que un país sea serio y se conduzca bien, necesita la buena manera de conducirse de su pueblo: los políticos, raza de aves rapaces, pueden ser los mismos seres despreciables en todos los países, incluso en éste, pero es la gente, la gente del pueblo, la que marca las diferencias.
En Buenos Aires, y abro aquí una reflexión comparativa, me produce náuseas observar a un pueblo que le exige a una clase dirigente todo tipo de virtudes de las que ese mismo pueblo carece.  Todos los vicios y defectos de la clase dirigente, evidentemente numerosos, se encuentran con la misma alevosía en el pueblo que acusa a esa clase dirigente de todas sus desgracias. Dando un paso al costado de lo políticamente correcto, yo suelo pensar que mi pueblo, el de Buenos Aires, es una verdadera suma de hipócritas que exigen muchas cosas que no merecen, mucha excelencia que no poseen. En Latinoamérica, por lo general, se abusa demasiado de aquél concepto que presupone que una solución a los problemas sociales, si es que existe, depende de un mágico gobierno, de un tal partido en lugar de un tal otro, de un tal o cual presidente. Pero la realidad es que, sean los gobiernos como sean, si los cambios no surgen del pueblo mismo, es imposible que surjan de ningún otro lado: un buen gobierno, si existiera, el mejor de los gobiernos posibles o imposible, si rigiera, sería incapaz de dar un solo paso con un pueblo que no esté a su altura. Juan Bautista Alberdi, responsable intelectual de la Constitución Argentina, había escrito en 1852 que las leyes de un pueblo son un producto de sus costumbres: es la forma de ser de un pueblo lo que determina las leyes del territorio, de modo que nunca, por su mera acción política, podrán determinarlas los gobiernos. Y luego escribe:

“Poned el millón de habitantes, que forma la población media de estas Repúblicas, en el mejor pie de educación posible, tan instruido como el cantón de Ginebra en Suiza, como la más culta provincia de Francia: ¿tendréis con eso un grande y floreciente Estado?”.

La respuesta es no, sin ninguna duda: bastaría quitar a todos estos ciudadanos ginebrinos y poner, con sus hábitos y costumbres, una cantidad equivalente de porteños, para que Ginebra quedase destruida en cuestión de minutos. Si hiciera una reflexión desapasionada sobre el pueblo porteño de mi ciudad, identificaría en sus costumbres y procederes todos los vicios y defectos que se le achacan a los políticos: corrupción, individualismo, falta de respeto por el otro, ventajismo, ignorancia, desavenencia. Constituimos, como pueblo, una materia prima un tanto deleznable, en donde la llamada viveza criolla vale más que los francos suizos. ¿Qué puede hacer ningún gobierno con un pueblo así? Pero luego visitamos una ciudad como Ginebra y decimos: ¡Qué aburridos! ¡Qué insufribles! ¡Qué vendidos al sistema y qué monotonía! Todo esto ignorando que, en primera instancia, todo este aburrimiento y este formalismo es el precio que hay que pagar para tener una ciudad ordenada y una administración eficiente.
Muchos pueblos que, por sus hábitos o idiosincrasia, no están para nada dispuestos a conducirse de este modo calvinista, sí se hallan muy dispuestos a exigir esta conducta a sus gobiernos, como si no supieran que, para que un país funcione, es preciso que el Estado esté constituido por todos, no sólo por la clase dirigente. Lo que observo en una sociedad como la ginebrina es justamente esta disposición por parte de todos, sean ciudadanos o funcionarios, a sostener el Estado y las leyes.
Los ginebrinos suelen cumplir con las leyes, esto es lo más común. Pero si alguno no lo hace, entonces entran en juego los agentes del orden con una inflexibilidad y una rigidez insobornable. Una anécdota que cuenta Rosa Regàs sobre la vida ginebrina puede decirlo todo:

“Un día por la mañana en que Monsieur Marabutu cruzaba la frontera con cierta prisa porque iba retrasado, el douanier (con quien se conocía de años) le detuvo y le dijo:
-Lleva usted los neumáticos muy gastados, Monsieur Marabutu.
-Sí, un poco –concedió Monsieur Marabutu para no perder tiempo.
-Tendrá usted que cambiarlos.
-Sí, mañana mismo los cambio.
-Es que con estos neumáticos no puede usted circular en Suiza.
-Usted ya me conoce, los cambiaré esta tarde en cuanto salga del trabajo, pero ahora estoy llegando tarde.
-Lo siento, pero me es imposible dejarle marchar. Está prohibido circular así.
Monsieur Marabutu sabía por experiencia que cuando se decía que no, era inútil resistir. Así que, resignado, le dijo al aduanero:
-Bien, pues me voy ahora mismo a cambiarlos.
-Lo siento, Monsieur Marabutu, pero el coche tiene que quedarse aquí.
-Pero ¿por qué?
-Porque ya le he dicho que así no puede circular en territorio suizo.
-Pero no hay más que unos cuantos metros hasta Francia.
-Son unos cuantos metros.
Monsieur Marabutu tuvo que dejar el coche y caminar los dos kilómetros que le separaban de Ferney, comprar neumáticos nuevos, tomar un taxi, volver con ellos al puesto fronterizo y cambiarlos, y para cuando se disponía a salir ya era tiempo de volver a casa a comer”.

             En realidad, pocas veces sucede el enfrentamiento entre un ginebrino y las autoridades. Los ciudadanos, que con todo gusto cumplen la ley e impelan a los demás a que la cumplan, dan poco lugar a que se produzcan estas escenas. Si se producen, se tratará claramente de excepciones que confirmen las reglas: el dinero de las multas tiene razón de ser como medio de recaudación para el erario público, y un pasajero sin boleto deviene en un predecible matiz del sistema que, con el abono de la multa, no deja de ser funcional al mismo. Pero la verdad es que lo que resulta realmente funcional al sistema es la disposición que tienen los ciudadanos de cumplir con sus normas. Esta conducta es lo que posibilita el llamado sistema de confianza: es posible extraer los diarios de sus casillas sin depositar las monedas, así como subirse a un autobús, incluso al tren, sin haber sacado boleto. Es perfectamente posible, pero nadie lo hace. Así como nadie cruza un semáforo en rojo, ni arranca flores, ni echa basura a la calle y, sobre todo, nadie es impuntual. La impuntualidad es uno de los peores vicios. Delata irresponsabilidad, falta de respeto por el prójimo, ineficacia, mala educación pero, sobre todo, una pérdida de tiempo que se traduce en pérdida de dinero. En Ginebra, cuando un médico da un turno para las cuatro, lo atenderá a las cuatro. Cuando un técnico avisa que llegará a las cinco, llegará a las cinco. Y si un negocio cierra a las siete, nos harán salir a las siete, aunque haya que suspender una venta extraordinaria, y de ningún modo los restaurantes servirán un plato antes o después del horario establecido. Para cualquier ciudad que quiera lograr un sistema de este tipo, ya puede ir sabiendo que puede resultar relativamente fácil una vez que haya renunciado a las pasiones, la diversión y la alegría. Ya que hasta la diversión, en Ginebra, ha de estar rigurosamente calculada y realizada conforme a las leyes: el ocupante de un apartamento tiene, si quiere hacer una fiesta ruidosa, el derecho de una noche al año. Esta noche debe ser un viernes y debe comunicarse previamente a las autoridades municipales para que éstas, a su vez, informen a los vecinos. Todas estas costumbres de eficacia y orden, propias del país, se reconocen igualmente dentro de las casas. Las casas ginebrinas, incluso las más modestas, son un ejemplo de eficiencia. En todas las que estuve, más allá de su mayor o menor nivel social, pude comprobar las mismas características: las paredes no dejan pasar los ruidos, la calefacción no deja pasar el frío, las canillas no gotean, las puertas no chirrían, las cadenas del baño son silenciosas, los ambientes iluminados y, otra de las coincidencias, la presencia de frutas y verduras de excelente calidad. Porque los suizos aman la vida sana y el deporte. El esquí, el alpinismo, principales atracciones turísticas, ocupan un buen lugar de la prensa y de los canales de televisión, y desde todos los medios se fomenta el ejercicio, la dieta sana y todo aquello que garantice una larga y ejemplar vida. 
¿Quiénes son los que tienen derecho a esta larga y ejemplar vida?
Los ginebrinos, desde luego. Y los ginebrinos de tres generaciones más que los de dos, así como los de dos, más que los de una, y cada uno mirará por encima del hombro a los que estén por debajo de la escala. Pero si se trata de un extranjero que quiere obtener el pasaporte rojo, entonces Suiza es uno de los países más difíciles del mundo. Para solicitar la nacionalidad, es necesario, primero, haber obtenido uno de los permisos menores de residencia, como el permiso C o de établissement, ya de por sí demasiado restrictivo. Una vez obtenido este permiso, todavía es necesario que transcurran doce años de residencia: ¡doce! Y todo esto es lo necesario para solicitar la nacionalidad, solamente para solicitarla, ya que todavía podría ser denegada. Una vez que la nacionalidad se solicita, las autoridades, durante un período de prueba, investigan la reputación y los hábitos del aspirante a suizo. Luego vendrá un examen en el que se evaluará si el sujeto en cuestión conoce, cumple, ama y respeta el modo de vida helvético lo suficiente como para merecerlo. Recién entonces es posible que consiga su pasaporte. En este pasaporte, como en todos los pasaportes suizos, constará el lugar de origen, y el lugar de origen es el lugar de nacimiento de sus progenitores. Esto significa que ni habiendo nacido en suiza constará que Suiza es el lugar de origen: solamente los ginebrinos de más de una generación, la verdadera buorgeoisie genevoise, pueden jactarse de ser de origen ginebrino. De ninguna manera los hijos de un residente extranjero, aunque hayan nacido en el país. Y realmente es difícil que, por su ascendencia suiza, alguien que tenga la posibilidad de conseguir estos papeles no se lance como un loco a por ellos: el sistema suizo ofrece unos seguros de desempleo tan excelentes que nunca faltan los casos de gente que, abusando de estos beneficios, los solicita para vivir con un rey en cualquier otro país. Una vez que uno es suizo, ya puede contar con este modo de vida que lo dejará listo, si le apetece, para engrosar las estadísticas de suicidios, ya que es el suicidio la manera más eficaz de morir en un país como este. Las enfermedades, la muerte violenta, la guerra y todos los estragos de la pobreza no forman parte de las causas factibles. Y para colmo la esperanza de vida es realmente alta, uno tiene más de ochenta años de perfecto aburrimiento. Ni siquiera una catástrofe natural o improbablemente bélica podría salvarlo: una de las peculiaridades de esta ciudad es que dispone de un eficaz sistema de refugio antiatómico. La Protection civile cuenta con una suma de refugios subterráneos que, detrás de unas impenetrables puertas blindadas, esconde verdaderos hogares colectivos equipados con una cantidad de alimentos para mantener a la población durante largos meses, además de todo tipo de comodidades como salas de estar y habitaciones para que jueguen los niños. Si bien estos refugios están calculados para proteger a la totalidad de los habitantes de cada comuna, lo cierto es que también las casas particulares cuentan, por ley, con su propio refugio antiatómico. A salvo de la guerra, la inseguridad, la insalubridad, de cualquier peligro que nos depare el azar de la existencia, realmente la mejor manera que encuentran muchos suizos de librarse de este deprimentemente perfecto estilo de vida es suicidándose. Y, si se trata de un buen ginebrino, intuyo que solicitará un servicio de eutanasia, práctica legal en este país, para que ni el tiro del final quede fuera del sistema establecido.