miércoles, 9 de mayo de 2012

Marruecos: una visita a la medina de Fez.


Medina, palabra que se lee  مدينة  en su original árabe, significa ciudad, refiriéndose tradicionalmente a la de Arabia Saudita, cuna del profeta Mahoma. La palabra también se usa para referirse a la parte tradicional o antigua de las ciudades o los pueblos del Magreb, las tierras más occidentales del imperio del Islam. La medina de Fez se jacta de ser la más antigua y grande del mundo.  La UNESCO la declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad; los viajeros que la visitan suelen decir de ella que es un lugar maravilloso, inverosímil, en donde se sintieron dentro de una noche de las mil y una, pudiendo viajar por el tiempo o por otro mundo.
Antes de visitarla esto era lo único que sabíamos de ella y, además, que fue fundada en el siglo IX, que fue un antiguo centro cultural y capital nacional antes de Rabat, y que es todavía, lo mismo que hace once siglos, un místico laberinto en donde se entreveran más de nueve mil callejas superpobladas de unos muy comerciantes marroquíes. Se ingresa a la medina por unas puertas, en árabe "babs" y, una vez dentro, uno ya no sabe dónde está, para dónde va ni, mucho menos, cómo podría salir. Es casi imposible para un visitante ubicarse en este desquiciado entrevero de pasajes y pasillos; si uno observa un mapa de Fez, el espacio de la medina está en blanco.
Cuando llegamos a Marruecos sabíamos que nuestro objetivo principal de interés urbano era visitar este sitio. Habríamos volado directamente hacia Fez de haber habido un vuelo; tuvimos que entrar por Casablanca, y nada más poner un pie viajar hasta aquí en tren. Llegamos anoche, pasada la hora de cenar. Salimos del tren hacia una estación tan oscura que la poca luz que había provenía de la luna, suficiente para distinguir una alborotada multitud de sombras. Un hombre con una linterna nos guió hasta la salida; atravesamos un túnel que nos dejó en una plazoleta, donde nos rodeó un grupo de personas vociferando en árabe palabras que no entendíamos, se peleaban entre ellos para ganarse nuestra atención. Seguimos a uno de los que gritan taxi, taxi, y en cuestión de segundos nos abre la puerta de un descascarado Fiat 124, con una canasta en el techo en la que arrojamos nuestras maletas. Subimos atrás y vemos que, en el asiento del acompañante, viaja un hombre sin expresión en la cara, parece petrificado; lo saludamos pero ni se mueve. El conductor arranca y va a toda velocidad hacia la dirección de nuestro hotel, se suma a un tráfico que juzgo tres veces más alocado que el porteño. A mí no me había convencido del todo lo del canasto del techo, menos aún cuando veo que el auto se mete por calles oscuras y muy pobladas; algunas personas, en las esquinas, se acercan al auto y estiran las manos hacia el techo: me asomo a la ventana y compruebo que la gente se acerca a nuestro equipaje para acomodarlo, ya que las bruscas maniobras despiden las maletas para todos lados. Pasamos la noche y amanecemos dispuestos, ahora sí, a conocer la medina. Muy temprano por la mañana salimos a la calle; no habíamos dado un paso fuera del hotel cuando se nos presenta un hombre con credencial de guía oficial, esto es, autorizado, ya que el común de los marroquíes, en su diaria batalla por ganar dinero con el turismo, son todos guías improvisados, por más poco idóneos que sean para brindar este servicio. Con respecto a los guías, hay un dato que puede ser de utilidad: aunque uno conozca relativamente el terreno, puede ser conveniente contratar un guía, así sea para librarse de tener que negarle el servicio al resto del pueblo durante todo el día. Basta con preguntar a alguien una calle para que quiera, con insistencia, acompañarnos durante todo el paseo.  

-Mi nombre es Hassan –nos dice Hassan con una sonrisa, demostrando enseguida que sabe que nuestra lengua es el español y que él la domina mejor que nosotros. Le decimos que preferimos hacer las cosas por nuestra cuenta y nos da buenos motivos para cambiar de idea: en primer lugar, es muy aconsejable ir acompañados al menos la primera vez, para comprender sus características principales y saber ubicarnos mañana; finalmente, que él, ya considerado nuestro guía, es un hombre muy instruido e interesado por su país tanto como por la cultura española, y podrá darnos datos invalorables sobre todo.
-Hassan –le cuento-, ella es española pero yo no, soy argentino, y abre los ojos con asombro. No sabe qué decir sobre mi país, tiene muy pocos datos en su mente, pero como ya lo contratamos tendrá ocasión de preguntarme alguna cosa sobre un sitio tan exótico como Buenos Aires.
Es difícil narrar la entrada a la medina. Fue, de hecho, nuestra primera experiencia en regla con la cultura musulmana, y entramos por la puerta grande. No hubo, para esta experiencia, ningún tipo de situación preeliminar que no sean las palabras de Hassan aconsejándome que guarde bien la billetera, o al menos no puedo recordar nada más. Mi primer recuerdo de la medina es estar ya del todo envuelto por la medina, empujado, manoseado, invadido por la medina. Es como un cerrar y abrir de ojos en el que de pronto ya no está E., ni Hassan, ni América, ni Europa, ni el siglo XXI, nada más que un auténtico y repentino estado de mareo, como si acabase de recibir un golpe sin dolor en la cabeza, quizá de morder algún hongo alucinógeno de inesperado, intenso efecto. Pasa un tiempo, no sé cuánto, hasta que empiezo a distinguir del bullicio el sonido que corresponde a un martillazo, o el cacareo de una gallina, o el rodar de una vieja carreta, o el discurso para mí inteligible de algunos hombres que me exhortan a todo tipo de asuntos pidiéndome, sugiriéndome, rogándome o advirtiéndome. Alá, Alá, Alá y, de pronto:
-Alejandro, Alejandro, ¡cuidado!
Hassan me grita, quizá por tercera vez, para que me haga a un lado, porque se me viene encima un burro, lleva la carga de cajones llenos de envases de vidrio, lo trae un anciano con la cabeza envuelta en la capucha verde de su chilaba que no puede detener su marcha.  Me hago a un lado, para dejar pasar, de un salto que me despabila, y entonces la veo a E., encontramos nuestros ojos y la mirada de ella, con algo de entusiasmo e incredulidad, es un espejo de la mía. No les creemos a nuestros ojos; Europa ya no existe más, no pudimos haber estado allí hace uno o dos días, no puede seguir estando allí ahora. Hassan, que espera a que nos decidamos a empezar el paseo, o a que por fin estemos en estado de prestarle atención a lo que tenga que explicar, nos mira divertido, asombrado de nuestro asombro. Todavía hay dos o tres personas ofreciéndome cosas, una de ellas pone debajo de mi nariz una piedra aromática. Consigo acercarme a E., pero no hay nada que decir más que misión cumplida, ahora sí, llegamos, aquí estamos en las entrañas del Magreb, aturdidos por el bullicio; esto es lo que buscábamos y supera lo que habíamos podido imaginar. Esta es la antigua medina de Fez, y he aquí a los musulmanes que la habitan sobreviviendo, es decir: rezan, compran y venden. Imagino, quizá sin equivocarme, que casi todo tiene el mismo aspecto que ha de haber tenido varios siglos atrás, que en esta cultura de radical tradicionalismo todo puede suceder en una eternidad recelosa de las variaciones. Para nosotros, los occidentales, han sucedido, en un sinfín de idas y vueltas, todo tipo de revoluciones filosóficas y políticas, agonizamos, morimos y volvimos a nacer transitando nuevas costumbres en donde todo se ha dado vuelta quince veces cada siglo; aquí, al contrario, todos siguen, al igual que los abuelos de los abuelos, con los etéreos preceptos del Islam, cada día releyendo un solo libro, el Corán. Todos visten chilabas, calzan babuchas, llevan el sombrero de fieltro con forma de cubilete. ¿Qué es la medina de Fez? No admite el singular: son los colores, los olores, los ruidos, los animales, las miradas de las mujeres centelleando sobre el hijab y, ante todo, las tiendas, las infinitas, singulares, irrepetibles tiendas, porque todos los oficios, desempeñados del mismo modo que las generaciones anteriores, se conglomeran en la medina, cada uno en su sector o zoco, pero entreverados de cualquier modo: afiladores, curtidores, carpinteros, tintoreros, zapateros, caldereros, carniceros, herreros, tejedores, orfebres, perfumistas, vidrieros. Entre ellos, con la mirada perdida o suplicante, los mendigos y los tullidos; correteando van los niños, prematuramente adultos en su afán de conseguir dinero; más vistosas todavía, las mujeres, las mujeres musulmanas que fascinan al turista con sus apenas entrevistos rostros, van y vienen llevando bolsas de fruta, canastos de verdura, van y vienen con el cuerpo más pequeño que la mirada. Este es un mundo de ojos; las expresiones de las miradas son las frases silenciosas de un idioma muy hablado: seducción, ruego, desaprobación, desesperación, el orgullo. Es posible, en la medina, sin decir una sola palabra, sin precisar decirla, dejarse llevar por un elocuente laberinto de miradas y sentir felicidad y angustia, rechazo y pasión, respeto y amargura, a veces todo al mismo tiempo. Es inevitable: la medina nos satura. Llega el momento en el que no aguantamos más, pero alguien nos da a oler una piedra de ámbar y entramos en la órbita de nuevo. Dice Hassan:
-Estamos en Fez el Bali. En el siglo XIII esta medina era el centro intelectual y cultural del reino de Marruecos. Por entonces tenía unos 125.000 habitantes, y hoy hay cerca de… ¡Alejandro, cuidado!
Tengo que echarme a un lado para que pase otro burro cargado de lana. Detrás del burro, un niño transporta, empujando una carreta, más lana. Ve que lo miramos y, encantado de la vida, posa para que le saquemos una foto. Le doy unos dirham y me saluda. Me cuesta seguir las explicaciones de Hassan. Quien lea esta crónica deberá perdonar la ausencia de muchos detalles de interés histórico, sobre todo los enciclopédicos, pero en este pueblo no hay nada más histórico y cultural que el cotidiano y tradicional presente de este pueblo vestido de túnicas; de visita por Marruecos, el célebre Enrique Santos Discépolo escribió que, en medio de tanta chilaba, le pareció que los vestidos de las tiendas habían salido a pasear por sí solos. Es en sí mismo un espectáculo esta mezcla de aromas y colores, todo mezclado, lo santo y lo profano, las oraciones a Dios y los martillazos, las alfombras y los burros, todo el cielo y el infierno desparramado entre anchos y altos cubos de especias. Hay que palpar, oler, probar, hablar un poco con todo el mundo: el otro existe, sus ojos se clavan en los nuestros, los cuerpos se chocan, nos conmueve la pobreza, el orgullo y, sobre todo, la enorme devoción de un pueblo que reza.
La primera vez que sucedió me pareció un tanto gótico, casi tenebroso. Es un eco, una especie de sonido gutural pero amplificado, parece el de la vocal “o” extendida a lo largo de un túnel vehemente, como viniendo desde lejos, desde un milenio lejos. No sé de qué medio se valen para amplificar esta voz, pero viene desde todos los puntos cardinales: primero desde uno, después desde los otros, poco a poco ocupa toda la medina, el país, el continente. Al oír este llamado tan solemne, algunos musulmanes dejan lo que sea que estén haciendo, se descalzan, entran en la mezquita más cercana o, en su defecto, se postran allí mismo donde estén para abandonarse ante el creador de todo.
-Es el llamado de las oraciones –explica Hassan-. Veremos algunas mezquitas, pero desde afuera. Ustedes no pueden entrar. Para entrar hay que ser musulmán.
-¿Cuántas veces tienen que rezar por día?
-Cinco veces.
El llamado a la oración es el Azán; comúnmente lo lanzan desde la parte más alta del alminar de las mezquitas, y pueden usar micrófonos, único recurso que los diferencia de sus antepasados. A los musulmanes que se encargan de hacer este llamado se los llama almuédanos. Si supiera árabe, más que el sonido prolongado de una vocal abierta, podría distinguir algunas frases como ven a la oración, no hay más Dios que Alá, Dios es grande.
-Impresionante –le comento. Luego agrega que, si sumáramos todos los llamados de todos los países islámicos del mundo, que son ciertamente muchos, resultaría que en todo momento hay algún llamado a la oración, que en verdad se trata de un sólo llamado que se extiende a todo el mundo musulmán y, cuando termina en un país, empieza en el otro, conformando un devoto círculo infinito.
Sarmiento, en 1847, escribió desde Argelia que nuestras más devotas beatas se hubiera ruborizado ante la religiosidad del pueblo árabe. Estoy seguro que no vio nada muy diferente a lo que tengo esta tarde ante mis ojos. Uno no sabe lo que es un pueblo religioso si no visitó un país musulmán. Si nosotros, desde nuestros ordinarios patrones culturales, decimos que esta medina es como entrar en la Edad Media, esto se debe a que, dentro de la evolución histórica de nuestra cultura, juzgamos la Edad Media como el período de gran predominio religioso, y aquí sentimos, con respecto a lo religioso, que nunca hubo otra cosa que lo equivalente a nuestra Edad Media. Hay que resaltar de los árabes que son tan religiosos como comerciantes. Después de rezar, los dos verbos que parecen agotar la vida árabe son comprar y vender. A los viajeros nos venden, y nos venden de todo.
La medina es una tienda infinita. Los tiendas son de todo tipo; algunas un establecimiento muy formal, casi un local; otras parecen estar detrás de un hoyo  irregular de las paredes, a través del cual se asoma la encapuchada cabeza de un hombre casi siempre barbudo; también hay marroquíes que se arrojan al piso con lo que tengan, o van caminando con sus mercaderías a cuestas. Fez es patria de artesanos, es difícil, al menos en la medina, ver productos de fábrica, porque cada hombre o familia vende lo que ha hecho con sus propias manos. Esto explica bien el regateo: sería realmente irrisoria la existencia de tarifas fijas, así como absurda una ley de mercado propia de países industriales que producen objetos en serie. Aquí cada objeto tiene un valor único porque es único, y también debe ser único su precio. Uno no sabe para dónde mirar, por doquier se amontonan lanas, pieles, alfombras, platos de cobre, vestidos, teteras, pipas, pañuelos, babuchas. Los objetos nos rodean, nos marean, nos enloquecen. Párate a ver uno, y enseguida vendrá a ti un vendedor, y puede que te invite a entrar a su tienda;  te mostrará todo el proceso de fabricación de sus productos, tendrás que tomarte, para cumplir con las leyes de la cortesía, una taza de té a la menta que servirán muy caliente. También los alimentos exhiben su proceso. Recuerdo una tienda de pollos: en el mostrador, al alcance de las moscas, los pollos muertos; por detrás, en unos estantes manchados de sangre, los pollos vivos. Y uno va por la medina mientras ve cómo los degüellan. La sangre se ve: en estas sociedades, al contrario de las nuestras, el dolor está menos escondido, y por eso puede parecernos que todo es más cruel simplemente porque es más auténtico, porque no podemos salir de compras sin ver qué es lo que hay que hacer para tener servido un pollo en nuestra mesa.
Es difícil observar con detenimiento las cosas que nos llaman la atención, prácticamente todas. Muchas veces vamos a la carrera, como empujados por el alocado dinamismo de la población, y dejamos atrás una tienda que luego no sabremos si la soñamos. Otras veces, aunque no haya nada más deseado, rehusamos detenernos ante una tienda porque sabemos que seremos exhortados a comprar todo lo que venda, disgustados sus dueños de ser considerados como objetos de interés turístico. Veo, a la carrera, una de las tantas tiendas humildísimas, adosadas a las paredes de este laberinto, un cuartucho detrás de dos abiertas ventanas de madera. Es un carnicero. Sobre el mostrador, que es del mismo material que las paredes, un alféizar más ancho que lo necesario para la ventana, el hombre manipula pedazos de carne fresca con un cuchillo en la mano. Debajo de la ventana hay una gruesa canasta llena de caracoles en su salsa. Una pala azul de plástico, como las que usan los niños en la playa, sirve para poner caracoles en una bolsa de consorcio, y también se comen, así como vemos, listas para ser probadas, algunas cabezas de ganado.
Hassan nos invita a visitar unas cuantas tiendas distinguidas. Conoce a todos los propietarios; los guías cobran de los propietarios una comisión de la ganancia que dejen los turistas que les llevan. Nos muestra un taller, aledaño a su tienda, en donde hacen todo tipo de artesanías de lujo: fuentes, platos, adornos. Desde luego, nos muestran todo el proceso y el problema es que, luego de tantas atenciones, uno se siente obligado a comprar. Y comprar es regatear, y el regateo, para los occidentales, es una faena muy desgastante y enojosa. Compro en esta tienda una pequeña narguile para fumar. Mi primera experiencia de regateo es pésima: el hombre resulta agresivo, irascible, casi intratable. Dicen que, si uno acepta a la primera el precio que le ofrecen, el vendedor puede ofenderse, porque no se concibe una compra sin el regateo, es la violación de la ley más cotidiana. Esto no es del todo cierto: antes de ofenderse, pueden sentirse muy contentos por haber vendido cualquier bagatela a un precio exorbitante. Por lo general, hay que adquirir el producto a un precio que resulta cinco o seis veces inferior al primero que se propone. Si te dicen 600 dirhan, hay que discutir hasta llegar, como mínimo, a los 250. Cada céntimo que se rebaja cuesta gritos, muecas, seños fruncidos, simulacros de retirada. Es mi primera vez, y no cuento con la suficiente paciencia, de modo que me estafan de tal manera que salgo de la tienda pensando que nunca más volveré a comprar nada en este país, ni un vaso de agua en medio del desierto. Pero E. quisiera ver alguna cartera de cuero y allí vamos, a los curtidores, una de las atracciones principales de esta medina.
Los curtidores están en el barrio de Chuara, cerca de la plaza es-Seffarin. Antes de visitarlos, Hassan nos comenta con su mejor sonrisa:
-Puede oler mal porque, para teñir las pieles, fabrican colores con elementos naturales, por ejemplo la misma mierda de las palomas.
Subimos a la Terrasse de Tannerie, Belle Vue, ubicada al 6 de Hay Lablida Choura Ancienne Médina, una tienda imprescindible, impresionante, extraordinaria. Con o sin necesidad de pieles, todo viajero que visita la medina de Fez viene a parar a este sitio. Desde el balcón se puede hacer esa foto que sale en casi todas las guías turísticas: la curiosísima y antigua construcción de un sitio de irregulares y grandes cubas, todas rodeadas de unas precarias construcciones que, más que ventanas, parecen tener agujeros abiertos por balas de cañón. Veo a los curtidores caminando entre las blancas cubas en donde tiñen las pieles que ya estuvieron una semana bajo cal. Es un trabajo insufrible, penoso, y se hace de manera tradicional, del mismo modo que se hacía hace siglos, bajo un sol sofocante, saltando entre las bases irregulares de estas piletas malolientes llenas de tintes naturales de un rojo amapola, un amarillo azafrán, un marrón dátil. Me quedo viendo el espectáculo de esta maraña de cubas para no estar en la tienda, para que no quieran explicarme todo con el único propósito de vendérmelo. Pero ahí está E., discutiendo con un vendedor para comprar una cartera. En esta tienda, si uno tiene el carácter y la paciencia suficiente, comprará un abrigo de cuero, el mismo que cuesta 300 euros en Europa, a 100, pero si no tiene carácter y paciencia se lo llevará, con suerte, a 400. Parece que E. se decidió a regatear: se queja, reformula ofertas, debate, se agarra la cabeza, hace cuentas. Llegan a un acuerdo, es un precio razonable, y el vendedor, luego de darle la mano, le dice, no se sabe si en serio o en broma, que le gustaría tomarla como su segunda esposa. En ese momento entro yo en escena, y este pretencioso vendedor, llamado Mohamed, un petizo fornido y algo excedido de peso, me da un abrazo como un gesto de amistad o de ironía, yo no sé, pero una vez que está abrazado, me levanta un poco por el aire, sonríe con los dientes que le quedan hasta que digo bueno, ya está bien, nos vamos. En todos lados dan ganas de entrar; una vez dentro, de huir, y una vez que uno logró huir, de volver.
Salimos de la tienda y nos perdemos, nuevamente, en un alocado laberinto de más tiendas, pasillos, talleres. Recuerdo, en el zoco de los hilanderos, colgantes madejas de todos los colores exhalando vahos de vapor en pasillos muy estrechos, para poder avanzar hay que apartarlas con ambas manos. Habíamos empezado muy temprano este paseo, todavía está lejos el mediodía, y yo ya estoy agotado, sobresaturado, mareado.
-Hassan, en cualquier momento lo que te voy a preguntar es si hay farmacias.
-Hombre, claro, te mostraré una que...
-No, no, si era broma…
Pero ya estamos en la farmacia, y Hassan abraza a su amigo el farmacéutico. Incluso aquí, si uno es extranjero y está apurado por conseguir algún medicamento, antes que nada tendrá que hacerse amigo del farmacéutico, oír su historia, la de su farmacia, y ver el proceso de elaboración de algunos de sus remedios, la mayoría de ellos extrañas medicinas naturales, depositadas dentro de viejos frascos o botellas llenas de arábicas inscripciones. Para mi desgracia, E. le comenta al farmacéutico que yo tengo siempre la nariz tapada, lo que se llama, en España, vegetaciones. El farmacéutico, que nunca se saca una enorme sonrisa de la cara, me sienta en una silla y empieza a aplicarme en la nariz, para que aspire, un algodón con no sé qué cosa a la que llama Tapa. Es fuerte, picante, arde como el infierno al que estoy condenado como buen infiel. Me tiene como tres cuartos de hora en esta situación, sin siquiera dejarme para atender a algunas personas que entran a su maldita farmacia, entre éstas dos turistas canadienses que, divertidas, me sacan una foto. Pero debo admitir que el remedio me sienta de maravilla, y a partir de entonces respiro como un ser humano. Antes de librarme de esta visita, el farmacéutico me hace mojar el dedo con un aceite, me dice que me lo meta en la nariz y, luego de otro fastidioso regateo, me vende una bolsita llena de esta cosa picante pero efectiva que dilató mis fosas nasales.
Llega la hora de almorzar, y es una suerte, porque estamos agotados, sudados, pegoteados, aturdidos. Entramos en un lugar llamado Zohra. Aquí no se usan cubiertos para comer, hay que arreglarse con las manos, me encanta. Excepto para los líquidos, que pueden tomarse con cuchara, hay que mancharse los dedos. El ritual de la comida tiene carácter colectivo, por supuesto: se echa lo que hay sobre una fuente común, a veces sobre un fino y enorme pan, y todos comen, por decirlo así, del mismo plato. Pruebo cuscús, el plato tradicional, hecho a base de sémola de trigo. De postre tengo que tomarme unos cuantos vasos del té de menta casi hirviendo. Hubiera preferido algunos dulces, porque los árabes son golosos, y hacen algunos que son una maravilla. El dueño de este popular restaurante, con tres o cuatro mesas pegadas, todas llenas de gente vociferando, es un anciano canoso, de mirada bondadosa, que tiene dos esposas muy jóvenes.
Conversamos con Hassan sobre la religión islámica, coincidencias y discrepancias con el cristianismo. Hassan nos habla de las abluciones, sobre el cuidado que deben tener los musulmanes cuando están impuros: en caso de ellos, después de tener sexo, y en cuanto a ellas, cuando tienen la regla. También nos cuenta que, en los baños de las casas, los retretes no pueden estar de frente a La Meca, y a veces esto genera una disposición del mobiliario un tanto incómoda. Está claro que estos pueblos no han separado la religión de ningún aspecto de la vida. Este almuerzo es reparador. Estoy por fin sentado, y hablando solamente con tres o cuatro personas, sin que el resto de la medina se me eche encima. Y la conversación, de asuntos culturales, nos obliga a darle un plan más clásicamente cultural a lo que sigue de la visita. Porque las nueve mil y una calles de esta medina, además de las tiendas, los hornos y los baños públicos, se entreveran alrededor de todo tipo de monumentos, palacios, mezquitas, plazas, medrazas, fuentes. Los lugares religiosos no podremos visitarlos, por ejemplo la zagüía de Moulay Idris II, el fundador de la ciudad. Es un centro de peregrinaciones, y a veces se ven a las mujeres que llegan con una vela en la mano, para pedir la bendición. Rodeado de martillazos, dentro de la plaza es-Seffarin, está la biblioteca de la mezquita más importante, la Qaraouiyine. Esta biblioteca es del siglo IX, tiene 366 columnas y un patio de cerámica azul para hacer abluciones.
Visitamos una antigua madraza. Las madrazas, o medersas, son las academias religiosas donde se enseñaba la teología coránica. Alojaban a los estudiantes que deseaban profundizar sus conocimientos en materia de religión, retórica y derecho. Sin la autorización del Sultán no podía enseñarse nada, y desde luego que no podía enseñarse nada que fuera extraño a los inmutables cánones islámicos. Todas las madrazas tienen que estar cerca de una mezquita y tener un patio rodeado de las celdas, es decir, las habitaciones de los estudiantes. No está muy restaurada, pero esto sucede con la mayoría de los monumentos de la medina. No es una lástima: se ve todo más auténtico, se aprecia mejor la antigüedad, el olor del sitio, y uno imagina, dentro de estas celdas, las historias que pudieron suceder en otros tiempos.       
            Estamos agotados. Ya no damos más. Le rogamos a Hassan que nos saque de la medina, y se ríe, ¿acaso no queríamos movernos solos? Luego de todo el día en la medina, nos resulta imposible orientarnos. Hay algunos pocos mojones que uno tiene que fijar en su mente, y se trata de las puertas de las murallas, los mejores puntos de referencia. Una de ellas es la llamada Bab Boujeloud, de un lado esmaltada en azul, el color de Fez, y del otro en verde, el del Islam. Detrás de su arco vemos el alminar de la mezquita Sidi Lezzaz, y además conduce a una calle principal, la Tala el-Kbira. Ya sobre el arco de la entrada sabemos que, luego de huir de la medina, lo primero que haremos es desear, pese a todo, volver a visitarla al día siguiente.
Vemos el Palacio Real de Fez, que no se puede visitar. El rey no vive aquí, sino en Rabat, pero de todos modos no se puede ver por dentro, lo cual es una lástima porque, sin ser nosotros musulmanes, tampoco nos dejarán ver por dentro ningún tipo de lugar sagrado. Vemos, desde fuera, las siete puertas doradas de este palacio, de un amarillo resplandeciente que contrasta con el verde de los tejados y el rojo de las dos banderas que flamean a sus extremos. La arquitectura árabe es preciosa, compleja y sencilla al mismo tiempo, pero sobre todo lujosa, ostentosa sin ningún tipo de pudor. La estética matemática de esta arquitectura nos recuerda que las matemáticas se las debemos a ellos. Le decimos a Hassan que, ahora sí, fuera del laberinto, preferimos manejarnos solos. Nos dice Salam Aleikum, para que nos familiaricemos con este saludo cuyo significado es: que Alá te acompañe. Cuando se nos dice Salam Aleikum, debemos responder, invirtiendo el orden, Aleikum Salam, que significa: que Alá te acompañe a ti también.  Y luego agrega su última explicación:
            -Fez es color, olor y dolor.